Quiso ser sacerdote pero terminó cambiando Hollywood y retratando la América más convulsa. Reflejó sus obsesiones, como la culpa y la redención. Cruzó los géneros. Descendió al abismo tras coquetear con las drogas. Y realizó películas que forman parte de la historia del cine. Intelectual, enérgico e influyente como pocos, el cineasta Martin Scorsese (Nueva York, 1942) es el ganador del premio Princesa de Asturias de las Artes 2018, un galardón dotado con 50.000 euros que en el 2015 recayó en otro gigante del cine, Francis Ford Coppola.

El jurado destaca la renovación cinematográfica realizada por el director estadounidense a lo largo de más de una veintena de películas que lo convierten en «una figura indiscutible del cine contemporáneo». Autor de obras maestras como Taxi Driver, Toro Salvaje y Uno de los nuestros, su filmografía --con un estilo propio para mover las cámaras y bandas sonoras memorables-- forma parte de la historia del cine. El jurado recuerda que, a sus 76 años, Scorsese se mantiene en plena actividad, «aunando con maestría innovación y clasicismo». Su nombre fue escogido entre 35 candidaturas de 21 países.

Si la religión le hubiera entrado hasta dentro del alma, quizá el mundo hubiera perdido un cineasta genial. A Scorsese, un chaval solitario que creció en las calles de Nueva York, le atraía tanto la liturgia de la misa que se metió a monaguillo. Su familia era católica y estudió en un seminario. El desencanto asomó cuando no le aceptaron en la universidad católica. Eso sí, a lo largo de su carrera como cineasta nunca ha abonado sus obsesiones: la culpa y la redención. «Ambos son dos elementos constantes en mi vida, lo cual puede parecer un poco extraño. ¿Cómo puede un director de cine, que muestra sus trabajos a todo el público, hablar de redención cuando no todo el mundo cree en ello? Es parte de mi cultura, son pensamientos que no me abandonan», aseguró en una entrevista a raíz del estreno de Silencio, película basada en el libro de Shusaku Endo que cuenta las tribulaciones de dos jesuitas en el Japón del siglo XVII.

CATARSIS DE VIOLENCIA // Cuando se estrenó Taxi driver --realizada con un presupuesto ínfimo y ganadora de la Palma de Oro en Cannes en 1976-- el director se metió en un cine para ver cómo reaccionaba el público. «El público decía: venga, dale, dale», confiesa el realizador en el libro Scorsese por Scorsese. Él, sin embargo, había tenido otro objetivo. Crear una catarsis de violencia, sí, pero para que la gente la rechazara. Scorsese la rodó pensado que hacía más un trabajo por amor al arte que un éxito comercial. Jamás imaginó que se convertiría en un clásico del cine. Después de ‘Taxi driver’, el cineasta empezó a coquetar con las drogas. Por suerte, salió con vida. Y su nombre pasó a formar parte de la historia del cine. Eso sí, tuvo que esperar al 2007 para recibir un Oscar (por Infiltrados).