"Oye, Pepi, ¿aprobó tu hijo?", preguntó Javier Arenas hace unos meses ante un nutrido grupo de testigos a una edil popular de un pueblo andaluz. Ella, estupefacta, contestó afirmativamente, sin poder ocultar su satisfacción por el hecho de que su jefe de filas, además de recordar su nombre, no había olvidado la conversación exprés mantenida semanas atrás sobre las pruebas que su hijo tenía por delante. ¿Prodigiosa memoria u oficio adquirido? La respuesta es lo de menos, pero el esfuerzo por aparentar cercanía es una de las señas de identidad de Arenas, un hombre que tiene fama de vivir y pensar como un político desde que se levanta hasta que se acuesta.

Este dirigente conservador (que cuenta con un notable sentido del humor) nació el día de los inocentes de 1957 en Sevilla, aunque toda su infancia se desarrolló en Cádiz. Está casado y tiene tres hijos. Licenciado en Derecho y funcionario en excedencia, inició su andadura política como cachorro de la UCD de Adolfo Suárez, donde adquirió tablas aprendiendo al lado del exministro de Cultura Manuel Clavero, a quien siempre ha considerado su mentor.

Antes de integrarse con los populares de forma definitiva, Arenas, de raíces democristianas, fue concejal en el Ayuntamiento de Sevilla, hasta que en 1989 se convirtió en diputado nacional tras pasar por el Parlamento andaluz. Un año más tarde, José María Aznar tomó las riendas de un PP en el que Arenas se convirtió en el vicesecretario general al que se encomendó la estrategia para conseguir el mayor reto del entonces líder conservador: sacar del poder a Felipe González, erosionado tras tantos años de gobierno.

Sostienen algunos de los que por aquel entonces ya compartían partido con Arenas que el andaluz falló en sus cálculos y propició que su jefe tuviera más expectativas de las debidas en las elecciones de 1993, que volvió a ganar el PSOE. Y algo así debió de pensar el propio Aznar para que decidiera enviar a Arenas de vuelta a Andalucía a batallar con Manuel Chaves y a sufrir nuevos descalabros propiciados por un electorado que, con independencia de las campañas de imagen que se pusieron en marcha contra reloj, seguían viendo a Arenas como el prototipo del señorito andaluz.

Javierito, o el niño, o el capricho de las nenas --algunos de los diminutivos o motes que ha tenido en estos años--, tuvo que esperar hasta 1996 para volver a la política nacional: el PP ganó las generales y Aznar lo rescató y lo convirtió en ministro de Trabajo, o en Campeón, como se le llamaba con cierta sorna en aquellos tiempos en que hacía furor en los pasillos del Congreso el apodo que le habían puesto los guiñoles de Canal+.

Chanzas a un lado, Arenas logró forjarse una imagen más centrista desde aquel ministerio gracias a los acuerdos que, en trabajo y en materia de pensiones, logró con sindicatos y patronal. Aznar hizo suyos esos pactos y los vendió públicamente con orgullo y hasta la saciedad para dar una pátina de centro a su partido. "¿Cómo logró convencer a los sindicatos para firmar aquellos acuerdos?", se le preguntó en una charla informal con periodistas hace un par de años. "Con mucha conversación y muchas bandejas de cacahuetes, que a alguno de mis interlocutores le encantaban, por cierto", respondió el político andaluz.

Tras su paso por Trabajo llegaron nuevas responsabilidades en el Departamento de Administraciones Públicas y en el partido, del que fue secretario general. De ahí a la vicepresidencia segunda del Gobierno y al Ministerio de Presidencia.

Pero su carrera volvió a reorientarse tras la inesperada derrota que el PP, ya con Rajoy como candidato, sufrió en las generales del 2004. Arenas recuperó las riendas del partido en Andalucía y se presentó, sin suerte, a los comicios andaluces del 2008. También Rajoy tastó la derrota y Arenas, junto a Francisco Camps, le ayudó a sostenerse en el PP. Ayer pasó el examen de las urnas en Andalucía por cuarta vez. Aprobó, ganó e hizo historia, pero no logró el sobresaliente que se le exigía para la plaza.