Francisco de Quevedo fue uno de los autores más destacados de la literatura y máximo exponente del Siglo de Oro español (XVII). Por mor de nacer cojo de ambos pies y severamente miope, pasó su infancia entregando a la lectura en solitario, huyendo de los ataques y burlas de otros niños. Inteligente y bromista como pocos, apostó con unos amigos que era capaz de decirle a la reina (doña Isabel, «la deseada») que era una tullida sin que se enfadara. Así, se presentó ante ella con dos ramos de flores y le dijo: «Entre el clavel blanco y la rosa roja, su majestad escoja». Esta simpática anécdota explica la diferencia entre hablar con la verdad (sinceridad) y herir con la verdad (sincericidio).

No hay ninguna duda de que la verdad es mejor que la mentira, pero no siempre la verdad aporta valor. En el ejemplo anterior señalarle a la reina un defecto que conoce y duele, es proporcionarle información inútil y dañina. Sólo augura provocar una respuesta emocional de tristeza y quizá después de rabia y deseo de venganza. Por eso, decir la verdad sin filtro (sincericidio) significa muchas veces una grosería que puede tener consecuencias devastadoras. Y es que el sincericidio es sinceridad sin prudencia. Es la expresión de una realidad objetiva, sin bondad, causando daño y usando la verdad como arma. Se ejerce el sincericidio cuando se da más información de la necesaria o cuando se realiza en un momento inoportuno. El sincericida se parapeta diciendo que se debe ir con la verdad por delante o que las cosas hay que decirlas tal como son. Pero no es así, pues se falla al no ejercer la prudencia.

Hablar con sinceridad es utilizar la sensatez, la cordura y la moderación. No se trata de decir mentiras, sino de escoger con cautela la mejor forma de decir las cosas.

*Psicólogo clínico

(www.carloshidalgo.es)