Querido lector:

Hace unas semanas, cuando ya se perfiló la puesta en marcha del TRAM, indiqué que el transporte metroplitano de Castellón venía para quedarse. Una afirmación de perogrullo, por supuesto, porque la línea entre El Corte Inglés y la universidad ya la han utilizado cientos de miles de viajeros en sus años de servicio, pero que ahora por fin crece y se extiende hasta el Grao en un eje vertebrador de ciudad que servirá para acabar con el tradicional desapego del distrito marítimo, al tiempo que aportará una circulación reservada y pública también por el casco urbano.

Como toda obra financiada y ejecutada por la Generalitat en Castellón ha sido lenta y costosa. En los tiempos de bonanza económica de los gobiernos de Camps, recuerden, la capital de la Plana nunca fue objeto de inversiones emblemáticas como las derrochadas en el Cap i Casal de Rita Barberá. Considerada siempre por nuestros vecinos como una población periférica del cogollo valenciano, las inversiones en la ciudad de Castellón siempre han llegado con cuenta gotas y el TRAM no ha sido una excepción.

Ahora, con un castellonense en la presidencia de la Generalitat, una consellera de Infraestructuras también de la provincia y un alcalde que no ha dejado semana sin insistir, pero con una coyuntura de cuentas públicas en ruinosa situación, la obra que completa el principal eje del TRAM ha sido priorizada y por fin ha podido ser finalizada, no exenta de molestias y protestas de comerciantes afectados por el largo tiempo de obras (al aprovechar el proyecto para remodelar todas las conducciones subterráneas) y no exenta de críticas constantes de los partidos de la oposición, que lo han considerado un tema recurrente en su argumentario, especialmente por un futurible paso del TRAM por el Ribalta que aún no se produce.

Ahora toca convivir con él, acostumbrarse, mejorar los defectos que surjan y hacerlo propio de la ciudad. Llevará su tiempo, pero como con toda novedad de estas características, la costumbre impondrá su ley.