De nuevo la lengua que caracteriza a los valencianos se ha convertido en instrumento de polémica entre los partidos políticos y de rebote entre la sociedad. La chispa ha sido esta vez la petición del Gobierno de España para que las lenguas cooficiales en las distintas autonomías, entre ellas el valenciano, también lo sean en la Unión Europea. El Gobierno central y el autonómico sólo han cumplido así la legalidad vigente, faltaría más. La controversia, como siempre buscada, está donde siempre, en la naturaleza lingüística del valenciano, el tabú con el que convivimos, el flagelo que como penitencia debemos pagar por nuestros pecados políticos. Los que tienen muchas horas de vuelo en la cuestión siempre supimos que el Estatuto (1982) en este tema se cerró en falso. Es cierto que en aquellos tiempos imposibles era difícil no renunciar a las mareas profanas. Sin embargo, indicar que los dos idiomas oficiales del País Valenciano son el valenciano y el castellano (art. 7), además de una obviedad, era decir a la vez mucho, si miramos hacia atrás, y apenas nada si oteábamos el horizonte. La ley de uso (1983) siguió mareando la perdiz al sancionar que el valenciano es "lengua propia" de la Comunidad Autónoma (art.2), y no la lengua propia del país. Cuestión de artículo. Era trascendental apostar por la unidad de la lengua dentro de nuestra personalidad diferenciada y se fue miope, no se hizo y ya ven lo que pasa. Con la Constitución y el Estatuto en la mano la ecuación es simple: el valenciano es igual al valenciano y viceversa. Punto y final. En esas estamos.

Las batallas de Valencia, verdaderas cruzadas, acabaron situando al valenciano administrativamente en el limbo, y allí sigue vigilado de lejos por la Generalitat, en teoría su tutor. En la misma línea, buena parte de la sociedad tiene al valenciano en la balda más alta de su estantería vital, es decir, allí donde se colocan los libros que se les tiene estima pero que nunca se usan, hasta que se deterioran. La creación de la Acad¨mia Valenciana de la Llengua(1998), que tenía por objetivo poner fin al supuesto conflicto sobre si el valenciano es el catalán que hablamos los valenciano-hablantes, pronto demostró que se creó para otros menesteres. Y tal vez por esta indefinición sobre la naturaleza del idioma valenciano, a pie de calle, da la impresión que hoy es poco más que una asignatura reglada del plan de estudios regional, la lengua que se habla más o menos mayoritariamente en algunas comarcas (La Plana y en las comarcas centrales valencianas), y el vehículo oral con el que la televisión valenciana Canal Nou, eso sí sólo de 14.00 a 15.00 horas, nos recuerda a diario que con el viento de estribor somos más felices que ayer pero menos que mañana.

Se percibe crecientemente que el valenciano, tras años de aprendizaje, es hablado cada vez menos por los jóvenes, como lengua útil para vivir y trabajar se está neutralizando, la práctica lo devalúa, lo achica sin piedad, y aunque es un activo también se presume de que funcionalmente puede tener fecha de vencimiento. La Generalitat y la propia sociedad del país no quieren tomar la decisión de que la lengua valenciana sea realmente una ventaja.

Sin embargo, algún día se deberá situar lo científicamente probado y lo legalmente sancionado por los tribunales, por ejemplo los pleitos ganados por las universidades a la Generalitat a resultas de la unidad de la lengua, en las leyes básicas que nos permiten gobernarnos. Ahora que la agenda política parece que va a dar por buena la reforma de los Estatutos será, de nuevo, el momento de la verdad. Veinticinco años mirando hacia otro lado sobre la naturaleza de la lengua han tenido efectos altamente negativos para su normalización en la sociedad, para su escaso progreso en todos los ámbitos de la vida diaria de los valencianos. Es por eso, y porque lo obligan las leyes, que la Administración pública, ahora más que nunca, tiene el deber de proteger, respetar y asegurar su conocimiento. Y eso se hace mejor si apostamos por la claridad como punto de partida.