No hay duda de que internet y las redes sociales impulsadas por los gigantes de la tecnología han sido los motores de la globalización y han contribuido a la construcción de un mundo más abierto e interconectado. Pero las incontestables ventajas de ese escenario sin fronteras dominado por la inmediatez en los flujos de información y comunicación llevan tiempo exhibiendo una cara cada vez más preocupante. El reciente escándalo de la filtración masiva de datos de 87 millones de usuarios de Facebook a través de la consultora Cambridge Analytica supone una clamorosa evidencia de la fragilidad y vulnerabilidad de la red en la custodia de información personal utilizada sin consentimiento de los afectados para fines opacos.

O no tan oscuros, porque muchas son ya las pruebas de que información robada pudo ayudar a Trump a llegar a la Casa Blanca. Lógicamente la primera respuesta de la comunidad internauta, con los gigantes empresariales a la cabeza, ha sido pedir responsabilidades y también mayores refuerzos de los controles para garantizar el derecho fundamental de la privacidad del ciudadano. Pero el caso Facebook debe servir asimismo para poner fin a la inocencia con la que a menudo el usuario accede al ciberespacio. Allí nada es invisible ni gratuito. Todos los pasos, por inocuos que parezcan, dejan huella y pueden servir de producto comercial en el gran mercado de la big data publicitaria o política. Por ello hay que ser prudentes navegando. Nos vigilan.