La llamada apremiante de Jesús a la conversión no ha dejado de sonar desde aquel primer discurso suyo hasta nuestros días. «Convertíos y creed en el Evangelio»: así comienza Jesús su predicación según el Evangelio de San Marcos (1,15). Puede que la llamada a la conversión nos resulte tan conocida que la escuchemos con indiferencia. Puede que nos hayamos instalado de tal modo en un estilo de vida alejado de Dios, que ya no sintamos necesidad de conversión, porque ya no sentimos necesidad de Dios. No es fácil, ciertamente, creer en un ambiente social y cultural de indiferencia religiosa y de hostilidad hacia el cristianismo, en un contexto que favorece y promueve la incredulidad, la indiferencia religiosa, el abandono de la fe y de la práctica cristiana. Pero el enfriamiento y alejamiento de la fe y vida cristianas no son consecuencia de corrientes sociales o culturales, sino la falta de una fe personal y viva en Dios.

Convertirse es superar la tentación de desalojar a Dios de nuestra vida para volver al orden justo de prioridades. Convertirse es dar a Dios el primer lugar, un camino que cada cristiano debe recorrer siempre de nuevo. Convertirse significa seguir a Jesús de manera que su Evangelio sea guía concreta de la vida; significa dejar que Dios nos transforme, dejar de pensar que somos nosotros los únicos constructores de nuestra existencia; significa reconocer que somos criaturas, que dependemos de Dios. Esto exige tomar nuestras decisiones a la luz de la Palabra de Dios y renovar cada día la opción de ser cristiano.

Renovemos en esta Cuaresma nuestro compromiso de conversión para abandonar la falsa seguridad en sí mismo y en los propios caminos en la búsqueda de libertad y de felicidad para retornar a Dios. Nuestro hombre interior debe prepararse para ser visitado por Dios, superar la tendencia a cerrarnos en nosotros mismos y hacer espacio a Dios.

*Obispo de Segorbe-Castellón