La noticia de una muerte en un accidente de automóvil siempre me ha angustiado. Era alguien que iba a trabajar, a ver un pariente, a encontrarse con un ser querido. La muerte absolutamente imprevista que viajaba, escondida, junto al conductor.

Es el caso de la chica rusa de 23 años que quiso contactar con alguien por teléfono y quién sabe si decía: «¿Cómo estás?, yo bien, de aquí a media hora estaré ahí...».

Durante unos segundos, la chica miró su móvil y dejó de mirar la carretera. Bastó para invadir el carril contrario y estrellarse contra el autobús que le venía de frente.

Yo he conducido mi coche hasta hace, tal vez, tres años. Lo dejé ante la amable, pero insistente, presión de mi hijo José.

A lo largo de mi vida no había tenido ningún accidente, ni de los pequeños. Con aquel modesto coche había circulado prácticamente por todos los países de Europa.

Incluso dos veces por Inglaterra, donde debía adaptarme a circular por la izquierda.

Hasta hace poco, antes de dejar de conducir, he sido un conductor afortunado. Como ya he dicho, no he tenido ningún tipo de accidente, ni de los más ligeros.

Eso sí, lo reconozco: he sido un conductor muy aburrido para las personas que a veces me acompañaban.

Practicaba un silencio persistente, y si me hacían alguna pregunta mi respuesta era brevísima, y ??muy raramente giraba un poco la cabeza. Porque los coches son cada vez más seguros, pero los conductores no siempre lo son.

Ahora que se hacen estadísticas de todo, supongo que ya se sabe qué porcentaje hay de conductores que ponen en marcha el móvil o pulsan el teclado.

Mi editora aprovecha los viajes para conectar con alguien, confiando el volante a su marido y a algún hijo suyo. Ha nacido la necesidad de querer estar siempre comunicado.

Qué tristeza, qué lástima morir en la carretera cuando se esperaba llegar a algún lugar. Qué pena perder, en unos segundos, el camino del futuro.