Hoy es el Domingo de la Misericordia divina. Dios es misericordia; un amor fiel, que ama a su criatura y la sigue amando, incluso cuando se aleja de Él por el pecado; un amor siempre dispuesto al perdón y a la reconciliación. Jesús, el Hijo de Dios es la misericordia encarnada de Dios. La Pascua --la muerte y resurrección de Jesús--, es la manifestación de esta misericordia. Jesús, ya resucitado, se aparece a sus Apóstoles y les da el gran anuncio de la misericordia divina: «Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. (...) Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se los retengáis les quedan retenidos» (Jn 20, 21-23). Antes de decir estas palabras, Jesús les muestra sus manos y su costado, es decir, les señala las heridas de la pasión, sobre todo la de su corazón, fuente de la que brota la ola de misericordia que se derrama sobre la humanidad; una misericordia que, a la vez que reconstruye la relación de cada uno con Dios, suscita entre los hombres nuevas relaciones de solidaridad fraterna y se convierte en manantial de paz.

Con la resurrección de Cristo y el envío del Espíritu Santo, una nueva corriente de vida irrumpe en el mundo. Gracias a ella podemos colocarnos ante el mundo de una manera diferente: liberados del miedo, del odio y del egoísmo, abiertos a Dios y a los demás, podemos ser misericordiosos como el Padre, sembradores de perdón, reconciliación y paz. Jesús nos enseñó que quien recibe y experimenta la misericordia de Dios, está llamado a «usar misericordia» con los demás y a ser testigo y promotor de la reconciliación y de la paz.

Sólo la luz de la misericordia divina podrá iluminar el camino de los hombres hacia la reconciliación y la paz. Para ello es necesario que la humanidad de hoy acoja a Cristo resucitado, que muestra las heridas de su crucifixión y repite: «Paz a vosotros».

*Obispo de Segorbe-Castellón