Pese a ser muy escandalosas, las cifras de la crisis de los refugiados que vivimos este verano no conmueven a los políticos. Por el contrario, asistimos a una dejación de su responsabilidad ante uno de los mayores problemas -anunciado- a los que se enfrenta Europa. Que en todo lo que va de año 320.000 personas hayan cruzado el Mediterráneo buscando seguridad y esperanza en este lado del mar, que dos barcas naufragaran frente a las costas de Libia causando 200 víctimas mortales o que aparecieran más de 70 cadáveres en un camión son datos que no parecen encontrar una reacción acorde con los principios que Europa dice defender.

Quizá el problema está en la frialdad, en la deshumanización de las cifras, y a lo mejor habría que empezar a hablar de personas y de la historia para recordar, por ejemplo, el calvario padecido por los refugiados republicanos españoles en 1939, cuando el fin de la guerra civil y la persecución los empujó a abandonar el país. Y también habría que hablar con propiedad. No es lo mismo un refugiado que un inmigrante. Al primero, un conflicto armado le fuerza a abandonar su país. El segundo lo hace por iniciativa propia, legal o ilegalmente. Mezclar refugiados con inmigración es una forma torticera e inaceptable de buscar un rédito electoral a esta crisis.