El pasado junio, Arizona se convirtió en el sexto estado de Estados Unidos en declarar la emergencia estatal para hacer frente a la epidemia de heroína y opioides con receta, que en el 2016 dejó en su territorio una media de más de dos muertos diarios por sobredosis. «Tenemos que tomar medidas porque las sobredosis y muertes por opioides crece a un ritmo alarmante. Es hora de llamarlo por su nombre: es una emergencia», dijo el gobernador republicano, Doug Ducey.

EEUU empieza a despertar de su letargo, décadas después de que empezara a gestarse en sus clínicas y hospitales un cambio en el tratamiento paliativo del dolor, que, en nombre de una pretendida compasión, dio pie a que la prescripción de narcóticos se extendiera como una plaga. El resultado se llora en sus morgues. El año pasado murieron una media de 142 estadounidenses al día por sobredosis. Más de 8 millones de americanos abusan del OxyContin o el Percocet, según estimaciones federales, y 2,5 millones son adictos a esos medicamentos opioides o a la heroína.

Donald Trump prometió, en campaña, actuar, pero sigue sin declarar formalmente la «emergencia nacional» que invocó. Ante esta pasividad, varios estados han tomado la iniciativa con declaraciones de emergencia que han servido para destinar fondos adicionales a la lucha contra las drogas, a la desintoxicación con metadona o buprenorfina, a la naloxona, que revierte rápidamente los efectos de las sobredosis; o de cambiar las leyes para que la adicción se afronte como un problema de salud pública. Pero a ojos de los expertos, todo está yendo demasiado lento.