Los partidos independentistas (Junts per Catalunya, ERC y la CUP) lograron, aunando sus fuerzas, la mayoría absoluta en las elecciones del 21-D, pero distan mucho de ser un bloque homogéneo. Al contrario, si ya antes de las elecciones hubo fuertes disputas sobre si concurrirían en una lista unitaria, y si durante la campaña JxCat y ERC lucharon para imponerse el uno al otro, ahora las dos formaciones están enfrascadas en un pulso de inciertos contornos. Una pugna en la que se mezclan rencillas acumuladas; cuestiones de calado político (¿cuál debe ser el camino a seguir después de que la vía unilateral acabara con la suspensión de la autonomía, perjuicios económicos y unos graves procesos judiciales); personales (¿quién será el próximo president de la Generalitat catalana?), y legales (¿en qué situación quedan los diputados que están encausados, en la cárcel o huidos de la justicia?). Poner en funcionamiento las instituciones, volver a poner en marcha Cataluña, gobernar, en definitiva, no parece por el momento una prioridad. Al contrario, las energías se pierden en debates de nombres y ocurrencias de dudosa legalidad, como la de una investidura telemática de Carles Puigdemont.

En esta pugna del independentismo parece que todo vale. Por el camino, se van cayendo pesos pesados del independentismo (Artur Mas, Carles Mundó) y poco a poco se aboca a las instituciones a un escenario ya conocido e indeseado: decisiones in extremis que suelen ser saltos hacia adelante sin red. Y no es esto lo que necesita Cataluña, sino un Govern que se dedique a eso, a gobernar, y un president que lo dirija aplicando de forma legítima su programa pensando en el bien común y dentro del ordenamiento jurídico. ¿Es mucho pedir?