En el Adviento se vuelve más apremiante la llamada de la Palabra de Dios a volver nuestra mirada y nuestro corazón a Dios. El Adviento nos llama de modo especial a la conversión a Dios, a preparar y allanar el camino a Dios que viene a nuestro encuentro en Cristo. Por eso pedimos a Dios que avive en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo. Puede que la llamada a la conversión nos resulte tan conocida que ya nos resulte indiferente. O puede que, contagiados por el ambiente secularizado, nos hayamos instalado de tal modo en un modo de vida sin Dios, que no sintamos ya ni tan siquiera necesidad de Dios. Él nos llama de nuevo en este tiempo de gracia a volver nuestra mirada hacia él, a que le dejemos ocupar el lugar central que le corresponde en nuestra vida; cuando desalojamos a Dios de nuestra existencia, comienza el ocaso de nuestra propia dignidad y de nuestra propia y verdadera libertad.

La conversión pide antes de nada un «giro del corazón»: volver el corazón a Dios en Cristo. Hemos de abandonar la falsa idea de que somos autosuficientes y esa falsa seguridad en nuestros propios caminos en la búsqueda de la felicidad.

Esta conversión a Dios tiene lugar dentro de la vida de cada persona y, por tanto, cuando se da, modifica esa vida dándole autenticidad. Cuando la persona se abre a Dios acoge sus caminos y se hace más humana. Sin conversión moral la fe puede ser pura ilusión. No se puede vivir ante Dios sin sentirse responsable ante el hermano y ante la sociedad. El criterio decisivo de la fe cristiana en un Dios creador y padre es el amor al hermano y a la creación.

Preparar el camino al Señor exige por nuestra parte humildad y rectitud, veracidad y justicia, así como creer y esperar que en la salvación solo nos puede llegar de Dios. Esta es la buena noticia del Adviento: Dios nos ama y se viene a nuestro encuentro como salvador.

*Obispo de Segorbe-Castellón