La pandemia de COVID-19 nos ha afectado, de un modo u otro, a todos los habitantes del planeta. Y también a la ciencia.

Imagínese dedicar trece años de su vida a un proyecto y que todo se vaya al traste por culpa de los confinamientos de marzo de 2020.

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Algo así fue lo que le pasó al equipo del Doctor José-Alain Sehel, Doctor de la Universidad de la Sorbona de París, miembro del Instituto Nacional de Salud e Investigación Médica y del Centro Nacional de Investigación Científica de Francia.

El equipo se centró desde el principio de su investigación, hace más de una década, en el estudio de la ceguera hereditaria.

Este tipo de ceguera, que tiene lugar como consecuencia de un trastorno genético, privan a los ojos de una proteína esencial para el correcto funcionamiento de la visión. El funcionamiento normal hace que las células fotorreceptoras se encarguen de capturar la luz que entra en nuestros ojos para después enviar una señal eléctrica a las células ganglionares y de ahí al cerebro a través del nervio óptico.

Un complejo funcionamiento que, con ese fallo de origen por la falta de esa proteína imprescindible, impide el correcto desarrollo de la visión del paciente.

Este tipo de cegueras hereditarias, al tratarse de un error genético, impide la reparación de los fotorreceptores de un modo sencillo ya que las células están muertas.

Para solucionarlo diseñaron un dispositivo con forma de gafas. Una vez desarrollado y obtenido el éxito en sus pruebas con primates, abrieron el ensayo con humanos.

La terapia consistía en inyectar en un ojo de cada voluntario los genes capaces de desarrollar esas proteínas en las células ganglionares. Posteriormente había que esperar varios meses para que eso sucediera y después enseñar a los voluntarios a utilizar las gafas.

Y de repente, la pandemia, los confinamientos… en definitiva, la COVID-19. Solo lograron el objetivo con uno de los voluntarios.

Fue ese voluntario quien después de siete meses utilizando las gafas durante su día a día logró ver las franjas de un paso de peatones.

Con la pandemia bajo mínimos en el verano de 2020 pudieron capacitarle aún más para el uso del dispositivo y los resultados, ya en laboratorio, siguieron llegando: fue capaz de extender la mano y tocar objetos voluminosos como un cuaderno e incluso contar correctamente el número de vasos ubicados sobre una mesa en 12 de las 19 pruebas hechas.

El logro, después de años de entrega y dificultades, había llegado.

El tratamiento, en detalle

Son más de 13 años de investigación para llegar a este punto de éxito científico. El estudio, que ha sido publicado en Nature Medicine, describe el uso del tratamiento.

Un tratamiento que consiste en utilizar unas gafas especiales que le acabaron dando una visión borrosa en un campo de visión estrecho. Una prueba de concepto exitosa para futuros tratamientos más efectivos.

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El uso de la optogenética para lograr este hito ha pillado por sorpresa a muchos científicos que no creían en una posible aplicación clínica de esta técnica.

Es de ella de la que se han servido para agregar proteínas sensibles a la luz a las células de la retina, que también son nervios y, por tanto, pueden ser una pequeña extensión del cerebro. Una forma diferente de llegar a él.

El siguiente escollo radicaba en la falta de sensibilidad de ciertas proteínas optogenéticas para producir una imagen a partir de la luz natural recibida.

Para salvar ese problema de falta de luz, el equipo del Doctor Sahel llegó a la conclusión de que era necesaria una proteína sensible, únicamente, a la luz ámbar, más agradable a la vista.

Gracias a esta vuelta de tuerca con respecto a otras investigaciones han sido capaces de llevar esas proteínas a las células ganglionares de la retina.

Llegado a este punto, el equipo de Sahel diseñó esas gafas anteriormente mencionadas que son capaces de transformar la información visual que todos recibimos, en luz ámbar para que fuera reconocida por las células ganglionares.

La duda estaba entonces en si el paciente, su cerebro concretamente, iba a ser capaz de utilizar esa información de un modo correcto. Se trataba, como dice el coautor del estudio, el oftalmólogo de la Universidad de Basilea, Botond Roska, «de que el cerebro aprenda un nuevo idioma».

Gracias a que algunas de las pruebas también se realizaron con electrodos capaces de medir la actividad del cerebro del paciente se ha podido detectar que cuando las gafas envían señales a la retina se activaron partes del cerebro involucradas en la visión.

Hacen falta aún muchos resultados positivos aún para conseguir un desarrollo definitivo de este novedoso tratamiento, pero el hallazgo supone un salto enorme en la investigación.