En la Fiesta de las Candelas, el día 2 de febrero, recordando la consagración de Jesús al Padre, celebramos la Jornada Mundial de la Vida Consagrada. Junto con toda la Iglesia, este día recordaremos con gratitud a todas las personas consagradas: a los monjes y las monjas de vida contemplativa, a los religiosos y religiosas de vida activa, a todas las personas consagradas que viven en el mundo y a las vírgenes: todos ellos se han consagrado a Dios siguiendo las huellas de Cristo obediente, pobre y casto, para ponerse al servicio de la Iglesia y de todos los hombres. Configurados así con Cristo son testigos de la esperanza y de la alegría.

Los consagrados --mujeres y hombres-- son necesarios para la vida y la misión de nuestra Diócesis y de nuestras comunidades; son una riqueza que no siempre sabemos valorar. En el silencio del monasterio o al lado de pobres y marginados, de ancianos o de jóvenes, en la pastoral de las ciudades o del mundo rural, Dios los llama a vivir fieles a su amor, y a su vocación y carisma para bien de la Iglesia y de la sociedad. Los consagrados son testigos de la esperanza. Quizá el descenso de las vocaciones y el envejecimiento de los consagrados, o la secularización, la marginación o la irrelevancia social, podrían llevar al desaliento y a la tristeza. Pero ante estas y otras dificultades se levanta la esperanza, fruto de la fe en el Señor de la historia. Los cristianos y los consagrados estamos llamados a poner nuestra confianza y esperanza siempre en el Señor, que nunca nos abandona.

Donde hay religiosos existe alegría, ha dicho recientemente el papa Francisco. La verdadera alegría es independiente de las horas felices o amargas, de la salud o la enfermedad, de la pobreza o la riqueza. Su origen está en Dios. Hoy hacen falta personas consagradas que nos hablen de la alegría, de esa alegría profunda y verdadera, que nace de la oración y de la unión con Cristo.

*Obispo de Segorbe-Castellón