Que un mensaje de Barack Obama contra el racismo y el odio haya batido el récord de me gusta en Twitter es un dato tan anecdótico como reconfortante. Más de 2,7 millones de personas pulsaron el símbolo con el que los usuarios de esa red social distinguen los contenidos con los que están de acuerdo y merecen su respaldo. En este caso, esa potente corriente de simpatía no iba detrás de una frivolidad, sino de unas sabias palabras de Nelson Mandela, reproducidas por el anterior presidente de EEUU.

No está mal cuando acaba de producirse un ataque supremacista en una ciudad de Estados Unidos (Charlottesville, Virginia) y el país vive inmerso en una gran controversia política por la parcial reacción del actual mandatario de la Casa Blanca, Donald Trump, quien, a diferencia de su antecesor, no mostró sensibilidad alguna con quienes sufren en propias carnes el odio racial, religioso o de clase.

El tuit de Obama, eso sí, solo ocupa la quinta posición en el ránking de retuits, con 1,12 millones de reproducciones, muy lejos del mensaje que encabeza esa clasificación, con 3,65 millones de retuits, y que no es otro que el escrito por el joven Carter Wilkerson, quien ha desafiado a una cadena de comida rápida a lograr un año de nuggets de pollo gratuitos si alcanzaba los 18 millones de retuits. Y en eso está.

Twitter, como el conjunto de las redes sociales, nos ofrece en estos ejemplos sus dos caras indivisibles. Por un lado, la de vehículo de ideas nobles, de fuerte contenido social y movilizadoras de conciencias. Por otro, el del puro divertimento trivial, con el toque infantiloide tan propio de las sociedades posmodernas.

Ante el fenómeno de la comunicación en red no caben las posturas apocalípticas, porque aquí todos estamos integrados. Nadie puede negar la extraordinaria fortaleza y eficiencia de Twitter para propagar ideas. Otra cosa es si tales ideas son una invitación a la reflexión y al debate abierto o si simplemente son chascarrillos que solo contribuyen a que llevemos una vida aparentemente más divertida.

*Periodista