Crímenes olvidados de Castellón: Un mediático juicio para el novio que mató a su novia
Pedro Pablo Usó conoció la sentencia en medio de una gran expectación. La Guardia Civil tuvo incluso que despejar la sala ante el caldeado ambiente que ahí reinaba. Esta es la segunda parte de un asesinato que conmocionó a Burriana y a buena parte de la provincia en el año 1912.
Dada la exaltación de la gente por ese crimen, y para evitar su linchamiento, la Guardia Civil trasladó al acusado desde la prisión a la Audiencia Provincial para la celebración del juicio a las siete de la mañana, antes de la llegada de trenes y tranvías procedentes de Burriana.
El procesado llegó a la Audiencia Provincial en un carruaje, custodiado por una pareja de la Guardia Civil. Vestía de negro, de media estatura, rubio y con aspecto sano. Los guardias le condujeron hasta una sala anexa a la de togas donde permaneció cuatro horas hasta el comienzo de la primera sesión del juicio a las once de la mañana.
El público, gran parte de él proveniente de Burriana, comenzó a concentrarse frente a la Audiencia a partir de las nueve, aumentando conforme pasaban el tiempo hasta reunirse un gran gentío. Tres parejas de la Guardia Civil vigilaban en el interior y varios policías cacheaban a todos los que entraban. A las once comenzó la vista, entrando en tromba en la sala, quedando muchas personas en la calle por estar ya abarrotada.
El procesado cambió su declaración respecto de la que anteriormente había prestado en el sumario. Manifestó que el hermano de su novia quiso agredirle con un cuchillo y que, en el forcejeo entre los tres, la novia resultó herida mortalmente. El fiscal hizo que se leyeran las anteriores declaraciones, resaltando sus contradicciones.
En la prueba testifical declaró la madre del acusado, que puso de relieve su carácter autoritario. Destacaron las declaraciones de María Ferrer, que relató que el procesado confesó haber matado a su novia mostrándole la mano manchada de sangre, y de Manuel Sebastiá, que aseguró haber escuchado la misma confesión.
En el segundo día del juicio se reforzaron las medidas de seguridad: una cuarta pareja de guardias civiles en la entrada, identificación obligatoria y cacheos. El acusado fue trasladado a las seis de la madrugada, permaneciendo aislado hasta el comienzo de la vista. Presentaba un aspecto de gran tranquilidad.
La defensa alegaba que el hecho no era asesinato, sino resultado de una pelea sin intención de matar, describiendo al acusado como un hombre “locamente enamorado”. El público reaccionó con gritos de “¡Fuera! ¡Fuera!”, y la sala tuvo que ser desalojada tras encontrarse incluso un revólver en un asistente.
La vista se suspendió veinte minutos. Por la tarde se reforzaron aún más las medidas de seguridad, entrando primero mujeres y después hombres.
Los jurados emitieron su veredicto tras media hora de debate. El tribunal condenó a Pedro Pablo Usó González a dieciocho años de reclusión temporal y al pago de cuatro mil pesetas de indemnización a los herederos de la víctima.
Tal era el ambiente que, acabado el juicio, el acusado permaneció en la Audiencia hasta las doce de la noche, cuando fue trasladado a prisión para evitar un linchamiento.
Trágico hecho ocurrido en Burriana en 1912 que costó la vida a una joven de 17 años. El culpable del hecho estuvo varias veces a punto de ser linchado por los vecinos de la población. El crimen ocurrió a las 22.15 del 25 de julio en el domicilio de la víctima, Vicenta María Musoles Muñoz, sito en la calle Virgen de la Merced de Burriana. La citada Vicenta y Pedro Pablo Usó González, de 20 años, mantenían una relación de noviazgo que últimamente parecía que iba de capa caída. La cuestión es que la noche de autos se vieron ambos en la casa de la novia y esta dio por terminada la reunión tras una acalorada disputa y subió a su habitación, donde, tras cerrar con pestillo, comenzó a desnudarse.
Al novio le sentó mal que Vicenta tuviese por acabada la conversación, subiendo rápidamente la escalera hasta la habitación. Tras romper la puerta de un fuerte empujón y coger a su novia por la fuerza, la arrastró hasta la planta baja de la casa, donde con un cuchillo de cocina le atravesó el corazón causándole la muerte inmediata. El criminal se presentó voluntariamente ante las autoridades. Lo sucedido fue tan rápido que los otros dos habitantes de la casa, la madre de Vicenta y su hermano, de 19 años, no pudieron evitarla.
La noticia del crimen corrió como la pólvora por Burriana, soliviantando los ánimos de la población. La Guardia Civil, consciente de ello, intentó trasladar a Pedro Pablo Usó González, a las tres de la madrugada de la noche de autos, desde el Retén de la Policía donde se hallaba recluido a Nules, a cuyo partido judicial pertenecía entonces Burriana. Sin embargo, y pese a las horas, la noticia de que ese individuo iba a ser trasladado a Nules se esparció por Burriana, concentrándose en la plaza Mayor, donde estaba el Retén Policial, gran cantidad de gente esperando la salida del criminal, ansiosa de tomarse la justicia por su mano.
La Guardia Civil, vista la actitud nada tranquilizadora del público reunido, despejó la plaza; y como medida de precaución sacó al detenido y lo llevó por las calles menos concurridas para llevarlo al Juzgado de Instrucción de Nules. Pero la gente se dio cuenta de la maniobra y, como sabían que llevaban al criminal a dicho Juzgado, se adelantaron a la Guardia Civil y se fueron a la carretera de Nules, por la cual necesariamente había de pasar el preso. La Guardia Civil consiguió pasar el cordón de ciudadanos congregados y llevar, sano y salvo, al joven a Nules.
El juicio se celebró a finales del año siguiente ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón. Duró dos días en sesiones de mañana y tarde. El fiscal calificaba los hechos como constitutivos de un delito de homicidio con las agravantes de ejecutar el hecho con ofensa o desprecio del respeto que por el sexo mereciera la ofendida y en su morada; e interesaba que se le condenase a 18 años de reclusión temporal y al pago de 3.000 pesetas de indemnización a los herederos de la víctima. La familia se personó como acusación particular, con abogado y procurador, calificando los hechos como asesinato y solicitando la pena de cadena perpetua. Por su parte, el abogado defensor consideraba que los hechos eran constitutivos de un delito de imprudencia con resultado de muerte e interesaba que se impusiera a su cliente la pena de seis meses y un día de prisión correccional.
El juicio despertó gran expectación en Burriana, por ser agresor y víctima personas de una buena reputación social y económica, aparte de por la propia naturaleza del hecho. En una primera ocasión, en que el juicio se suspendió por causas procesales, una gran cantidad de personas que pretendía asistir a las sesiones vieron pasar al procesado custodiado por la Guardia Civil. Esta tuvo que intervenir para calmar los ánimos, profundamente excitados, que pedían a gritos el castigo del acusado; después, tras suspenderse el juicio, al ir a trasladar al procesado de vuelta a la cárcel, tuvieron que custodiarlo varias parejas de la Guardia Civil, a la que costó ímprobos esfuerzos contener al público.
Esa misma mañana el padre de la víctima se encontró cara a cara con el asesino de su hija, sufriendo una profunda impresión, teniendo que ser trasladado al Círculo Mercantil por sus paisanos de Burriana para recuperarse.
Fueron la causa de la muerte de la mujer. Los calzoncillos que remendaba cuando su marido la vio y no eran los suyos, sino de otro. La conclusión que sacó el marido era clara: su mujer fornicaba con un amante. Veamos los hechos.
José Gil Cerdá, de 35 años, y su esposa, Mariana Monterde Vicente, de 29 años, ambos naturales de Puertomingalvo (Teruel), vivían en Castelló en una casa de la calle Climent, frente a la entonces nueva escuela de Els Mestrets. Se habían casado hacía ocho años y tenían una niña de un año que la madre aún amamantaba. Dicho matrimonio había venido a Castellón desde su pueblo en busca de trabajo, trabajo que no encontraron, facilitándoles vivienda un Guardia Civil retirado, Agustín Masip, que habitaba en la misma como inquilino. El marido sospechaba de la fidelidad de su mujer, creyendo que se entendía con Masip. Un día, tras un escándalo, José Gil decidió separarse de su mujer, marchándose de la vivienda, viviendo un mes separados.
A las 8.00 horas del 9 de diciembre de 1907 José Gil se dirigió a la casa de la calle Climent en la que vivía su mujer, y se la encontró en la puerta de la calle zurciendo unos calzoncillos que no eran los suyos. Ello le enfureció hasta el paroxismo, que creyó que así se demostraba que su mujer tenía un amante. Por ello, sacó una navaja que clavó diez veces en el cuerpo de su mujer, causándole heridas que provocaron su muerte. Al sentirse acuchillada, Mariana pidió auxilio, acudiendo el inquilino de la casa, que era el citado guardia civil retirado, desplomándose en sus brazos.
En otra fuente se relata una versión algo diferente, informándose que en el día de autos se presentó en el domicilio José Gil, procedente de la Ribera, pidiéndole unos calzoncillos limpios a Mariana, quien se dirigió a la habitación de Masip donde tenía dicha prenda que acababa de coser, regresando con los calzoncillos, tijeras e hilo cuando, al volver a encontrarse con su marido éste la agredió de la manera relatada. De todos modos, bien se acepte esta versión, bien la otra, fueron los celos el detonante del crimen.
A los gritos de la mujer acudió el guardia municipal José Alicart, que salió en persecución del agresor, alcanzándolo. Cuando llegó a su altura, Gil se hizo un gran tajo en la garganta con la misma navaja, clavándosela, además, en un costado, con ánimo de matarse, causándose heridas de las que sanó posteriormente. El guardia municipal taponó la herida evitando que muriera desangrado. Por su parte, Mariana presentaba heridas en la parte superior de la espalda, hombro, cuello y cabeza, siendo la más grave una que le partía la lengua y destrozaba la parte inferior de la boca. Tanto el marido como la mujer fueron transportados al hospital para su atención médica, donde falleció Mariana a consecuencia de las heridas sufridas en febrero de 1908. Los celos del marido fueron la causa de este horroroso crimen.
El juicio se celebró dos años después ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón. Se celebró a puerta cerrada a petición del abogado defensor del acusado, alegando que iban a salir asuntos secretos del matrimonio que no debían hacerse públicos. Los jurados pronunciaron un veredicto de culpabilidad, por lo que el tribunal de derecho dictó sentencia condenando a José Gil Cerdá como autor de un delito de parricidio a la pena de cadena perpetua.
El invitado
El 19 de junio de 1878 varios jóvenes de Vistabella invitaron a un amigo de otro pueblo a cenar. La cena transcurrió apaciblemente, pero al terminar se vio que sobraba un pan, discutiendo entre ellos sobre el destino de dicho pan. Para unos debía quedarse en la casa en la que habían cenado y para otros debía llevárselo uno de los amigos a su casa. Como puede leerse, no era un profundo problema metafísico.
El invitado, con buen sentido, dijo que daba lo mismo, que era igual que se quedase allí o que alguien se lo llevase, pero eso sentó muy mal al hijo del dueño de la casa en la que habían cenado, cuyo alias era Curto, el cual manifestó que no era lo mismo y, sin más, sacó una navaja con la que apuñaló al invitado causándole la muerte a la vista de todos. Una peculiar manera de considerar las cosas.
Soy hombre para quitarte la novia
Esa frase fue precisamente la causa de su muerte. El hecho ocurrió en Vistabella en el año 1911.
El día 18 de julio de 1911 se hallaban reunidos varios jóvenes en la taberna de Tomás García, sita en la calle Mayor de Vistabella del Maestrazgo, hablando y bebiendo vino. Sobre las once de la noche salieron de la misma dos de ellos. Timoteo Vicente Conejos, de 19 años de edad, en unión de su amigo Bienvenido Castillo y al llegar a la esquina de la casa de este último, en la calle del Arrabal de San Juan.se pararon para despedirse.
En aquel momento llegó Manuel Modesto Robles Escrig, de 22 años, que vivía en las afueras del pueblo, donde habitaba en unión de sus padres. Como se había quedado en la taberna antes citada, les extrañó que viniera en aquella dirección, preguntándole si tenía pesolina–planta utilizada para alimentar el ganado y como abono vegetal- a secar en alguna era y si venía de vigilarla por si se la robaban. El Modesto contestó que venía de hacer una necesidad, preguntándole al Conejos:¿Es cierto que tu has dicho que no soy hombre para quitarte la novia? Y al contestarle el Conejos que: Eso ya lo sabes, el Robles sacó un cuchillo que le clavó al Conejos, el cual, herido, sacó un revólver con el que persiguió al Robles, corriendo detrás de él setenta metros, disparándole cuatro tiros, fallando todos debido a que la herida del Conejos le impedía asegurar la puntería.
A consecuencia de este hecho murió al poco rato, a consecuencia de la cuchillada, Timoteo Vicente Conejos. El agresor fue detenido.
El juicio se celebró al año siguiente y duró dos días. Los jurados pronunciaron un veredicto de culpabilidad respecto de Manuel Modesto Robles Escrig, dictando sentencia a continuación el tribunal de derecho condenando al mismo, como autor de un delito de homicidio, a la pena de catorce años, ocho meses y un día de reclusión temporal, mas al pago de las correspondientes indemnizaciones a los herederos del muerto.
¡Matar por una tontería así! Hoy nos parece increíble, pero en aquella época se tomaban estas cosas muy en serio, como puede verse.
Precaución ante todo
Curioso suceso ocurrido en San Mateo en 1908 que acabó sin desgracia alguna, gracias a la labor preventiva de la Guardia Civil.
En la noche del día 1 de diciembre de 1908 la Guardia Civil del puesto de San Mateo se encontró con un joven de 16 años de edad, Vicente Ferreres Ferreres, que paseaba por las calles de dicha población llevando un hacha en la mano. Los guardias, asombrados, le preguntaron que adónde iba con el hacha, contestándoles el Ferreres que la llevaba por si alguien me chista, por lo que los guardias procedieron a decomisarle la misma antes de que ocurriese alguna desgracia, pese a que el joven insistía en que la llevaba en defensa propia.
No cabe duda de que Vicente Ferreres era un hombre precavido, nadie le hubiera llevado la contraria, de encontrarse con él. Nadie le hubiese chistado.
Los enterradores de Vistabella
Curioso suceso ocurrido también en Vistabella en febrero de 1914. Es muy breve, pero sumamente ilustrativo del empecinamiento de uno.
En el mes de febrero de 1914 el Ayuntamiento de Vistabella cesó al hasta entonces enterrador de la villa y nombró otro para que ocupara su puesto. El nuevo enterrador fue a buscar al anterior para que le entregara las llaves del cementerio, negándose rotundamente éste a hacerlo. El Alcalde le ordenó que las entregase. Ni pensarlo. En enterrador entrante acudió a la Guardia Civil para que obligase al cesante a entregarle las llaves del cementerio, pero tampoco lo consiguió. Al final todo se arregló cuando el nuevo enterrador buscó un cerrajero que el abrió la puerta de dicho lugar y cambió la cerradura.
Vivir para ver. Está ben claro que al anterior enterrador no le sentó nada bien su cese y amaba su trabajo tan peculiar.
Y el enterrador de Vial-real
Se trata de un caso parecido al anterior. Era un tipo curioso. El día 8 de agosto de 1910 fue declarado cesante Pascual Ventura Torres como enterrador del cementerio de Villarreal. El hombre llevó muy a malas su cesantía y en el entonces barrio de Villarreal de las Alquerías del Niño Perdido armó un gran alboroto jurando y perjurando ante la gente que el cura párroco y el alcalde de Villarreal habían de perecer a sus manos.
Visto que el hombre estaba sumamente excitado, se avisó a la Guardia Civil, la que acudió y calmó los ardores homicidas de Pascual, ocupándole una pistola, de lo que se dio cuenta al juzgado. Por suerte, las amenazas nunca se cumplieron.
El asesino de 91 años
Uno creería haber visto ya de todo, pero la vida cotidiana no para de sorprender. Y ahí está este caso que voy a relatar: un vecino de Alcora que mató a otro, presuntamente para robarle. Ya se me dirá cuánto iba a disfrutar del dinero si el autor del crimen tenía noventa y un años de edad. Lo sucedido fue lo siguiente: Sobre las diez de la noche del día 16 de mayo de 1910, los vecinos de la calle de los Dolores de Alcora oyeron unos gritos apagados de auxilio que partían del interior de una casa de dicha calle. Alarmados por ello, los vecinos llamaron repetidas veces a la puerta de dicha casa sin que nadie les abriera, prosiguiendo los gritos de lamentos y auxilio. Ante ello, decidieron trepar por la fachada, alcanzando el balcón de la vivienda, a través del cual entraron en el interior de la misma. El espectáculo que vieron cuando llegaron a la cocina no fue precisamente agradable. Allí encontraron a Manuel Gimeno Leal, natural de Jérica y vecino de Alcora, todo demudado, lívido, con las manos manchadas de sangre, pronunciando frases incoherentes y sin sentido, presa de gran excitación.
A su lado, tendido en el suelo, boca abajo, se encontraba el dueño de la vivienda, Mariano Grangel Gasch, de 67 años de edad, que seguía emitiendo continuos quejidos y lamentos, el cual presentaba numerosas heridas de las que manaba una gran cantidad de sangre. Enseguida fue trasladado a una casa de la vecindad donde recibió asistencia médica, siendo calificado su estado de gravísimo, falleciendo a las pocas horas.
En la cocina de la vivienda en la que ocurrieron los hechos se encontró un martillo empapado de sangre, que era el arma utilizada por Manuel Gimeno para cometer el hecho. El cuerpo de Mariano Grangel presentaba heridas de doce martillazos en la cabeza. Éste mantenía buenas relaciones con su agresor, que habitualmente iba a su casa. El propio Manuel Gimeno manifestó que había ido a visitar a Mariano Grangel para pasar la velada con él, pero ya con el plan preconcebido de matarlo que luego puso en ejecución. Las investigaciones de la Guardia Civil apuntaban a que el móvil del crimen era el robo, pues la víctima era soltero y tenía una buena posición económica y que Manuel Gimeno entró en la casa para visitar a Mariano Grangel como había hecho ya en otras muchas ocasiones, pero esta vez con la intención de matarlo y apoderarse del dinero de la víctima.
Pese a la avanzada edad del autor del crimen, noventa y un años, Manuel Gimeno Leal estaba en excelente forma física, siendo robusto y seguía ejerciendo su profesión de carpintero. El Juzgado de Instrucción dictó contra él auto de procesamiento e ingreso en prisión preventiva. El juicio se celebró al año siguiente ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón. Para entonces el acusado tenía ya noventa y dos años de edad. El fiscal calificaba los hechos como constitutivos de un delito de asesinato.
El veredicto de los jurados fue de culpabilidad, pero apreciándole varias atenuantes alegadas por la defensa, dictando sentencia el tribunal de derecho condenando a Manuel Gimeno Leal a la pena de doce años y un día de reclusión temporal y al pago de las indemnizaciones correspondientes. Vivir para ver.
Los jurados lloriqueantes
Era el principal defecto de la Ley del Jurado de 20 de abril de 1888. Los jurados siempre fueron fácilmente impresionables y manipulables, mucho más que los jueces profesionales. En el caso que nos ocupa varios jurados se pusieron a llorar al oír el informe del abogado defensor.
Se juzgaba por el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón a Francisco Saborit Monferrer y a Miguel Monferrer, ambos vecinos de Alcora, de un delito de homicidio cometido en dicho término municipal en un día no concretado del segundo semestre de 1896. No he podido averiguar la identidad de la víctima. Tras la práctica de la prueba testifical, el fiscal retiró la acusación respecto de Miguel Monferrer, que fue puesto inmediatamente en libertad, manteniéndola respecto del Saborit.
Los jurados emitieron un veredicto de inculpabilidad, dictando, de conformidad con el mismo, sentencia absolutoria la Sección de Derecho. Parte del público y de los jurados se pusieron a llorar al oír el informe del abogado defensor. Según un corresponsal de un diario de la época que asistió al juicio, el informe del abogado defensor no había defraudado las esperanzas de su auditorio. Su palabra brillante, correcta y persuasiva; el colorido de tanta y tanta imagen con que a menudo amenizaba su informe y los raúdes de sentimiento con lo que pretendía vigorizar su hermoso lenguaje producían en el público muy gratísima emoción, y momentos ha habido en que parte del público y también del jurado no han podido contener su llanto. Obsérvese que el abogado no iba a los hechos, sino a las palabras rimbombantes y coloridas así como a imágenes y palabras brillantes. Eso es lo que les gustaba oír al público y a los jurados. ¿Se imagina el lector ver llorando a los jurados que habían de emitir su veredicto? ¡Qué vergüenza!
Agustín Salviá, que era secretario del Juzgado Municipal de Llucena, según los informes de la Guardia Civil solía beber vino en exceso, lo que hacía que frecuentemente provocase altercados diarios en su propia casa, exasperándose cuando no le daban sus padres el dinero que les pedía, amenazándolos con que volaría la casa el día menos pensado. Y lo hizo. El 1 de junio de 1907 Agustín Salviá fue al comercio de Fermín González, de Llucena, donde compró un kilo de dinamita, diez pistones y diez varas de mecha. Para evitar toda sospecha, pues no todos los días compraba uno dinamita, dijo que el pedido era para la mina de San Vicente, siéndole expedida la misma.
Dos días después, estando en su casa, sita en la plaza de la Villa de Llucena y, en el rellano de la escalera interior que provenía del comedor, Agustín colocó los diez cartuchos, que cargó con el kilo de dinamita ya referenciado y encendió las mechas respectivas, quedándose él junto a los cartuchos.
La explosión, ocurrida a las ocho y veinte de la mañana, fue terrible, ocasionando un gran estruendo. A consecuencia de la misma se derrumbaron la mitad de las paredes de la escalera en su segundo tramo, parte del techo, además de arrancar de cuajo una de las ventanas del comedor, que es por donde salió la onda expansiva. Agustín Salviá había decidido suicidarse de esta manera tan peculiar. Él mismo quedó completamente cubierto por los escombros, pero, cosa curiosa, aunque los mismos cubrían todo su cuerpo, la cabeza sobresalía de los mismos. No murió en seguida, sino que aún vivió dos horas, muriendo en su habitación de la misma casa que él había dinamitado.
El padre de Agustín se encontraba en aquel momento desayunando en el comedor de su casa, hablando con un convecino, Tertuliano Puerto, que era procurador de los tribunales. El techo del comedor se hundió a consecuencia de la explosión, sepultando a ambas personas, resultando gravemente herido el padre de Agustín Salviá Fabregat y ligeramente Tertuliano. La esposa del suicida, de Agustín, se salvó porque en aquel momento se encontraba en la cocina, que era una dependencia aparte de la casa y a la hija del mismo tampoco le ocurrió nada porque en aquel momento se encontraba levantándose de la cama, estando su habitación en un cuarto colocado bajo la bóveda inferior de la escalera interior que resistió perfectamente los efectos de la explosión. Agustín Salviá tenía cuarenta y seis años de edad cuando cometió el hecho. El hecho ocurrió en plena plaza del Ayuntamiento. En seguida acudieron la Guardia Civil, autoridades y vecinos para auxiliar a los moradores de la casa.
El hermano que mató a su hermano
Espeluznante suceso ocurrido en Almazora el día 23 de diciembre de 1900. Una anciana que vivía con su hijo Pascual Arquimbau, de profesión labrador, en una casa de la calle del Carmen de dicho pueblo cayó enferma de gravedad. Sobre las cuatro de la tarde de dicho día se le administró la extremaunción y, mientras estaba el sacerdote haciéndolo, estaban presentes los hijos de la moribunda, Pascual y Manuel Arquimbau Safont, de profesión este último empleado del resguardo de consumos, junto a la cama de su madre.
Apenas se marchó el sacerdote, Manuel exclamó, refiriéndose a su madre: ¡Qué pobre y qué trabajada te vas al otro mundo!, palabras que sentaron muy mal al otro hermano, que las consideró peyorativas para su madre, ante lo que le lanzó una botella que contenía medicamentos de la enferma, botella que se encontraba en una mesita al lado de la cama. Ante tal agresión, Manuel respondió abalanzándose sobre su hermano, quedando ambos agarrados y, esgrimiendo ambos sendas navajas, se acuchillaron mutuamente al lado de su madre, la que expiró mientras sus hijos intentaban matarse entre sí.
Como consecuencia de la pelea cayeron ambos al suelo, resultando muerto Manuel Arquimbau Safont por su hermano Pascual de un navajazo en el pecho. Los vecinos presentes trataron por todos los medios de separar a ambos hermanos sin conseguirlo. Inmediatamente salieron en busca del sacerdote que acababa de administrar la extremaunción a la madre, encontrándole aún en la calle, el cual volvió a la casa donde ya encontró muerto a Manuel, al que le administró también la extremaunción. Pascual estaba también gravemente herido en el cuello por arma blanca.
Pascual Arquimbau Safont se recuperó de sus heridas y fue juzgado al año siguiente por el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón. Tras la práctica de la prueba el fiscal retiró la acusación, considerando que concurría la circunstancia eximente de legítima defensa, interesando la absolución del acusado, dictando el tribunal de derecho sentencia absolutoria, siendo puesto inmediatamente en libertad.
Un lamentable hecho ocurrió en Catí el 1 de mayo de 1891. Este día se encontró ahorcado en una masía del término municipal de esa localidad el cadáver de un anciano de setenta y tres años de edad. Todo hacía parecer que se trataba de un suicidio. Sin embargo, se observó que el cadáver tenía una herida contusa en la cabeza, lo que llevó a considerar que el anciano había sido asesinado y que se trataba de ocultar su muerte disfrazándola de suicidio.
Las investigaciones de la Guardia Civil dieron como resultado la detención de la hija del interfecto como presunta autora del mismo. Se trataba de Magdalena Segarra. El juicio contra la misma se celebró en la Audiencia de lo Criminal de Sant Mateu, que entonces existía. Fue condenada como autora de tal delito a la pena de reclusión perpetua. Los móviles que impulsaron a la hija a matar a su padre fueron por no tener que cuidarle, dada la avanzada edad del mismo. Vergonzoso. Sorprende su frialdad de ánimo preparando el parricidio de su propio padre y después, tratar de encubrirlo simulando un suicidio.
El asesino despiadado
Casi consiguió su propósito. Este trágico suceso ocurrió en Xert en el año 1877 y acabó con cuatro muertes, la de tres de las víctimas y la de su asesino.
Los hechos ocurrieron el domingo 25 de noviembre de 1877 en el lugar conocido como Plá del Gravet, del término municipal de Xert. A las cuatro de la madrugada de dicho día salieron de la Masía dels Bels en dirección al pueblo de Xert, para asistir a la misa del alba, los masoveros Joaquín Bel y su esposa, en unión de dos hijos de corta edad y de otros dos, más mayores, Bautista y Joaquín, y del jornalero de la casa, llamado Andrés Nos.
Al llegar al lugar citado, Plá del Gravet, fueron sorprendidos por Gabriel Bel Beltrán, alias Pincho, ex presidiario, que se encontraba al acecho en dicho lugar, armado con un revólver y una navaja, armas que exhibió, intimidándoles con la expresión "boca a tierra todo el mundo" a que se tumbasen en el suelo, lo que hicieron, atemorizados, conociendo la pésima fama del asaltante, el cual había cumplido condena por asesinato y lesiones graves y había salido dos meses antes de la cárcel. Entonces el Pincho les dijo que había tenido que vender sus bienes para pagar indemnizaciones por un delito de lesiones que había causado a un hijo del masovero y, considerándose ya perdido, había tomado la resolución de asesinar a toda la familia.
Acto seguido, sin más, disparó el revólver matando al masovero Joaquín Bel y a su esposa, así como al jornalero. Mientras cometía los asesinatos, los dos hijos del masovero se dieron a la fuga, llegando uno a una masía de Canet lo Roig y el otro a la masía de sus padres. Y si no mató a los dos hijos más pequeños fue porque iban metidos dentro de serones encima de una caballería, no llegando a verlos ni a oírlos el asesino. Considerando muertos a Joaquín Bel, a su esposa y al jornalero, el Pincho se dirigió, para continuar la matanza, a la masía de Joaquín Bel, mas allí se encontró, a unos cincuenta metros de la masía, con el hijo que había huido, el cual, acompañado de otro hermano, provistos uno de un garrote y el otro de una navaja, se dirigían al Plá del Gravet por si podían prestar algún socorro a sus padres.
El asesino, al verles, les intimó con la orden de "boca a tierra", lo que no obedecieron, atacándoles entonces, causándole el Pincho lesiones leves a uno de los hijos, mas el otro le dio un fuerte garrotazo en la cabeza que le hizo caer al suelo. El Pincho volvió a levantarse, pero entonces recibió otro garrotazo que le dejó completamente sin sentido. El Pincho murió a consecuencia de las heridas recibidas.
Se siguió causa penal contra los hermanos que mataron al Pincho, causa que fue sobreseída, es decir, archivada, a petición del fiscal por considerar que actuaron en defensa propia por los hechos que provocaron el desenlace. Era otra época: a las cuatro de la madrugada toda la familia, padre, madre y los cuatro hijos a misa del alba por en medio de las montañas. Es de alabar tanta capacidad de sacrificio.
Macabro suceso ocurrido en el término municipal de Atzeneta del Maestrat en el año 1923. Un hermano fue asesinado por un niño a instancias del otro hermano.
El día 11 de noviembre de 1923, domingo, se reunieron en la masía Cabrera, del término municipal de Atzeneta, los hermanos José y Joaquín Agut Aicart con el niño de diez años de edad, José María Juan Safont, jugando los tres a la pelota en las inmediaciones de la citada masía. Cuando acabaron de jugar se marcharon los tres a tomar el sol a un barranco próximo al Mas de Isidro, en la partida de Cabreres. Allí se tumbaron en tierra, quedándose dormido al poco rato José Agut Aicart. Al verlo durmiendo, su hermano Joaquín le entregó una pistola cargada y amartillada al niño citado, José María, diciéndole que le pusiera la pistola en la sien de su hermano y le disparara un tiro, amenazándole de muerte al niño si no lo hacía, añadiendo que, para el caso de que su hermano no muriese en el acto del disparo, él, Joaquín, le remataría con una gran piedra.
El menor, José María Juan, atemorizado por las amenazas de Joaquín hizo lo que éste le dijo, poniendo la pistola en la cabeza de José, disparando a continuación y provocándole la muerte en el acto. A continuación ocultaron el cadáver en una cueva próxima, tapándolo con tierra y piedras para evitar su descubrimiento. El cadáver fue descubierto por el padre de dichos hermanos que, acompañado por un perro, encontró el cuerpo de la víctima gracias al olfato del dicho animal.
Imagen que recrea el suceso.
Ni Joaquín ni el niño, José María, decían nada al respecto, siendo el niño el que, en su tercer interrogatorio confesó los hechos, manifestando que no lo había querido decir antes porque Joaquín le había amenazado de muerte si contaba algo de lo ocurrido. Por su parte, Joaquín, que tenía dieciséis años de edad cuando cometió el hecho, negaba su participación en el crimen aunque, tras la confesión del niño acabó reconociendo su intervención, añadiendo que si hizo que el niño matase a su hermano era porque este último le pegaba con alguna frecuencia.
En cuanto al niño José María Juan Safont, dada su edad, el sumario se sobreseyó libremente para él, es decir, se archivó definitivamente, estimando que no tenía el suficiente discernimiento para distinguir la bondad o maldad de lo sucedido.
El fiscal calificó los hechos como constitutivos de un delito de asesinato del que consideraba autor a Joaquín Agut Aicart, apreciándole la circunstancia atenuante de ser Joaquín menor de 18 años cuando cometió el crimen y la agravante de parentesco por ser hermano del agresor, interesando que se le impusiera una pena de catorce años, ocho meses y un día de cadena temporal y el pago de una indemnización de 5.000 pesetas a los herederos de la víctima. De manera subsidiaria interesaba que, caso de que se le considerase de aplicación la eximente de enajenación mental, se le ingresase en un hospital destinado a enfermos de esa clase. El abogado defensor hizo un relato diferente, contando que el niño se encontró la pistola en el suelo y disparó contra José, ocultando a continuación en cadáver del mismo. Añadía que su defendido Joaquín Agut era irresponsable del hecho por su estado mental, que le privaba completamente de razón, solicitando su absolución.
El juicio se celebró al año siguiente ante la Audiencia Provincial de Castellón. El acusado solo sabía hablar en valenciano y apenas entendía las preguntas del fiscal, que hablaba en castellano, contestando con términos vagos o con monosílabos y los dos médicos que acababan de informar, propuestos por la defensa, dijeron que el acusado estaba en un completo estado de imbecilidad, no idiota de nacimiento, sino imbécil, no atrófico sino un cerebro sin desarrollar, un cerebro defectuoso para adquirir desarrollo. Era el lenguaje de la época. El juicio se suspendió para determinar el estado mental del acusado.
En el año 1925 se volvió a celebrar el juicio oral. El acusado se presentó vestido al estilo del labrador, con blusa, pantalón alto y esparteñas. Contestó con monosílabos incoherentes a las preguntas del fiscal y de la defensa. Los informes periciales acreditaron que Joaquín Agut Aicart tenía una escasísima capacidad intelectual, informando los médicos que era congénita y casi incurable.
A la vista de dicha prueba, el fiscal modificó sus conclusiones provisionales, apreciando la concurrencia en Joaquín Agut Aicart de la circunstancia eximente de enajenación mental, solicitando la libre absolución del mismo con encargo de que se le vigilase, educase y cuidase. Es decir, pidió su internamiento en un centro para enfermos mentales. La Audiencia Provincial siguió el criterio del fiscal, dictando sentencia absolutoria respecto de Joaquín Agut Aicart y acordando su internamiento en un centro para enfermos de dicha clase del que no podría salir sin la aprobación del tribunal.
Triste y lamentable suceso sin duda. Los padres perdieron realmente a los dos hijos en un instante, uno muerto por su hermano y el hermano, completamente enajenado.
Horribles crímenes acaecidos en la masía dels Terrers, término municipal de Cervera del Maestre en 1890. El 3 de abril de dicho año, se presentaron en la citada masía, situada a nueve kilómetros de Cervera y a 12 ó 14 de Sant Mateu, Pedro Juan Besalduch Viñes, de 60 años, Bautista Besalduch Monzó y José Vicente Besalduch Monzó, padre el primero e hijos del mismo los otros dos. Todos ellos eran apodados Els Ratats del Gat. Al encontrarse con el dueño de la masía, Juan Bautista Balaguer Esteve, el Besalduch Viñes le disparó con un arma de fuego a la cabeza, entrándole el proyectil en un ojo y disparándole a continuación un segundo tiro en la espalda, causándole la muerte. Por su parte, Bautista Besalduch Monzó, al ver a la esposa del asesinado, Josefa María Sanz, que vivía en la misma masía que su marido, le disparó con una pistola, provocándole heridas que causaron su muerte a los pocos momentos.
Pero Bautista Besalduch Monzó, al ver al hijo del matrimonio habitante de la masía, Enrique Balaguer Sanz, ¡de un año y medio de edad!, este desalmado le golpeó con un objeto contundente en la cabeza causándole la muerte. A continuación, Bautista Besalduch Monzó, y con ánimo de matarla, golpeó en la cabeza a la otra hija del matrimonio, Sebastiana Balaguer Sanz, de cinco años de edad, causándole lesiones que tardaron 112 días en curar.
El tercer acusado era José Vicente Besalduch Monzó, el cual mientras sucedían estos crímenes estuvo vigilando todo el tiempo en la puerta de la masía por si se acercaba alguien y avisar a sus compinches de fechorías. Bautista y José Vicente Besalduch tenían menos de dieciocho años de edad cuando cometieron los hechos.
Los crímenes fueron descubiertos al día siguiente, cuando fue a dicha masía un vecino de Cervera llamado Pascual Escuder, natural de Benassal, que iba a pagar el importe de una bota de vino que anteriormente había comprado a Juan Balaguer Esteve. Al ver que toda la familia había sido asesinada, pero que la niña aún presentaba señales de vida, dicho vecino la recogió en brazos y la llevó a Cervera. Las declaraciones de la niña fueron las que permitieron la rápida identificación de los facinerosos y su detención, mostrándose la niña atemorizada cuando le presentaron a los tres Besalduch, al recordar los crímenes de los mismos.
En el juicio, como testigo fundamental compareció la niña Sebastiana, la cual manifestó que tres hombres, Lo Ratat lo Vell, Bautista Besalduch Monzó y José Vicente entraron y que Lo Ratat lo Vell —es decir, Besalduch Viñes— mató a su padre y Bautista Besalduch Monzó fue el que mató a su madre y a su hermano pequeño y la atacó a ella. El hecho ocurrió cuando estaban haciendo la comida y José Vicente no llegó a entrar en la casa. La niña dijo que, tras marcharse los asesinos, volvió en sí, se alimentó con garbanzos y vio como un cerdo de la masía devoraba el cadáver de su padre, mientras el perro jugaba con ella y comía los garbanzos que se le caían.
Tras esa declaración, el presidente del tribunal del jurado dispuso que la niña practicase un reconocimiento de personas allí mismo, reconociendo a todos.
El fiscal solicitaba para los tres acusados la pena de muerte. Todos ellos negaron haber participado en los crímenes y no solo eso, sino que acusaron de haberlos cometido al padre y hermanos del asesinado Francisco Balaguer. Otra vez volvió a declarar la niña Sebastiana Balaguer Sanz, la cual volvió a reconocer a los tres acusados en una rueda de reconocimiento que allí mismo se practicó, tras haberlos mezclado con varias personas del público asistente al juicio.
Cuando se suspendió una de las sesiones del juicio hasta el día siguiente se vio que había estado a punto de ocurrir una catástrofe. Era tal la cantidad de gente que llenaba la sala donde el juicio se celebraba que no pudiendo soportar el piso tanto peso comenzó a hundirse.
Al día siguiente se celebró una nueva sesión, tras haber reforzado antes el piso de la sala audiencia para evitar su desplome. El abogado defensor solicitaba la absolución de los acusados. El jurado emitió veredicto de culpabilidad y la Sección de Derecho de dicho tribunal del jurado de la Audiencia de lo Criminal de Sant Mateu dictó sentencia condenatoria.
El Tribunal de Derecho dictó sentencia considerando que las muertes de Bautista Balaguer y la de su cónyuge Josefa María Sanz constituían dos delitos de homicidio consumado, que la muerte del niño de año y medio de edad, Enrique Balaguer, constituía un delito de asesinato consumado y las lesiones sufridas por la niña de cinco años de edad, Sebastiana Balaguer, integraban un delito de asesinato frustrado, considerándose autores de todos estos delitos a los tres acusados. A Pedro Juan Bautista Besalduch le condenaron por cada uno de los delitos de homicidio a 18 años de reclusión, por el de asesinato frustrado a 16 años de cadena y por el de asesinato consumado a la pena de muerte. A los otros dos acusados, Bautista y José Vicente Besalduch, les condenaron a diez años y un día de prisión mayor a cada uno por cada uno de los asesinatos de Juan Bautista Balaguer Esteve y Josefa María Sanz, a otros diez años de prisión mayor por el asesinato frustrado de la niña y 16 años de cadena por el asesinato del niño. Los libró de la pena de muerte el tener menos de dieciocho años cuando cometieron los crímenes. El Tribunal Supremo confirmó dicha sentencia.
Los motivos de esos asesinatos no fueron económicos. Los autores no pretendían apoderarse de nada ni lo hicieron. Era únicamente el odio entre ambas familias lo que les llevó a cometer los crímenes.
Inmediatamente de que el Tribunal Supremo confirmó la sentencia comenzó un rosario de peticiones de indulto para el condenado a muerte. Incluso la reina de España intervino en favor de dicha concesión. Sin embargo, el indulto fue denegado. De las víctimas nadie se acordó. El 17 de diciembre de 1892 salieron tropas hacia Sant Mateu para garantizar el orden en la ejecución. Al día siguiente llegó el ejecutor de la justicia, es decir, el verdugo, a Castellón, siendo este Pascual Ten, y a las once de la mañana salió para Sant Mateu custodiado por la Guardia Civil. Dado que un gentío de unas 500 personas gritó e insultó al verdugo, este fue introducido en un carruaje preparado al efecto y consiguieron sacarlo de la ciudad.
El 17 de diciembre de 1892 se había trasladado al condenado a Sant Mateu y allí el día 18 se le leyó la sentencia del Tribunal Supremo que confirmaba su condena a muerte, noticia que recibió con relativa tranquilidad. El tiempo estaba lluvioso y tormentoso, lo que aumentaba la tristeza de todo ello. Pero, eso sí, una ejecución era una fiesta, por más que grupos aislados protestasen contra la ejecución y así, con mal tiempo y todo, de los pueblos cercanos a Sant Mateu acudió a la población una verdadera cascada de gente con ánimo de ver el espectáculo.
El patíbulo se levantó a la salida de Sant Mateu, en un campo inmediato a la carretera de Morella. Y dado el temporal reinante que hacía que el servicio telegráfico funcionase con intermitencias, por si acaso llegaba a última hora la concesión del indulto, el gobernador civil ordenó que parejas de la Guardia Civil se colocasen de manera escalonada entre Castellón y Sant Mateu para comunicar rápidamente dicha noticia si se producía. El servicio telegráfico de Sant Mateu permaneció abierto toda la noche precisamente por ello. El indulto no llegó. El 19 de diciembre de 1892 el condenado cenó en unión de varias personas que le acompañaron, mostrándose tranquilo y sereno. Comenzó a deprimirse bien entrada la noche, pues sabía que su ejecución estaba prevista para el día siguiente. Dijo a los que en ese momento le acompañaban que era inocente de los hechos por los que había sido condenado y que lo que más le preocupaba era la afrenta que caería sobre su familia por morir así.
El día siguiente, 20 de diciembre, Besalduch subió al patíbulo tranquilamente a las ocho de la mañana. Un gran gentío rodeaba dicho patíbulo esperando ver morir al condenado. Cuando ya estaba sentado en la silla en la que iba a ser agarrotado se levantó, pidiendo permiso para hablar que le fue concedido, y dirigiéndose a la gran multitud que allí se había reunido dijo: «Soy inocente y pago por otro, perdón, perdón». A continuación, el ejecutor de la justicia hizo funcionar el garrote y Besalduch fue ejecutado. Al menos fue rápida su muerte, pues el verdugo era hábil en su profesión.
Un castigo bestial
Horroroso hecho sucedido en Nules el 11 de febrero de 1882 cuando un niño de once años de edad, de carácter difícil y revoltoso, fue castigado por su padre. Para ello le ató a un poste situado en la terraza de su casa, amenazando a su hijo con imponerle un castigo más fuerte si se lamentaba o pedía auxilio, marchándose a continuación a trabajar al campo, dejando a su hijo en tal situación.
El pobre niño, una vez que se había ido su padre, prorrumpió en lamentos, lamentos que fueron oídos por un pariente suyo, el cual subió a la terraza y lo desató.
Al volver el padre de los trabajos del campo y ver a su hijo libre, volvió a atarle de los brazos, colgándolo de las ataduras a una viga donde el pobre niño permaneció tres días, hasta que los vecinos, que oían los lamentos del mismo, obligaron a su padre a desatarle y denunciaron los hechos en el Juzgado, pero ya era tarde, pues el niño tenía los brazos gravemente lesionados y la gangrena se había extendido a uno de ellos, que tuvo que ser amputado para tratar de salvarlo, pero así y todo, el pobre niño perdió la vida a consecuencia de las lesiones citadas el 15 de febrero de 1882. Su padre fue detenido y se le incoó el oportuno proceso penal. Reconoció los hechos.
Por desgracia, nada más he podido averiguar de este hecho tan horrible. El hecho provocó una gran indignación en Nules.
Una noche de bodas asombrosa
El hecho ocurrió en Morella en el año 1876. Nunca se pudieron averiguar las razones de lo sucedido.
El día 20 de noviembre de 1876 contrajo matrimonio un joven. Este joven estuvo muy triste todo el día de la boda y solo a base de insistentes ruegos accedió a tomar parte en el bureo o fiesta que se celebraba. Lo peor vino a continuación: por la noche se fue a dormir a un pajar, sin estar con la novia recién casada. Al día siguiente su familia se fue a una misa que se celebraba en una ermita cercana, excusándose el recién casado de asistir. Cuando la familia volvió de la misa a la masía se encontró cadáver al novio. Se había disparado un tiro, en uno de los corrales del ganado, con una escopeta por debajo de la barbilla.
No se pudieron averiguar las razones de esa conducta del novio. Lo único que se me ocurre es que iba forzado a ese matrimonio. La pobre novia debió sufrir lo suyo, entre lo sucedido y la trascendencia del hecho, pues fue rápidamente conocido en toda la comarca.
El padre que envenenaba a la hija y la hija que envenenaba a su madre
Curiosísimo hecho ocurrido en Santa Magdalena de Pulpis el 21 de agosto de 1903. La vecina de dicho pueblo, Concepción Beltrán, estaba tranquilamente cocinando un puchero en su casa, cuando en una de las miradas que echó al mismo para comprobar su evolución se encontró con la sorpresa que alguien había echado una gran cantidad de fósforos de los llamados de cartón, es decir, cerillas con el palo de ese material, dentro del mismo, con ánimo de envenenarla.
Concepción denunció el hecho a la Guardia Civil, la cual, tras una serie de investigaciones, detuvo como presuntos autores del hecho al padre de Concepción, Francisco Beltrán y a la hija de dicha Concepción, Francisca. Ambos detenidos confesaron ser los autores del hecho, añadiendo que querían envenenar a Concepción por antiguos resentimientos, roces y rencillas que habían tenido anteriormente.
Desgraciadamente, no he podido averiguar nada más de este curioso suceso.
Un hombre tranquilo
Y tanto que lo era. Y con suerte. El hecho ocurrió en el término municipal de Santa Magdalena de Pulpis en el año 1916.
En la mañana del 5 de octubre de dicho año José Diego Sales, de 16 años de edad, vendedor ambulante, vecino de San Mateo, se sentó en medio de la vía del tren de Barcelona a Valencia, en el término municipal de Santa Magdalena, en el kilómetro 127 de dicha vía férrea, encendiendo tranquilamente un cigarro, tumbándose y quedándose dormido a continuación entre los dos carriles.
Estando dormido en medio de la vía le pasó por encima un tren de mercancías completo. No lo mató, solo resultó José Diego con una herida de ocho centímetros en la cabeza y varias contusiones en diversas partes del cuerpo. No hay duda de que José Diego Sales era una persona con suerte. Sobrevivió a eso.
La Audiencia Provincial de Castellón dictó sentencia el 27 de abril de 1889, condenando a Peregrina Montins Saura como autora de un delito de parricidio, con las agravantes de premeditación conocida y veneno, es decir, con alevosía, a la pena de muerte. El Tribunal Supremo confirmó la sentencia de la Audiencia Provincial.
El indulto no le fue concedido pese a las numerosas peticiones que se hicieron en tal sentido, de manera que el 4 de diciembre de 1889, la citada Peregrina, acompañada por cuatro guardias civiles fue conducida a Llucena para su ejecución. Para no asustarla le dijeron que la llevaban a prestar declaración en el juzgado, pero ella no se dejó engañar y contestó que donde iba era al balcón, es decir, al patíbulo.
El verdugo que había de ejecutarla, el de la Audiencia Territorial de Valencia, era Pascual Ten Molina, pero como era la primera vez que iba a realizar una ejecución, vino también el verdugo de la Audiencia Territorial de Barcelona, ya experto en la materia, para ayudarle en su trabajo y enseñarle el oficio. El 7 de diciembre de 1889 llegaron ambos verdugos a Castellón, durmiendo en la cárcel, pues nadie quería tenerlos como huéspedes en posada alguna.
El carro que transportaba a Peregrina Montins Saura llegó a Lucena a las once y cuarto de la mañana, parando frente a la cárcel. La plaza estaba ocupada por una multitud de gente esperando verla, entre ellos muchísimas mujeres y niños y los balcones de las casas también. Peregrina los miró al bajar del carro, recorriendo con sus ojos la plaza y al entrar en la cárcel de Llucena volvió la vista atrás mirando de nuevo a la gente que abarrotaba la plaza y exclamó en valenciano: “Quanta gent ha eixit a veure’m, estic molt contenta, m’han rebut molt bé”.
El domingo 8 de diciembre de 1889 llegó a Llucena una compañía de soldados del regimiento de Otumba para garantizar el orden.
El día 9 de diciembre el secretario judicial, acompañado del juez municipal de Lucena y otras dos personas le leyeron la sentencia de muerte a Peregrina. Conforme se le leían los considerandos de la sentencia. La misma contestaba que: Eso no es verdad y, en concreto decía: “fals y mal”. Terminada la lectura de la sentencia Peregrina fue puesta en capilla en la misma habitación o celda que ocupaba, colocándose en la misma un crucifijo y un pequeño altar.
Peregrina pidió estar sola para rezar, marchándose todos excepto un guardia que quedó vigilando a la misma, arrodillándose ante el crucifijo y rezando unos diez minutos. Luego se quitó la ropa ordinaria que vestía y se colocó el hábito de la Dolorosa que le serviría de mortaja, y encima de éste, la hopa con la que los condenados iban al patíbulo. A continuación, llamó a una amiga del pueblo llamada Saturnina y le entregó una moneda de plata de cinco pesetas, para que la cambiase por monedas más pequeñas y mandó que su importe se distribuyese entre los hermanos de la propia Peregrina, dando una peseta a cada uno de dos de sus hermanos y seis reales, o sea, peseta y media, a cada uno de sus otros dos hermanos más pobres. Peregrina no tenía más bienes que el duro en cuestión. Su ropa la distribuyó entre dos sobrinas hijas de sus hermanos y una pequeña cantidad que tenía de frutos como higos y nueces mandó que se entregasen a los pobres, y a los soldados de la guardia mandó que les entregasen un puchero lleno de miel que le habían regalado hacía pocos días.
La noche antes de la ejecución, agotada por la tensión nerviosa, se durmió profundamente, teniendo que ser despertada por el sacerdote que la asistía, que la tuvo que llamar cuatro veces. Oyó misa, recibiendo la comunión y a las cinco y media de la madrugada tomó algo de caldo y vino y, a continuación, llorando se puso la hopa con la que estuvo hasta la hora de salir.
El 10 de diciembre de 1889, día de la ejecución, Peregrina bajó con tranquilidad de la cárcel y subió al carro que iba a llevarla al patíbulo que, al final, quedó instalado en el punto denominado Les Forques. Bajó tranquila del carro y subió al patíbulo acompañada por dos sacerdotes, sin necesidad de apoyarse en ellos. Encargó que rezasen una salve a la Virgen de los Desamparados, pidió perdón al pueblo y se sentó en la banqueta en la que estaba instalado el garrote, instrumento que hizo funcionar el verdugo provocando la muerte de Peregrina.
El lugar estaba lleno de gente, hombres, mujeres y niños que con gran interés presenciaban la ejecución, tanto de Llucena como de los pueblos inmediatos que habían acudido en masa a presenciar el espectáculo, un gentío que la prensa de la época calificó de inmenso. A la puesta del sol del día de la ejecución fue retirado el cadáver de Peregrina, que estuvo expuesto a la vista pública a lo largo de todo el día. De la víctima no se acordó nadie.
Se trata de un suceso acaecido en Bejís en 1881 que acabó con la muerte del marido de la acusada a cargo de un tercero al que la primera le había prometido casarse si lo mataba. Un caso que recuerda a otro más reciente sucedido en Valencia y protagonizado por María Jesús Moreno Cantó, conocida como Maje, que incitó a su amante Salvador Rodrigo a acabar con la vida del que era su esposo, Antonio Navarro, en el barrio de Patraix.
Los hechos fueron los siguientes: la acusada Joaquina Montolío sostenía relaciones amorosas ilícitas con Javier Pradas, ambos vecinos de Bejís, desde julio de 1881. El marido de Joaquina, Juan Lázaro, sospechando la existencia de dichas relaciones, la reprendió. Para continuar con su relación extramatrimonial, eliminando el obstáculo que representaba su marido, Joaquina instó a Pradas para que lo matara, ofreciéndole casarse.
El 4 de octubre de 1881 Joaquina reprodujo de nuevo y con insistencia su deseo de que matara a su marido, manifestándole que al día siguiente saldría el mismo para Segorbe con el objeto de vender unos cerditos en el mercado, diciéndole que sería la mejor ocasión para matarle en el camino, amenazándole con que, si no lo mataba, no le miraría más.
Tal como tenía previsto Juan Lázaro, marido de la acusada, sobre las nueve de la noche del 5 de octubre de 1881 salió de su casa por el camino de Segorbe, llevando en una borrica dos canastas con tres cerditos de leche que había de vender en el mercado de dicha ciudad. Advertido Pradas de su marcha por los gruñidos de los cerditos, tomó su escopeta, en la que colocó dos balas sobre la carga de perdigones que ya tenía, y se dirigió por el camino de Torás, apostándose sentado junto a un ribazo oculto entre las frondosas cepas, donde esperó a Lázaro, que apareció sobre las once de la noche, y desde el sitio que ocupaba, sin ser visto por éste y después que pasó por su frente, le disparó la escopeta a una distancia de unos cinco metros y luego, para asegurarse de que Lázaro moría, con una navaja tiró un golpe en la cara al mismo Lázaro, el cual cayó al suelo, y en esta posición le dio otro navajazo en el cuello, muriendo Lázaro.
Pradas regresó a su casa, y al día siguiente participó a Joaquina que ya estaba muerto su marido. En la madrugada del siguiente día fue encontrado el cadáver de este último. Se observaron multitud de heridas en el cuerpo de Lázaro, de las que dos eran mortales, pues una herida abdominal lo era y también la herida cervical, produciéndose la muerte con rapidez por la hemorragia y asfixia que produjo esta herida, que le impidió toda defensa. Descubierto lo que pasó, los dos acusados, Joaquina y Pradas, fueron detenidos. Joaquina confesó los hechos manifestando que le entraron deseos de matar a su marido porque vivía mal con él, ya que sospechaba que andaba ella en relaciones ilícitas con los jóvenes.
La Sala de lo Criminal de la Audiencia Territorial de Valencia condenó a los dos acusados a la pena de muerte. A Joaquina como autora por inducción de un delito de parricidio, con las circunstancias agravantes de premeditación y alevosía, y a Javier Pradas como ejecutor material directo de un delito de asesinato. Al imponerse la pena de muerte, la Ley de Enjuiciamiento Criminal establecía que, aunque las partes no hubiesen recurrido la sentencia en que dicha pena se imponía, se entendía interpuesto y admitido el recurso de casación ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo. Es lo que ocurrió aquí, si bien, sorprendentemente, los abogados de los condenados a muerte manifestaron no encontrar méritos para interponer el recurso de casación contra la sentencia. Dicho de otro modo, no veían motivos de defensa de los condenados y, en consecuencia, no alegaron ninguno, por lo que la sentencia de la Sala de lo Criminal de la Audiencia Territorial fue confirmada.
El Gobierno indultó a ambos condenados de la pena de muerte por Real Decreto de 23 de noviembre de 1882 “por haber dado pruebas de arrepentimiento”, sustituyéndola por la de cadena perpetua para Javier Pradas y por reclusión perpetua para Joaquina Montolío. Por Real Decreto de 9 de septiembre de 1907 se les indultó a su vez de estas dos últimas penas, siendo puestos en libertad tras cumplir casi 26 años de reclusión.
Espeluznante suceso ocurrido en el pueblo de Altura en el año 1934 que acabó con la muerte violenta de una joven por su ex novio.
El día 26 de julio de 1934 se hallaban recogiendo manzanas en una huerta denominada El Busquet, de dicho término municipal, las jóvenes vecinas de Altura Ramona y Concha Molina Carot, ambas hermanas, solteras, de 23 y 19 años de edad respectivamente, acompañadas de sus amigas Aurelia Martín Salvador, de 22 años, y Francisca Gómez Barrachina, de 27.
Cuando ya volvían todas juntas a Altura les salió al encuentro desde un campo de maíz el joven vecino de dicho pueblo, Manuel Ballester Marqués, alias El Bollo, soltero, de 28 años de edad, vecino de Altura, donde residía en la calle del Pavo, que había sido anteriormente novio de Concha, el cual, dirigiéndose al grupo de jóvenes les dijo con voz enérgica: "Vosotras, marcharse y tú, Concha, quédate", preguntándole ésta al Ballester que adónde iba, contestándole éste: "A matarte", abalanzándose a continuación sobre Concha, esgrimiendo un cuchillo.
Al verlo, la hermana de Concha, Ramona, y una de sus amigas, Aurelia, trataron de evitar que El Bollo apuñalase a Concha, interponiéndose entre ambos, por lo que El Bollo le dio una puñalada en el muslo izquierdo a Ramona, causándole lesiones para, sin más interrupción, abalanzarse nuevamente sobre Concha, cayendo ambos al suelo y, rodando, hasta un barranco donde El Bollo apuñaló a Concha hasta causarle la muerte.
Al ver lo sucedido, Ramona y las otras dos jóvenes corrieron aterrorizadas en dirección a Altura pidiendo auxilio, hasta que cerca del pueblo encontraron a varias personas de las que unas acompañaron a Ramona a la casa del médico y otras dieron cuenta al juez municipal de lo sucedido.
A continuación, Manuel Ballester El Bollo se presentó en el cuartel de la Guardia Civil de Segorbe donde manifestó que momentos antes y en las proximidades del Molino de los Frailes, del término de Altura, había dado muerte a su novia –debió de haber dicho ex novia– Concepción Molina Carot, entregando el cuchillo de catorce centímetros de hoja y tres y medio de anchura que había empleado en el crimen. La empuñadura de dicho cuchillo era blanca, de hueso. En la hoja había grabada una inscripción que decía: "Vivan los amantes de Teruel."
El crimen causó una gran indignación en Altura. La víctima, Concepción, vivía con sus padres en la calle de San Juan de dicho pueblo y había mantenido relaciones de noviazgo con el citado Manuel Ballester, labrador de oficio, que, según se contaba, su propia familia estaba muy disgustada por el comportamiento del mismo, a quien se tachaba de poco amigo del trabajo y de tener un carácter brusco y algo desatinado en el hablar y proceder, gozando de poca consideración entre sus amistades.
De Manuel Ballester se llegó a decir que tenía el aspecto de un hombre degenerado, afirmación, evidentemente, carente de base, limitándose a ser meras opiniones que se emitieron sobre El Bollo, pero que evidenciaban el ambiente en el pueblo acerca del mismo.
Manuel Ballester padeció de tuberculosis ósea, quedándole a consecuencia de ella inútil el brazo izquierdo, manifestándole la entonces novia suya, Concepción, que debía romper la relación de noviazgo por cuanto siendo pobres los dos no podría, por desgracia, mantener una familia.
Otra fuente que he manejado atribuye la ruptura de la relación amorosa por parte de Concepción a consejos de su familia ante la conducta irregular de su novio.
Según las investigaciones, El Bollo tomó muy a mal esa ruptura de la relación, propagando infundios sobre su, hasta entonces, novia a la que incluso llegó a amenazar, habiéndole algunos vecinos del pueblo oído decir que la mataría asaltando la casa y pegándole fuego después. El despecho y rencor aumentaron cuando Concepción tuvo un nuevo novio. Pocos días antes de los hechos se le oyó decir que antes de que volviese de Aragón el novio de Concha, la mataría.
El juicio se celebró al año siguiente ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón. Los jurados consideraron a Manuel Ballester Marqués El Bollo como autor de un delito de homicidio, dictando sentencia el tribunal de derecho condenándole por tal delito a la pena de catorce años de reclusión y al pago de quince mil pesetas de indemnización a los herederos de la fallecida por el delito de homicidio y a un año de prisión por el de lesiones graves, por las causadas a Ramona.
Lúgubre suceso ocurrido en Suera en la noche del 27 de febrero de 1891, en el que fue asesinado, en plena calle de dicho pueblo, Pascual Calatayud Pallarés.
Al poco de cometidos los hechos fueron detenidos los presuntos autores del crimen, José García Martí, alias Canonge, José Soler Balaguer, alias Chato, Miguel Cervelló Ventura y Pascual Calatayud Moliner, alias Pascualot, que, pese a su coincidencia con el nombre y primer apellido de la víctima, no era pariente de ella.
El fiscal relataba en su escrito de acusación que Miguel Cervelló y Pascual Calatayud Moliner ‘Pascualot’ contrataron como sicarios al Canonge y al Chato, habiéndoles ofrecido o pagado –esto no se averiguó–, una determinada cantidad de dinero si mataban a Pascual Calatayud Pallarés. A las diez de la noche del 27 de febrero de 1891 se juntaron los cuatro individuos en un callejón que va desde la plaza Mayor a la calle Nueva de Sueras. Por allí iba también Pascual Calatayud Pallarés. Delante de él iban, según el fiscal, los inductores del asesinato. Detrás de la futura víctima, los dos sicarios. El Canonge y el Chato, como buenos sicarios y hombres de negocios, pensaron en obtener una mayor tajada que la ofrecida por sus compinches Cervelló Ventura y Calatayud Moliner y le dijeron a Calatayud Pallarés que les habían contratado para matarle pero que, si él aceptaba, en lugar de matarlo a él matarían al Cervelló, mostrándole las armas que para realizarlo llevaban.
Seguía relatando el fiscal que Pascual Calatayud Pallarés era un hombre honrado y, a pesar de las diferencias que tenía con el Cervelló, rechazó la oferta e indignado, giró en dirección opuesta, dando la espalda al Canonge y al Chato, los cuales, visto que rechazaba su propuesta, procedieron a cumplir la aceptada del Cervelló Ventura, disparándole repetidas veces con unas carabinas de repetición que portaban, por la espalda, a traición, causándole heridas que produjeron su muerte a las dos horas.
El fiscal calificaba los hechos como constitutivos de un delito de asesinato alevoso, considerando inductores del mismo a Miguel Cervelló y a Pascual Calatayud Moliner alias Pascualot, para los que solicitaba la imposición de la pena de cadena perpetua, y la pena de muerte para José Soler Balaguer alias Chato y José García Martí alias Canonge, como autores directos del crimen. La acusación particular, en nombre de la familia de la víctima, consideraba también los hechos como un delito de asesinato con alevosía, pero añadiendo la concurrencia de la agravante de nocturnidad, interesando la imposición de la pena de muerte para los cuatro procesados. En cuanto a las defensas, un abogado defendía a los dos inductores y otro a los ejecutores directos del crimen, negando todos ellos la participación de sus clientes en los hechos, solicitando la absolución de los mismos.
Los hechos fueron enjuiciados por un tribunal del jurado, celebrándose el juicio en la sala capitular del ayuntamiento de Onda para poder dar cabida al gentío que quería asistir al mismo, acudiendo la mayor parte de los vecinos de Suera y Tales. En él, además de los acusados, declararon 124 testigos. El juicio duró varios días. Las declaraciones testificales no fueron precisamente buenas para el Canonge, el Chato y Pascualot, pero exculparon a Miguel Cervelló por lo que, tras la práctica de la prueba, el fiscal retiró la acusación respecto del mismo, que fue puesto inmediatamente en libertad. El acusador particular retiró igualmente la acusación respecto de dicho procesado.
El pueblo de Onda estaba lleno de gente por el juicio en cuestión. Pero no se desarrollaba con tranquilidad y así, tanto el fiscal como el acusador particular y varios jurados recibieron anónimos con amenazas y hubo presiones de diverso tipo. Asombrosamente, los jurados emitieron veredicto de no culpabilidad respecto de los tres acusados restantes, por lo que la Sección de Derecho del dicho tribunal tuvo que dictar forzosamente sentencia absolutoria, siendo puestos inmediatamente en libertad todos los acusados.
La cuestión es que emitieron un veredicto que ya entonces se consideró un verdadero despropósito y una auténtica injusticia flagrante, que provocó el asombro de los asistentes al juicio e incluso de los medios de comunicación de Castellón y Valencia que se hicieron eco de dicho veredicto. Uno de los jurados, al salir de la sala de deliberaciones, estrechó calurosamente la mano de uno de los abogados defensores antes de que se leyera el veredicto. Mayor desvergüenza, imposible. La justicia, por los suelos.
El asesinato de Pascual Calatayud Pallarés quedó impune gracias a los individuos que formaban ese jurado. El Chato fue a su vez asesinado en Tales en 1904.
El hecho ocurrió en Castellón de la Plana el día 28 de junio de 1897. La autora fue Antonia Babiloni alias ‘La Borriolera’ y ‘la Garrofina’, de 25 años de edad, la cual había sido novia de Antonio Belenguer Ramos, cabrero, con residencia en Castellón, de 24 años, habiendo trabajado la misma como criada en dicho domicilio. La Borriolera estuvo varias veces a punto de casarse con el Belenguer, impidiéndolo todas ellas la familia del novio, que no veía la unión con buenos ojos habida cuenta de la vida mundana que hacía la novia tras dejar el oficio de criada. Dicho de otro modo, la Babiloni ejercía la prostitución en una casa de lenocinio.
Las relaciones entre ambos fueron empeorando hasta el punto de que el Belenguer se convenció a sí mismo de que no le convenía casarse con la Antonia, por lo que dejó de verla. Cuando la Antonia observó que su novio ya no quería salir con ella manifestó en público que: “Si no es conmigo no se casará mi novio con ninguna otra, y a la tumba”, y lo cumplió. La acabó de decidir el hecho de que se enteró de que su novio se había comprometido con otra mujer a casarse.
A las cuatro y media de la tarde del día 28 de junio de 1897 Antonia fue a un campo en las cercanías de la ermita de Lidón, cerca de la alquería llamada La Sabatera, donde sabía que su novio trabajaba, llevando con ella un revólver de dos cañones. Al encontrar a Belenguer, Antonia habló con él y trató de convencerle una vez más de que recapacitase y se casara con ella y, al no conseguirlo, acalorada, le insultó y disparó los dos tiros del revólver en el vientre a Belenguer, causándole la muerte inmediata, cayendo sobre una acequia.
Antonia huyó a continuación, pese a que varios trabajadores que se encontraban en dicho campo, al oír el ruido de los disparos, acudieron en seguida al lugar de los hechos e intentaron reducirla, cosa que no consiguieron, causándole ligeras heridas, pero escapando la misma. Los trabajadores citados auxiliaron a la víctima, a Antonio Belenguer, pero fue inútil, pues ya había fallecido.
Antonia Babiloni regresó a continuación a su casa donde fue detenida por un guardia municipal, Vicente Ros, cuando estaba tranquilamente peinándose. La misma fue ingresada en prisión preventiva, mostrándose muy ufana de la atrocidad cometida.
Al año siguiente se celebró el juicio ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón. La vista despertó una gran expectación, acudiendo multitud de gente a presenciarla, no cabiendo todos dentro del palacio de justicia y teniendo que esperar muchos en la calle el veredicto que se emitiera. Babiloni llegó al palacio de justicia en un carruaje desde la prisión, custodiada por una pareja de la Guardia Civil, organizándose una buena algarabía cuando la gente la vio. Todos tenían curiosidad por ver la cara de la que había matado al novio. No era una cosa que pasara todos los días.
Comenzado el acto de la vista, Babiloni negó haber matado a su novio, alegando que el revólver lo llevaba su novio y, cuando estaba frente a él, a su novio se le disparó el revólver causándole la muerte. Explicación inverosímil que no podía aceptarse y que no se aceptó, pese a la manga ancha y tragaderas que tenían los jurados de la época. Se practicó abundante prueba testifical que no favoreció precisamente a la acusada. No tenía demasiadas simpatías.
El fiscal acusaba a Babiloni como autora de un delito de homicidio, concurriendo la atenuante de arrebato, y solicitaba la imposición a la misma de doce años y un día de reclusión. La defensa solicitaba su absolución por estimar que concurría la eximente de legítima defensa. Los jurados pronunciaron un veredicto de culpabilidad respecto de Antonia Babiloni, considerando que la misma fue la que disparó al Belenguer en el vientre causándole la muerte a los pocos momentos. También los jurados consideraron probados que al acudir Antonia al campo donde estaba el Belenguer, primero lo insultó, disparándole a continuación.
El tribunal de derecho, de conformidad con el veredicto mencionado, dictó sentencia condenando a Antonia Babiloni como autora de un delito de homicidio a la pena de doce años y un día de reclusión temporal y al pago de dos mil pesetas a los herederos del interfecto. Es decir, la condenaron a la mínima pena del delito de homicidio. Salió muy bien librada.
Los hechos ocurrieron en Vall de Uxó el día 12 de febrero de 1944. Ese día, el procesado Juan G. N., de 25 años de edad, fingiendo ser el dueño de un burro, lo vendió en Burriana, en presencia de varios testigos, a Manuel P. A. por la cantidad de mil doscientas pesetas, dinero que recibió de Manuel, entregándole el vendedor como carta de pago un recibo por dicha cantidad. Sin embargo, resultó que el burro no era del vendedor sino de su suegro, al que su yerno se lo había sustraído. El burro estaba valorado en mil cuatrocientas pesetas.
Lo más curioso del caso es que los hechos se descubrieron porque el yerno se presentó voluntariamente en el cuartel de la Guardia Civil, donde manifestó que realmente el burro era propiedad de su suegro, con el que convivía en la misma casa y se lo había quitado, añadiendo que se había gastado el dinero recibido. El burro fue recuperado y devuelto al suegro, con lo que resulta que el verdadero perjudicado fue el comprador del burro, Manuel, que pagó 1.200 pesetas por el mismo y se lo ocuparon, devolviéndoselo a su dueño, resultando Manuel estafado por el precio pagado, pues creía de buena fe que el burro era del yerno que se lo vendía.
Lo que realmente sucedió es que el yerno se arrepintió del hecho o, pensando que más valía tener paz en casa, confesó los hechos, recuperando su suegro el burro y, como eran parientes, al no haber violencia en la sustracción del burro a su suegro se le aplicó al yerno una excusa absolutoria, es decir, que no se impuso pena por el hurto del burro. Un yerno de cuidado, como puede verse.
La máquina de hacer dinero
Los hechos ocurrieron en un día no determinado del mes de marzo de 1949, cuando el procesado José I. M., de 65 años de edad, de buena conducta y de oficio relojero, condenado anteriormente por dos delitos de robo y uno de estafa, tras conseguir inspirar confianza y trabar amistad con Manuel F. M., al que había enseñado en Valencia pocos días antes una máquina con la que simulaba fabricar billetes del Banco de España, se presentó en el domicilio de Manuel, sito en La Vilavella, llevando en la maleta varios aparatos con los que le hacía creer que fabricaba dichos billetes, cuyos artefactos vendió al mencionado Manuel por treinta mil pesetas de la época. Como es de suponer, dichos aparatos no servían para nada y, por supuesto, Manuel F. M. perdió su dinero. Recuérdese: los hechos sucedieron en 1949 y tal cantidad era una verdadera fortuna.
El Fiscal acusó a José I. M., como autor de un delito de estafa, solicitando que se le impusiera la pena de doce años y un día de reclusión menor y el pago de treinta mil pesetas de indemnización. El abogado defensor interesaba para su cliente la pena de seis meses de arresto mayor y el pago de una indemnización de cinco mil pesetas; alegaba que entre ambos, acusado y víctima, había existido previas relaciones comerciales, en virtud de las cuales la víctima le debía al acusado veinticinco mil pesetas por comisiones y anticipos, y que en una visita que le hizo Manuel al acusado en su casa de Valencia vio una máquina que tenía el procesado, y al decirle este que servía para hacer billetes, le rogó se la vendiera en diferentes ocasiones, conviniendo en hacerlo así entregando Manuel cinco mil pesetas más, considerando extinguida la deuda de veinticinco mil; en resumen, alegaba que solo le estafó cinco mil pesetas.
Estos argumentos no fueron creídos por la Audiencia Provincial de Castellón, la que consideró que se trató de un engaño por parte del acusado a Manuel F. M., a quien hizo creer que la máquina en cuestión fabricaba verdaderos billetes, condenándole a la pena de doce años y un día de reclusión menor. Cumpliría la mitad de dicha pena, en aplicación de los beneficios de la redención de penas por el trabajo existente entonces –un día de pena menos por cada dos días trabajados– y de la aplicación de la libertad condicional que rebajaba la pena en un cuarto de su duración. Cuando se celebró la vista pública, el acusado llevaba ya dieciocho meses en prisión preventiva.
¿Cómo no se le ocurrió a la víctima lo absurdo que era pagar por una máquina que fabricaba billetes de curso legal cuando el dueño de la misma podía fabricar cuantos quisiera? ¿No se le ocurrió pensar que José I. M. no hubiera querido nunca vender una máquina así, ya que si la vendía dejaría de poder fabricar billetes? La avaricia ciega a las personas.
Terrible suceso ocurrido el día 2 de enero de 1899. Este día fue asesinado en la masía del Carrascal, término municipal de Morella, José Guimerá Mestre, de 29 años de edad, habitante y dueño de la misma. La familia dio cuenta del fallecimiento del mismo al Juzgado Municipal y a la parroquia, para que inscribieran su defunción. Alegaban los familiares que la muerte de José Guimerá se había producido por causas naturales, si bien el alcalde, Zaporta, tuvo sus sospechas de que podía haber sido objeto de muerte violenta, por lo que comunicó las mismas al Juzgado de Instrucción de Morella, que ordenó la autopsia del cadáver.
Conducido el cuerpo a Morella para su entierro, fue reconocido por el médico forense, el cual inmediatamente supo que había sido asesinado, pues el cuerpo presentaba 22 heridas de arma blanca, las cuales, para disimularlas, habían sido bien lavadas y cubiertas con pañuelos y ropas limpias.
La Guardia Civil detuvo como presuntos autores del crimen a Manuela Grau Boix, de 27 años de edad, esposa de la víctima, a Antonio Guimerá Pitarch, de 38 años, soltero y tío del interfecto, y a Ramón Querol Molins, de 25 años de edad, natural de Forcall y criado de la masía reseñada.
El juicio se celebró el año siguiente ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón y duró tres días. El fiscal acusaba a estos dos últimos de ser los autores materiales de la muerte de José Guimerá Mestre, y a su mujer, Manuela, de inductora del crimen, para lo que convenció a Ramón Querol de que a cambio de que matara a su marido le aseguraría su futuro. Al juicio acudió una enorme cantidad de gente de la comarca.
El fiscal relataba que en la noche del día 1 al 2 de enero de 1899 estaban reunidos junto a la lumbre de la masía del Carrascal José Guimerá Mestre, su mujer, Manuela Grau Boix, su tío Antonio Guimerá Pitarch y el criado, Ramón Querol Molins. Estaban calentándose junto al fuego cuando, de repente, Ramón Querol se abalanzó, navaja en mano, contra José Guimerá, clavándole varias veces la navaja. Antonio Guimerá le ayudó en esa labor de matar a su sobrino con un pincho. Cuando cayó muerto al suelo, la mujer de la víctima le dio una patada al cuerpo del mismo. El número de heridas ascendía a 22, habiendo sido causadas algunas de ellas por navaja y otras por pincho. Muerta la víctima, lavaron sus heridas y lo vistieron con ropa limpia para hacer creer que había muerto de enfermedad.
El fiscal calificaba los hechos de delito de parricidio respecto de Manuela Grau, para la que solicitaba la pena de muerte por garrote, y de asesinato para Antonio Guimerá y Ramón Querol, interesando que se impusiera al primero la pena de cadena perpetua y al segundo, la de muerte por garrote. Los abogados defensores solicitaban, el de Manuela su absolución y los de Antonio y Ramón, que se les condenase por homicidio y no por asesinato, estimando, además, que concurría la circunstancia atenuante de haber obrado en defensa propia.
La mujer fue interrogada por el fiscal al inicio del juicio, teniendo que interrumpirse su declaración porque no paraba de llorar. Tras Manuela fue interrogado el criado, Ramón Querol. A preguntas de su abogado defensor dijo que si mató a José Guimerá fue en defensa propia, acostumbrando a llevar siempre una navaja encima. Trató de exculpar a Manuela, diciendo que cuando la misma entró en el lugar su marido ya estaba muerto y que éste maltrataba a su mujer.
A continuación, declaró el tío de la víctima, Antonio Guimerá. Hubieron de leerse las declaraciones que había prestado anteriormente en el juzgado de instrucción de Morella, en las que reconocía los hechos tal como los relataba el fiscal. A preguntas de su defensa dijo que no hubo acuerdo para matar a José Guimerá ni habló nunca con nadie. También trató de exculpar a Manuela, diciendo lo mismo que su compinche, que la misma no estaba presente cuando mataron a su marido.
Se volvió a interrogar a Manuela Grau, la cual, de nuevo, en cuanto el fiscal inició el interrogatorio volvió a llorar haciendo casi imposible su declaración. Sin darse cuenta se contradijo en su propia declaración, pues manifestó que no estaba presente ni le pegó a su marido una vez muerto, antes al contrario, lo recibió en sus brazos para que no cayera al suelo. La pregunta es ¿cómo pudo hacer eso, si no estaba presente? Tras decir eso se dio cuenta de la contradicción, echándose a llorar de nuevo ante lo que el fiscal desistió de seguir interrogándola.
Pero Manuela, buena simuladora, dejó de llorar cuando empezó a preguntarle su abogado defensor. Añadió que las heridas que su marido le causó nunca necesitaron asistencia médica. El tribunal de derecho dictó sentencia en base al veredicto de culpabilidad de los jurados, condenando a Ramón Querol Molins y a Antonio Guimerá Pitarch a la pena de cadena perpetua a cada uno y a Manuela Grau Boix a ocho años y un día de prisión mayor.
En la noche del 2 de febrero del año 1879, después de haber cenado Joaquín Aparici Gonell, vecino de Atzeneta, en compañía de su mujer Antonia Monferrer, y de los hijos de ésta Teresa, Rosa, José, Filomena y María, de veinte, quince, trece, once y cinco años respectivamente, le pegó Joaquín un bofetón a Teresa y otro en seguida a José, mandándole a dormir, lo que efectuó éste, acostándose en el corral, donde aquel le dejó encerrado. A continuación Joaquín se dirigió a la cama donde, en compañía de sus otras tres hermanas, se hallaba ya acostada Teresa, a la que había hecho en anteriores ocasiones pretensiones deshonestas, que no habían sido atendidas, y diciéndola: "Ven, que te he de matar", la cogió por tres veces de las manos para sacarla de la cama y llevársela, no consiguiendo su objeto las dos primeras veces por oponerse su madre y hermana Rosa, pero sí la tercera en que, sacándola a la fuerza de la cama, la llevó arrastrando escalera abajo hasta el zaguán, a cuyo lugar llegaron Rosa y su madre, aquella con un candil encendido, intercediendo con sus súplicas para que dejara estar a Teresa. Joaquín, furioso, cogió un palo, con el que pegó un golpe a su consorte, causándola una fuerte contusión en el ojo izquierdo, de la que curó a los veinte días, la cual, amedrentada, huyó, descalza y desnuda, a una masía inmediata.
Apagada la luz, se escondió Rosa en el hueco de un banco y, acto seguido, teniendo Joaquín en tierra a Teresa, la apretó el cuello con las manos y el pecho con los pies, y diciendo ésta con voz casi moribunda: “Tío, por Dios, no me mate, y haga lo que quiera de mí”, pese a lo cual le pegó muchos golpes con unos palos en la cabeza, causándola grandes heridas con magullamiento y fractura de los huesos parietal y occipital, y una gran hemorragia cerebral, y por consecuencia, la muerte de Teresa en dicho lugar. Se encontraron a los lados del cadáver seis trozos de palo, dos de ellos procedentes de un cayado, tres de una tranca redonda muy gruesa, y otro de una varita triangular muy consistente, todos muy ensangrentados, y en dos de ellos adheridos cabellos de mujer. Joaquín Aparici huyó a continuación de la masía del Retoret llevándose dinero, siendo detenido días después.
En primera instancia se le condenó a cadena perpetua y en la segunda, la Sala de lo Criminal de la Audiencia Territorial de Valencia declaró que los hechos probados constituían los delitos de asesinato y lesiones menos graves, concurriendo en el asesinato, además de la alevosía, las agravantes de parentesco y nocturnidad, y en el delito de lesiones graves la también agravante de ser la ofendida mujer del ofensor, sin ninguna atenuante, condenándole por el asesinato en la pena de muerte en garrote vil e indemnización de 1.500 pesetas a la madre de la víctima, y por el de lesiones en la pena de seis meses de arresto mayor.
Contra esta sentencia interpuso recurso de casación el condenado ante el Tribunal Supremo, el cual desestimó su recurso, confirmando la sentencia que imponía la pena de muerte. Este alegaba en su recurso que no había tenido intención de causar un mal de tanta gravedad como el que produjo, pero ello fue rechazado por el Tribunal Supremo como no podía ser de otra forma, pues sí se hallaron al lado del cadáver seis trozos de palo... todos muy ensangrentados, lo raro y sorprendente hubiera sido el que no hubiese matado a su víctima, por lo que no podía estimarse que no hubiese tratado de matarla. Y todo esto sucedió a la vista de la hermana de la misma, Rosa, que, escondida bajo la escalera, lo presenció todo. El condenado era de cuidado, de una parte, pretendía abusar sexualmente de una de sus hijastras, de otra, pidiéndole esta que, por Dios, no la matase y que hiciera lo que quisiera con la misma, siguió pegándole hasta matarla.
Por Real Decreto de 16 de agosto de 1880 dicho asesino fue indultado, sustituyéndose la pena de muerte por la de cadena perpetua. Ese desalmado no indultó a su víctima, que solo tenía veinte años de edad al suceder los hechos. ¿Tendría sentimientos ese individuo?
Entre los consortes Manuel Porcar Palanques, conocido por Joaquín y apodado Maitenetes, y Peregrina Montins Saura, ambos vecinos de Llucena, que vivían en una casa en la calle San Antonio, existían desde hacía muchos años frecuentes desavenencias, que dieron lugar más de una vez a que vivieran por algún tiempo separados, amenazando en sus discusiones la mujer al marido con envenenarle, amenaza que creyó Manuel Porcar que su mujer había puesto en ejecución, por cuanto un día notó mal gusto en unas sopas que Peregrina acababa de servirle, por lo que, precavido, quiso que su mujer las probase primero, a lo que ella se negó, oponiendo una fuerte resistencia. Parecían haberse superado estas diferencias entre ambos, y el día 11 de agosto de 1887, otorgaron los dos testamento ante un notario de Llucena, testamento por el que se instituían mutuamente usufructuarios de sus bienes durante su vida.
Sin embargo dicha reconciliación fue más aparente que real, pues la mujer siguió en sus propósitos de envenenar a su marido y así, Peregrina Montins, en el mismo mes de agosto, se presentó en l’Alcora en la farmacia de Barrachina, que regentaba Julio Igual Cabedo, a quien pidió que le despachase, aunque costara seis u ocho reales, un medicamento que dijo necesitar para adormecer a un pariente, lo que no era verdad. Dichas explicaciones no convencieron a Julio Igual, el cual se negó a suministrárselo mientras no le presentasen receta del médico.
No cejó la procesada en su propósito y así, el día 19 del mismo mes de agosto –ocho días después de haber otorgado testamento–, fue la Montins a otra farmacia de Llucena, la de Ramón Monferrer, donde, con objeto de aparentar la legalidad de su petición, le presentó al farmacéutico un papel falso, que quiso hacer pasar por receta del veterinario de aquella localidad, pidiéndole un veneno de los más fuertes que tuviera, con la excusa de que lo quería para curar una pata a su burra, sin que consiguiese su objeto.
La mujer no se desanimó por esas negativas y continuó con su plan. Visto que no había conseguido los venenos buscó por otra vía. Y así, Peregrina Montins, que oyó durante la enfermedad de su marido que los polvos de cristal eran nocivos, pensó en administrárselos al mismo y, a tal efecto, consiguió la base de una copa rota, que picó y molió en su casa con dos piedras, preparando con parte de los polvos que obtuvo, agua y azúcar, un refresco que sirvió en la tarde del 23 de agosto de 1887 a su marido. Pese a que se quejó de que era muy espeso aquel azúcar, se lo bebió. Tres días después, como su marido se encontraba mal, aprovechando el día 26 la circunstancia de haberle prescrito el médico dos lavativas, añadió a éstas los polvos de vidrio que le restaban, provocándole la muerte a la una de la madrugada del 27 de agosto.
El médico que atendía al marido consideró sospechosa esta muerte, dando parte al Juzgado. El pobre hombre tenía perforaciones en estómago e intestinos causadas por el vidrio.
Peregrina Montins, contra quien se dirigió el procedimiento, confesó en un principio haber administrado a su marido Manuel Porcar, estando enfermo, polvos de vidrio o cristal por la boca y en lavativas. Confesó los hechos, los cuales comunicó también a sus compañeras de prisión, Manuela Ródenas y Catalina Ros, aunque luego se retractó, alegando que las había prestado siguiendo los consejos de dichas presas, que le manifestaron que de este modo evitaría la pena de garrote, negando rotundamente en el acto del juicio ser ciertos los hechos que se le atribuían.
El 24 de abril de 1889 se celebró el juicio contra Peregrina, asistiendo al mismo un gran gentío, ávido de escuchar los horrores del hecho. La Sala estaba formada por cinco magistrados, número que exigía la Ley de Enjuiciamiento Criminal cuando la acusación pedía la pena de muerte. Peregrina tenía alrededor de cincuenta años y en el sumario había prestado varias declaraciones contradictorias. Al preguntarle sobre ello en el juicio, ella contestó que la última era siempre en la que decía la verdad. Hablaba muy vivamente, utilizando frases cortas, contestando, cuando negaba un hecho: "fals y mal".
Cuatro años de huida
Fue un terrible suceso ocurrido en Villafranca del Cid en el año 1886. A las ocho y media de la mañana del día 24 de junio de dicho año, fiesta del Corpus Christi, se hallaban Carmen Paredes y su madre, Magdalena Andrés, en Vilafranca del Cid a la puerta de su casa, cuando se presentó, portando un hacha, el marido de Carmen, apodado Gallina, el cual, sin mediar palabra, procedió a descargar reiterados golpes con dicho instrumento sobre ambas hasta el punto de causar la muerte a Carmen y heridas gravísimas a su madre, dándose de inmediato a la fuga sin poder ser aprehendido. El autor, anteriormente a este hecho, había maltratado y amenazado de muerte a su esposa.
El suceso provocó una gran conmoción en la población. Los más viejos del pueblo manifestaron no recordar que por allí hubiera ido nunca el juzgado de Instrucción de Morella y así era. Vilafranca estaba considerada como el pueblo más pacífico del partido judicial de Morella.
El parricida vivía separado de su esposa, presa de celos exagerados estando convencido de que la misma mantenía relaciones ilícitas con otro hombre, lo que no se acreditó. El marido, para cometer los crímenes se acercó sigilosamente pegado a una de las paredes de la casa para evitar que su mujer huyera al verle y, sin darle tiempo a escapar, acometiéndola por sorpresa con el hacha, le dio varios golpes en el cráneo llegando a partirlo en dos mitades y provocándole la muerte inmediata. A continuación, procedió a golpear con el hacha a su suegra, que cayó al suelo desvanecida a consecuencia de los golpes, quedando en estado muy grave, como ya se ha dicho. Y a una tercera mujer que acertó a aquella hora a pasar por allí la acometió también con dicho instrumento, salvándose porque la misma evitó el golpe y el hacha quedó clavada en la madera de la puerta, quedando allí enganchada. Los que no recordaban haber visto por allí al juez de Morella, partido al que pertenecía Vilafranca, ya no lo olvidaron.
El parricida huyó, escondiéndose en los montes cercanos. La madre de la fallecida se recuperó de las gravísimas heridas sufridas. El domingo 4 de julio de 1886, diez días después de los hechos, se procedió sin resultado a una busca exhaustiva del parricida por los montes próximos a Vilafranca, armándose al somatén y llevando a cabo, tanto ellos como la Guardia Civil, batidas incesantes por el término, habiendo acudido numerosos guardias civiles de los puestos más cercanos al de Vilafranca, los cuales se concentraron en esta última población para buscar y detener al criminal.
La Guardia Civil en noviembre de 1886 estuvo a punto de detener a dicho individuo que continuaba vagabundeando en las montañas cercanas a Villafranca. Una pareja de la Benemérita se enteró de que el parricida de encontraba en una masía del término municipal y se dirigió allí con la esperanza de detenerlo por la noche mientras durmiese. Sin embargo, los perros del ganado ladraron al oír aproximarse a los guardias, despertando al Gallina, que al comprobar que era objeto de persecución por los guardias civiles, huyó por una ventana posterior de la masía y al ser de noche resultó infructuosa la búsqueda del mismo, escondiéndose en los bosques del terreno.
Pero aquello no podía continuar y la Guardia Civil consiguió encontrar y dar muerte a dicho facineroso el día 14 de agosto de 1890 en las cercanías de La Montalbaneta, término municipal de Ares del Maestre. Dicho sujeto anduvo errante por las montañas cuatro años hasta que fue abatido.
La embrujada
La Guardia Civil de Burriana detuvo el 24 de septiembre de 1912 a Vicente Sánchez Godes, a su hijo Antonio Sánchez Reverter, a Enrique Gascó Torres y a Antonio Sanahúja Plá, todos ellos vecinos del Grao de Burriana por armar un gran escándalo en dicho caserío marítimo y propagar la noticia de que la vecina de dicho Grao de Burriana, Teresa María Torres Palomero, había embrujado a la joven Teresa Sánchez Reverter, de 16 años de edad, hija del citado Sánchez Godes, alarmando de tal manera al vecindario que reuniéndose una gran cantidad de vecinos, fueron en masa, aunque pacíficamente, al domicilio de la supuesta bruja, haciendo que la joven Teresa Sánchez Reverter se arrodillara ante la bruja y le pidiera perdón por todo el mal que ella le había hecho a la bruja pidiéndole a cambio que el quitara el mal que la bruja le había puesto.
La hechicera así lo hizo y le quitó el mal que le había puesto después de que la joven Teresa se humillase ante ella en público pidiéndole el perdón. Increíble pero cierto. Puede parecer muy gracioso, pero la cosa tenía miga, pues si el estado de la joven de 16 años hubiera empeorado, podía haber pasado algo trágico contra la supuesta hechicera.
El suceso que vamos a relatar acabó mal para los ladrones, resultando uno muerto, dos heridos y uno ileso. Uno de los heridos y el ileso consiguieron darse a la fuga. El hecho sucedió en Segorbe a comienzos del siglo XX.
Segorbe llevaba sufriendo a principios del año 1915 una larga racha de robos bien preparados desde hacía algún tiempo, lo que venía a indicar la existencia de una cuadrilla de bandidos perfectamente organizada dedicada a cometer dichas fechorías. Uno de sus trabajos, que llevaron a cabo a primeros del mes de abril de 1915, fue el intento de robo de la caja de caudales de la Caja de Ahorros de Segorbe, en la que penetraron por el balcón, robo que fracasó porque los ladrones fueron oídos por el conserje, el cual hizo ruido en sus habitaciones, ante lo que los ladrones huyeron.
Previamente los ladrones habían provocado una avería en la red eléctrica del alumbrado público que dejó a oscuras a Segorbe, con objeto de tener más facilidades para la comisión del robo citado. No se trataba por tanto de robos improvisados, sino organizados y preparados cuidadosamente.
La Guardia Civil realizaba incesantes investigaciones para detener a esa cuadrilla de bandidos, llegando a tener conocimiento de que se estaba preparando un nuevo golpe, esta vez contra el alcalde de Segorbe, Trinitario Vicente. Éste había heredado hacía pocos días 85.000 pesetas de un tío suyo, canónigo del cabildo de la catedral de Segorbe, cosa que llegó a oídos de los ladrones, los cuales consideraban que tendría ese dinero en su casa, por lo que prepararon su robo.
La operación para detener a los ladrones la preparó la Guardia Civil en el más absoluto secreto. Solo la conocían el jefe de la Comandancia de Castellón, el del puesto de Segorbe, el juez de instrucción y el gobernador civil. Ni siquiera se avisó al alcalde para evitar que las posibles precauciones que éste tomase fueran advertidas por los ladrones y desistieran del robo que habían proyectado. Todos los enterados mantuvieron el más estricto secreto, lo que fue fundamental para el éxito de la operación, y así lo cumplieron.
En la noche del día 19 al 20 de abril de 1915 se emboscaron fuerzas del puesto de la Guardia Civil de Segorbe, al mando del teniente José Sopena, en las calles de Castellnovo y Cervantes de dicha ciudad, esperando a los ladrones. Horas más tarde, sobre las 0.10 horas de la madrugada del 20 de abril de 1915 vieron aparecer a cuatro individuos que procuraban pasar desapercibidos, los cuales, creyendo que nadie les observaba, trataron de forzar la puerta de la casa del alcalde. La Guardia Civil esperó a ese momento y les intimó imperativamente que levantaran los brazos en alto y se rindieran, pero a pesar de los requerimientos que en ese sentido se les hicieron, los ladrones, que iban armados, efectuaron varios disparos contra la misma, repeliendo los guardias la agresión disparando sus fusiles, resultando a consecuencia del tiroteo muerto uno de los ladrones, natural de Andalucía, otro herido en el pecho, siendo éste el apodado Mistero de Catarroja y huyendo los otros dos, uno de ellos también herido y que iba dejando un rastro de sangre. Por suerte la Guardia Civil no tuvo bajas en el tiroteo.
La cuadrilla de ladrones estaba perfectamente organizada y, según las investigaciones llevadas a cabo, estaba dirigida desde la cárcel modelo de Valencia, donde estaban presos varios componentes de esa cuadrilla de bandidos, dirigidos por una mujer, Josefa Fuente Picó, alias Pilar, que en los primeros días de las fiestas de la Magdalena de 1915 en Castellón había sido detenida en unión de un sujeto apodado El Conejero que se fugó luego en Los Valles, tras sufrir unos días de cárcel en Castellón, cuando era trasladado a Valencia por una pareja de la Guardia Civil.
Dicha banda de facinerosos, conocida como la banda del Bonifa, operaba en la provincia de Castellón, creyéndose además que tenía cómplices en las ciudades más importantes. Destacó especialmente la actuación del teniente José Sopena. La población de Segorbe pudo, por fin, respirar tranquila tras la desaparición de esa cuadrilla de ladrones que tenía atemorizada a la misma.
Se trata de unos hechos ocurridos en el Santuario de la Cueva Santa, en Altura, en los años 1951 y 1952. Fue entonces cuando Carlos, conocido en religión por Fray Brocardo, que estaba vinculado por votos canónicos simples a la Orden Carmelita y residente en el Santuario de la Cueva Santa, término municipal de Altura, formando parte de su comunidad religiosa, aprovechándose de esta circunstancia y en diversas ocasiones, de manera continuada, sin utilizar fuerza ni violencia, sustrajo varias rosarieras, rosarios, estampas y otros efectos tasados en 363 pesetas. No contento con ello, el día 3 de enero de 1952 se apropió en su beneficio de tres sobres conteniendo 5.279 pesetas que guardaba el Padre Prior en un cajón abierto en la mesa de su despacho; efectos y dinero que fueron recuperados en la biblioteca del convento y celda del procesado, donde los había escondido.
No fue fácil descubrir al autor de los hechos. El pobre Padre Prior estaba enormemente afectado y disgustado, pues el Padre Provincial de la Orden de los Carmelitas le había pedido justificar las cuentas y, dadas tales sustracciones, no le cuadraban, por lo que pensaba que podían acusarle de haberse quedado el dinero, llegando a temer hasta que sería excomulgado, según dijo el acusado.
El Padre Prior prestó declaración en el Juzgado de Instrucción de Segorbe, manifestando desconocer quién pudiera ser el autor de los hechos, si bien sospechaba de dos personas: Fray Brocardo y Fray José, pues el resto de habitantes del convento ignoraban, salvo estos dos citados, que las mismas llaves de la puerta de la Clausura servían también para abrir la puerta del propio despacho del Prior donde se guardaba el dinero, y sospechaba en particular de Fray Brocardo, pues fue el único que se ausentó de la misa que se celebraba en el convento en la hora en que ocurrió la sustracción. Añadió el Padre Prior en su declaración que sus superiores le pedían la liquidación de las cuentas del convento y estaba preocupado más que por el dinero que faltaba por si ello podía constituir motivo de desconfianza con sus superiores.
Se tomó declaración a otro fraile lego, a Fray José, el cual manifestó que tenía el convencimiento de que el autor de las sustracciones era Fray Brocardo, pues fue el único que se ausentó de la misa justo en el momento en que se produjo la sustracción, y haber abandonado en otras ocasiones la misa a la misma hora aproximada que el día de autos y, además, de los que estaban en el convento solo conocían que la llave de la Clausura abría también el despacho del Prior Fray Brocardo y el propio declarante y que “como el que declara no ha sido, porque durante la misa no salió, ya que estaba ayudando a celebrarla, lo lógico es que fuera su compañero Fray Brocardo”.
Y se recibió declaración en el Juzgado de Instrucción de Segorbe al acusado, Carlos, “Fray Brocardo” en religión, de 22 años de edad, el cual manifestó ser estudiante de tercer curso de Filosofía y profeso simple en la Orden de los Carmelitas Calzados, que el Padre Prior estaba muy preocupado por la petición de cuentas de la administración del Convento, y en el refectorio no comió casi nada, temiendo ser excomulgado. Negó haber cometido los hechos, pero “desconfiaba del Padre Prior”. La víctima convertida en ladrón.
Al día siguiente de esta declaración el acusado Fray Brocardo volvió a declarar en el juzgado de Segorbe y esta vez sí que reconoció ser el autor de las sustracciones y, en particular, de la del dinero del día 3 de enero de 1952, manifestando que abandonó la misa yendo corriendo hasta el despacho del Prior, registrando los cajones de la mesa de donde se apoderó de tres sobres con dinero y volvió a la capilla, escondiendo con posterioridad detrás de los libros de la biblioteca el dinero sustraído, donde también había ocultado otros artículos religiosos. Lo más curioso fue la “justificación” que dio para las sustracciones reseñadas: “Que cometió los hechos con el fin de costearse en un seminario la carrera de sacerdote, pues tenía intención de no ingresar en la Orden de los Carmelitas por haberle castigado anteriormente sin culpa, según cree”. La verdad es que su versión del porqué realizó los hurtos es difícil de creer, por no decir imposible.
La Audiencia Provincial de Castellón condenó al acusado como autor de un delito de hurto agravado por abuso de confianza a la pena de tres años de prisión menor, tal como solicitaba el fiscal. Y tuvo suerte, pues se le aplicó el indulto general de 1 de mayo de 1952, que determinó que la pena quedase reducida a año y medio de prisión y, teniendo en cuenta de que en aquella época existía la redención de penas por el trabajo –por cada dos días trabajados, uno menos de pena– y que se aplicaba la libertad condicional a la cuarta parte final de la pena, cumplió realmente nueve meses de prisión.
Lo más terrible del caso es que hasta que se averiguó la autoría de los hechos, Fray José, que como se ha dicho era fraile lego, estuvo preso preventivo por considerarles a él o a Fray Brocardo autores de la sustracción. Una vez reconocidos los hechos por este último fue puesto en libertad.
El muerto que habló
Los hechos comenzaron en Cálig el 16 de noviembre de 1884. Este día un yerno, cuyo nombre y apellidos no he podido averiguar, hirió en dicha población de un tiro de pistola en la cabeza a su suegro, el cual cayó al suelo con gran derramamiento de sangre y, creyéndole muerto, emprendió la huida. Dado lo rápido que se marchó no tuvo tiempo de coger nada, llevándose consigo un hijo suyo de corta edad que había presenciado el hecho. La primera noche la pasó en una cueva en las inmediaciones de Cálig y, al amanecer, pensando en que su hijo sería más una carga que otra cosa, le hizo volver al pueblo. A continuación, y, sin medios económicos, fue de pueblo en pueblo pidiendo limosna hasta que pudo llegar a las cercanías de Saravillo, en la provincia de Huesca, pueblo que entonces tenía 80 habitantes y que hoy ronda los 100.
Temiendo ser reconocido y detenido, esperó a entrar en dicho pueblo a que anocheciese, recostándose sobre un robusto y frondoso pino esperando la noche. Téngase en cuenta que en aquella época no había electricidad y los pueblos estaban de noche profundamente a oscuras. Estando en esa postura, y ya anocheciendo, vio salir del pueblo de Saravillo una procesión presidida por un sacerdote, en la que los participantes iban, en dos filas, con las velas encendidas, dirigiéndose directamente hacia el pino sobre el que nuestro yerno se recostaba. Para evitar ser visto trepó por el pino hasta cerca de la copa esperando que pasara la procesión.
Pero las cosas no discurrieron como pensaba. La procesión rodeó el pino y el cura que la dirigía comenzó a entonar cantos fúnebres en latín, con lo cual el estado anímico del yerno bajó notablemente, creándole una fuerte angustia cuando al rato oyó la voz del cura que se dirigía a aquellos hombres de la procesión diciéndoles ¡Ea, subid y bajarlo!, creyendo haber sido descubierto. Ante esto el yerno contestó de inmediato ¡No subáis, que ya bajaré yo!, pero apenas oyeron su voz los de la procesión esto fue el acabose, presas todos del más absoluto pánico, echaron a correr en desbandada, incluso los que parecían el alcalde y demás autoridades locales, además del sacerdote, aterrorizados por aquella voz que bajaba del árbol, corriendo en la más completa obscuridad, yendo todos a refugiarse en sus casas donde se encerraron, contando que: ¡El muerto había hablado! El pánico fue total.
El yerno fugitivo, cuando vio ya a respetable distancia a los miembros de la procesión, que huían en estampida, decidió bajar del pino. Estaba también aterrorizado, no comprendiendo absolutamente nada de lo que ocurría, bajando no por la parte del tronco del pino por la que había subido, sino por la opuesta, por considerarlo más rápido y, al intentar asirse a una de las ramas, ya de noche completa y obscura, observó que lo que tocaba no era madera sino algo mucho más blando, que parecía estar cubierto de ropa, por lo que volvió la cara y se encontró abrazado a un joven ahorcado, cuyo cadáver iban a levantar en procesión los habitantes de Saravillo.
Entonces entendió de lo que se trataba, por lo que el yerno fugitivo bajó a toda velocidad del árbol y salió de allí por piernas, a toda velocidad y presa del pavor, se presentó voluntariamente en la ciudad de Plan a la Guardia Civil a la que confesó que huía por haber agredido y posiblemente matado a su suegro en Cálig, siendo trasladado a Vinaròs. Yo creo que más castigo que el que tuvo el yerno con lo que le pasó expió más que completamente sus culpas. Estoy seguro de que nunca en su vida olvidaría lo sucedido. Prefirió la prisión a volver a tener una experiencia como la que había tenido que pensaría era un castigo por su culpa.
Resulta extraño que se le diesen honras fúnebres al suicidado, yendo allí en procesión con los vecinos del pueblo, pues en aquella época por la Iglesia se les negaban las mismas, aparte de ser enterrados fuera del cementerio, en un corralito anexo. Lo podría explicar el ser un pueblo pequeño, por las circunstancias en que se cometió el suicidio o la personalidad del suicidado o por el sentido humanitario del cura del pueblo.
El hecho relatado proviene de fuentes fiables y contrastadas, siendo noticia de primera página en varios diarios de España.
Los envenenadores chapuceros de Onda
Los hechos ocurrieron en Onda en el año 1887. Lo sucedido fue lo siguiente: Salvador Taus Gallén y Eduarda Nebot Traver mantenían relaciones extramatrimoniales. Al conocer dichas relaciones ilícitas la consorte del primero, Vicenta Sancho Valero, se separó de su marido, separación que duró solo dos meses. Sin embargo, posteriormente se reconciliaron, pero esta reconciliación suponía un obstáculo a las aspiraciones de su marido que quería liberarse del matrimonio para poder seguir sus relaciones amorosas con Eduarda.
Con tal objeto, los dos acusados, Salvador Taus y Eduarda Nebot, idearon un plan para que la mujer de Salvador, Vicenta Sancho, desapareciera, acordando los dos envenenar a la misma. Para ello, en la tarde del día 29 de julio de 1887 compraron en la farmacia de Onda de Bautista Mezquita Pastor, por 25 céntimos de peseta, de 10 a 15 gramos de cardenillo, cuya substancia tóxica le fue despachada sin dificultad por el farmacéutico, porque se pretextó que era para la cerería de José Catalán, que en dicha ciudad utilizaba el cardenillo como colorante.
Salvador no perdió el tiempo, pues la misma noche de la compra del cardenillo, al ir a acostarse con su mujer, la hizo preparar un jarro de agua con azúcar por si se despertaba con sed; y siendo sobre las tres de la madrugada se levantó Salvador y, a obscuras, se bebió parte del agua azucarada mientras su mujer dormía. Seguidamente vertió en el jarro todo o parte del mencionado cardenillo, sin encender luz, y a continuación despertó a su referida esposa Vicenta y la invitó a que bebiese también. La mujer, lógicamente, rehusaba, pues despertada a las tres de la madrugada para hacerla beber, era algo que no le apetecía y no tenía sed. Sin embargo, su marido insistió en repetidas ocasiones hasta que, al final, consiguió que su mujer bebiera, pero al notar en la bebida un gusto áspero y de metal, y que la boca le quedaba sucia de polvo y poco después se sintiera indispuesta, con angustias, desazón y tendencias al vómito, rogó a su esposo fuese en busca del médico.
Como es de suponer, su marido no tenía interés en que el médico la curase, por lo que, en vez de atenderla, le instó a que bebiera más de aquel líquido. Su mujer se negó y haciendo un gran esfuerzo, dejó la cama, se vistió, y luego de tomarse preventivamente una porción de aceite, salió en busca del médico, Ricardo Llopis, haciéndose acompañar del sereno Francisco Calpe Sansano, al que encontró en la calle. El médico reconoció a la mujer y, enterado éste de lo que había ocurrido, comprendió que se trataba de un envenenamiento producido por un preparado de cobre, y al efecto la prescribió en el acto un emético y albúmina, y merced a ello eliminó por abundantes vómitos, si no todo, sí una porción suficiente de la expresada substancia, que, hubiera podido causarle la muerte, recobrando por completo la salud y sin secuelas la referida Vicenta a los once días de asistencia facultativa.
Se determinó que la cantidad de dos o tres gramos de cardenillo podía ser lo suficiente para producir la muerte de Vicenta, dada su edad y circunstancias. La suerte de la mujer fue que, según informó el Laboratorio de Medicina Legal de Madrid, el cardenillo era absolutamente insoluble en el agua, a menos que se le adicionase algún ácido, cosa que ignoraba el acusado, de manera que si no se añadía el ácido y no se disolvía el cardenillo, tal circunstancia, unida al sabor metálico de éste, como el de todos los compuestos de cobre, hacía que no pudieran ser ingeridos los dos o tres gramos desleídos en medio litro de agua sin voluntad de la víctima, tanto más cuanto que agitada la mezcla para ingerirla, el sabor metálico del polvo haría que lo rechazara, y porque el primer efecto de la substancia, al hacer vomitar, provocaría que la víctima arrojase parte o todo del estómago lo ingerido, limitando la acción verdaderamente tóxica.
Los dos acusados negaron cualquier participación en el delito, así como también que mantuviesen relaciones extramatrimoniales, pero de las declaraciones del sumario, corroboradas en el acto del juicio oral, apareció perfectamente justificado que Rosa Vives Taus y Carmen Carceller García, vecinas de Onda, sorprendieron a los dos acusados mientras fornicaban en la cuadra de la casa de José Catalán, el de la cerería, un mes y medio antes del suceso. Un lugar romántico y discreto, como puede verse. La Audiencia de lo Criminal de Castellón condenó a ambos acusados como autores de un delito de parricidio en grado de tentativa, imponiéndoles las penas de diez años y un día de prisión mayor a cada uno de ellos. Como curiosidad, se les aplicó la agravante de nocturnidad al suministrarle el veneno de noche a Vicenta. Eduarda recurrió la sentencia ante el Tribunal Supremo, que confirmó la pena impuesta, pero condenándola por delito de asesinato intentado y no parricidio, al no ser ella pariente de la mujer envenenada.
¿Nos matamos los tres?
Curioso suceso ocurrido en Castellón de la Plana el día 12 de junio de 1893. Los hechos fueron como sigue: Un individuo que trabajaba como criado de un casquero –es decir, persona que vendía vísceras y otras partes comestibles de las reses, no consideradas carne-, aprovechando la ausencia de su amo y abusando de su confianza, aprovechó que el mismo había salido de casa para registrar su habitación, de la que se apoderó en su beneficio de tres mil reales –cuatro reales eran una peseta- que había en una cómoda, rompiendo para ello la cerradura de uno de los cajones. Nuestro hombre había previsto que podían sospechar de él y, en consecuencia, tomó las medidas que consideró oportunas para que no se le relacionase con el robo. Pensó que, si registraban su casa o a él podían encontrarle el dinero, por lo que dividió la cantidad sustraída en otras más pequeñas de quince o veinte duros que fue entregando a sus amigos para que se las guardasen, haciéndolas pasar como ahorros propios.
Sin embargo, la cosa no salió bien. Como era de esperar, el dueño del dinero denunció la sustracción, sospechándose desde el primer momento de su criado. Cuando se divulgó la noticia por Castellón varios de sus amigos que habían recibido cantidades del criado para guardárselas sospecharon que eran producto del robo en cuestión y lo comunicaron a las autoridades.
Cuando el criado se dio cuenta de que había sido descubierto huyó y citó a su mujer y a su único hijo cerca del cementerio de Castellón para determinar sus futuras actuaciones. La mujer y el niño, que era de corta edad, acudieron a la cita. Pero lo que allí planteó el marido a su mujer fue muy distinto. Le dijo que su futuro, tanto el suyo como el de la mujer y el del niño, se presentaba sumamente obscuro y desgraciado, pues manifestó que él iría a la cárcel por el robo y que como solo le quedaban quince o veinte duros con los que su mujer y su hijo podrían vivir apenas un mes, pasarían por terribles momentos de angustia. Por ello le propuso a su mujer, para evitar dichos sufrimientos, que se mataran y antes, matar al niño. Como es de suponer, la mujer quedó horrorizada por lo que su marido le decía, pero éste insistía una y otra vez en que lo hicieran y tanto insistió que la mujer pareció que consentía en realizar lo interesado por su marido.
Llegado ese momento, sortearon entre marido y mujer cuál de los dos había de matar al otro y al niño y, después, suicidarse. Le tocó a la mujer disparar primero a su marido. Éste, a continuación, le entregó a su mujer un revólver de seis tiros, cargado, así como el dinero que le quedaba, aunque ignoro para qué querría el dinero si pensaba que iban a matarse los tres. Es posible que se lo pidiera la mujer, a la vista de lo que ocurrió a continuación.
El marido le enseñó a la mujer cómo se disparaba el arma y después de besar y abrazar a su mujer y al niño, se volvió de espaldas a su esposa esperando que la misma le disparase un tiro en la nuca. Como quiera que el tiempo pasaba y el disparo no llegaba, al final –ignorándose si el tiempo transcurrido, dadas las circunstancias fueron segundos o minutos- el marido volvió la cabeza, esperando encontrarse con el cañón del revólver y lo que se encontró no fue eso, sino que al alzar la vista vio a lo lejos a su mujer y a su hijo corriendo a toda velocidad con el revólver y el dinero. El marido se quedó allí un buen rato tratando de asimilar lo sucedido y, transcurridas varias horas, volvió a su casa esperando que su mujer y su hijo regresaran a la misma, pero esperó en vano, pues no volvieron. Los que sí aparecieron fueron los agentes de la autoridad que detuvieron al ladrón que fue ingresado, por orden del juez de instrucción, en prisión preventiva.
La mujer fue mucho más lista. Bien por ella. Salvó tres vidas, la de su hijo, la suya y la de su marido. No me extraña que no quisiera volver a su casa después de la experiencia vivida.
El maestro que pasaba hambre
Cuando yo era niño era famoso el dicho de que “Pasas más hambre que un maestro”, siendo el sentir popular que los sueldos de estos profesionales eran escasos y, encima, se pagaban mal y tarde. Aquí tenemos un ejemplo de ello.
El día 1 de abril de 1891 fue visto en las calles de Castellón a un maestro o profesor de primera enseñanza de un colegio de Castellón que pedía limosna a la gente, como un pobre de solemnidad. Lo que cobraba, cuando lo cobraba, no le daba para vivir. No he podido averiguar la identidad del maestro ni de qué colegio era, pero el hecho es cierto y, por sorprendente que parezca, sucedió aquí, en Castellón.
Sobran comentarios. El lector ya sabrá hacerlos por sí mismo.
El doble parricidio de Tírig
Lo fue, pues el autor mató a su padre y a su mujer en la firme creencia de que su padre mantenía relaciones sexuales con la misma. El hecho ocurrió a las nueve de la mañana del día 20 de septiembre de 1902 en una finca propiedad del padre, denominada Els Horts, a un kilómetro de Tírig.
El autor del hecho fue Mateo Beltrán Montull, el cual estaba casado con María Roda Segura, de 21 años de edad. Beltrán creía que su mujer mantenía relaciones sexuales con su padre, Juan Beltrán Adell, de 60 años de edad. A las nueve de la mañana del día mencionado, Mateo Beltrán, obsesionado y exasperado, con una faca apuñaló repetidamente a su padre y a su esposa, causándoles la muerte a ambos, dándose seguidamente a la fuga.
Cuando el hecho trascendió se personó de inmediato la Guardia Civil, hallando los cuerpos de los dos citados tendidos en el suelo y mostrando aún María Roda señales de vida, desgraciadamente las últimas, pues murió a consecuencia de las heridas a poco de la llegada de la Benemérita. No había señales de lucha, habiendo sido el ataque a las víctimas por sorpresa.
El doble crimen causó una profunda conmoción en el pueblo de Tírig. Acudió el mismo día al lugar de los hechos el juez de instrucción de Albocácer, a cuyo partido judicial pertenecía Tírig, quién acordó el levantamiento de los cadáveres. Se formó, tras ello, una larga comitiva compuesta por casi todos los integrantes de Tírig, que con profundo silencio pese a la gran aglomeración de gente, acompañó los cadáveres hasta el pueblo. La gente esperaba que el doble parricida se hubiera suicidado y creían que por eso no se le encontraba.
Mateo Beltrán Montull estuvo vagando por los montes cercanos a Tírig hasta más de tres semanas después de los crímenes. El día 13 de octubre de 1902 la Guardia civil tuvo noticias de que se le había visto por las cercanías del pueblo citado. Inmediatamente de esta noticia salieron cuatro parejas de dicho Instituto en persecución del fugitivo. Los guardias registraron una a una y de manera muy concienzuda las casas de campo donde suponían que podría haberse alojado el doble parricida. En la noche del 14 de octubre supieron que el mismo se ocultaba en el barranco de La Valltorta.
De inmediato salió toda la fuerza de la Guardia Civil del puesto de Sant Mateu, al mando del teniente jefe de la línea, Enrique Femenía Ortiz, y dividiéndose en tres grupos cercaron el lugar, pasando en él toda la noche. A las seis de la mañana del día siguiente se divisó a Mateo Beltrán Montull, que iba caminando barranco arriba, precisamente hacia el grupo que formaban el teniente y dos guardias, pero cuando ya estaba muy cerca de ellos, como a unos cincuenta pasos, se debió apercibir de que algo extraño sucedía porque inmediatamente cambio de dirección echando a correr. Se le dio el alto reglamentario que no obedeció, ante lo que el teniente mencionado, cogiendo el fusil de uno de los guardias que le acompañaban disparó dos veces a Beltrán Montull, alcanzándole ambas y, pese a ser las dos heridas mortales, continuó su carrera hasta que toda la fuerza realizó una descarga contra el mismo que lo dejó acribillado a balazos habiendo recibido once disparos.
La muerte del doble parricida, según la prensa de la época, produjo una gran alegría en Tírig, especialmente entre las mujeres y los niños, pues durante todo el tiempo que Beltrán Montull anduvo errante por los campos nadie se atrevía a salir a cultivar los mismos por miedo a encontrarse con él. Sin embargo, realmente no existía un peligro que justificase ese miedo que se le tenía. Mateo Beltrán Montull no era un asesino en serie que mataba a quien se le acercara o a algún tipo de víctimas determinado; más bien al contrario, su ámbito de actuación criminal se ciñó al ámbito estricto familiar y por un motivo determinado que él creía cierto: que su padre mantenía relaciones sexuales con su mujer. Esa idea le atormentó constantemente hasta que acabó con el brutal desenlace de los hechos. Trágico fin para una familia: padre, hijo y la esposa de éste muertos violentamente en el espacio de un mes.
¡Salvado!
Por pelos, pero salvado. El día 13 de diciembre de 1911 fue hallado en el camino que conduce de Tírig a Sant Mateu por el vecino de Tírig, Juan Safont Salvador, un capazo que contenía el cuerpo de un niño recién nacido. Juan se acercó al capazo y al ver que el niño aún daba señales de vida, lo llevó al alcalde de Tírig, quien en vista de que nadie aparecía como sus padres, dispuso que el niño fuera bautizado. Lo curioso fueron los nombres que le impusieron: Joaquín de nombre, de primer apellido Capella, por haber sido encontrado cerca de una capilla y, de segundo apellido, Lucía, por ser la santa del día. Si no llega a ser por Juan Safont que por allí pasaba, el niño hubiera fallecido.
Todos se creían con derecho a él, pero nadie lo podía acreditar. Lo sucedido fue lo siguiente: El día 20 de diciembre de 1889 se estaban efectuando obras en el ermitorio del Lledó, en Castellón de la Plana, y al derribar una pared, el albañil notó que la piqueta que manejaba tropezaba con un objeto metálico, una caja, que se rompió, empezando a caer de la misma una lluvia de onzas de oro.
El pobre albañil, impresionado por aquella riqueza, cayó desmayado. Al verlo caer acudieron sus compañeros, así como el alguacil que vigilaba la ejecución de las obras, atendiendo al desmayado y recogiendo las onzas de oro que ascendían nada menos que a ochocientas y poniéndolas a buen recaudo. Al parecer ese tesoro estuvo dentro de la pared del ermitorio desde la guerra de la Independencia, donde alguien lo escondió para sustraerlo así de la rapiña, rapacidad, robos, saqueos y latrocinios tan habituales de las tropas napoleónicas.
Probablemente algo le ocurrió al que escondió allí el oro, pues permaneció en el lugar casi 80 años, oculto, de manera que no debió poder recuperarlo, probablemente por muerte del mismo sin que comunicara a nadie su ocultación. Y como la naturaleza humana es como es, por desgracia, cuando se corrió la voz por Castellón del hallazgo del tesoro, todo el mundo lo reclamaba como suyo.
Muchas familias de Castellón se creían con derecho al tesoro, sin aportar documento alguno que lo justificase, claro, y llevaron sus aspiraciones a tal punto para tratar de conseguirlo que celebraron una reunión el 28 de diciembre de 1889 para pedir la parte correspondiente a que creían tener derecho y ponerse de acuerdo. Es decir, se repartían el tesoro sin justificar ser los dueños, pues si alguno lo pudiera haber justificado, no hubiera accedido a repartir nada con los demás. Lo que pasó con el oro no he podido saberlo.
El Código Civil, que pocos meses antes del hallazgo había entrado en vigor, establecía que: El tesoro oculto pertenece al dueño del terreno en que se hallare. Sin embargo, cuando fuere hecho el descubrimiento en propiedad ajena o del Estado, y por casualidad, la mitad se aplicará al descubridor. Eso sí, si los objetos encontrados fueran interesantes para las ciencias o las artes, el Estado podía adquirirlos pagando por ellos el justo precio que se distribuiría de conformidad con lo expuesto. Lo que vendría a significar que, al descubrirse por casualidad, legalmente la mitad sería del que lo descubrió y la otra mitad del dueño de la pared en que estaba oculto, en este caso, del ermitorio de la Virgen del Lledó, es decir, la Iglesia, pero ignoro lo que pasó en la práctica.
El cura y el vicario
Curioso hecho ocurrido en el pueblo de Les Useres en el año 1876. El 9 de julio de dicho año, domingo, concelebraban la misa mayor en la iglesia del pueblo el cura y el coadjutor. Llegado el momento del sermón, el cura subió al púlpito donde empezó su discurso, pero he aquí, que se dedicó a lanzarle pullas al vicario, que estaba presente junto al altar.
El vicario, al oír las alusiones que le hacía el cura, contestó en el acto públicamente a las mismas, a las que, a su vez respondió el cura y a su vez el vicario, sosteniéndose una viva y poco edificante discusión entre uno y otro en la iglesia, repleta de fieles. Y no solo eso. Los asistentes a la misa tomaron parte en la discusión, formándose dos bandos, uno de los cuales apoyaba al cura y el otro al vicario, aplaudiendo las intervenciones de uno y de otro, armándose el escándalo consiguiente.
Al domingo siguiente, cuando los fieles acudieron a misa se encontraron la iglesia cerrada. Se formó una comisión que fue a hablar con el obispo. El vicario fue trasladado a otro pueblo y el cura que hasta entonces venía prestando servicios en Vilafamés, fue nombrado para sustituirle en Les Useres.
El presbítero contra el cura
Todos somos humanos, con nuestros defectos, aunque se vista el hábito sacerdotal. El día 16 de agosto de 1904 se hallaba en Argelita, en la Casa Abadía, el cura de dicho pueblo Rafael Llopis de las Heras, cuando se le acercó el presbítero José Cualladó Terranegra, que se hallaba en Torrechiva pasando las vacaciones en compañía de su amigo, el cura antes citado. La cuestión es que cura y presbítero y amigos se pusieron a discutir y, en un momento dado, el presbítero, José Cualladó, sacó un revólver y le disparó tres tiros al cura Rafael Llopis, dejándolo gravemente herido.
Y grave debió ser la discusión, pues tras ello le pinchó varias veces con un cuchillo. El agresor fue detenido por el secretario del ayuntamiento, que consiguió desarmarle. Uno y otro eran naturales de Valencia. Desgraciadamente no he podido averiguar cómo acabó este suceso. La noticia de este hecho la proporcionó la Guardia Civil. Uno no puede por menos que preguntarse qué hacía un cura llevando un revólver bajo la sotana.
No es motivo de risa, no, pues ese fue el motivo por el que murieron los padres y el hijo que iba a nacer de ambos. Los hechos ocurrieron en Puebla de Arenoso en 1911.
El día 4 de marzo de dicho año se suscitó una discusión en la Masía del Aceite, sita en el término municipal de dicha localidad, entre Francisco Collado Santolaria y Juan Collado Badenes sobre si las gallinas del segundo habían entrado a picotear en la finca del primero. No era por tanto este un tema de gran profundidad metafísica, pero Francisco no lo creyó así, y la discusión fue subiendo de tono hasta que dicho Francisco sacó una pistola y le disparó a bocajarro un tiro a Juan, alcanzándole en el abdomen, provocándole una hemorragia incoercible de la que murió a los pocos instantes.
La esposa de Juan, Dolores Vives, que presenció la escena, se abalanzó sobre el agresor, pretendiendo golpearle, a lo que este contestó disparándole a la mujer otro tiro que la alcanzó en la parte superior del pecho, muriendo a los pocos días por las heridas. La mujer estaba embarazada. El autor de ambos crímenes, Francisco Collado Santolaria, se presentó voluntariamente en el juzgado confesando ser el autor de ambos hechos.
El juicio se celebró ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón al año siguiente y duró dos días. En el juicio se discutió acerca de los motivos que provocaron la agresión de Francisco Collado a sus dos víctimas, alegando unos que era por las gallinas y el acusado, que por otros motivos. El fiscal acusaba a Francisco de un delito de homicidio simple por la muerte de Juan y de un delito de homicidio, concurriendo la agravante de abuso de sexo, por la muerte de Dolores. Por el primer delito solicitaba la imposición de una pena de 14 años, ocho meses y un día de reclusión temporal y por el segundo, la pena de 17 años, ocho meses y un día de dicha reclusión. La defensa solicitaba la absolución de su defendido, alegando que concurría la eximente de legítima defensa propia en la muerte de Juan Collado y que su cliente no había intervenido en nada en la muerte de Dolores.
Los jurados pronunciaron un veredicto de culpabilidad, dictando a continuación sentencia el tribunal de derecho condenando a Francisco como autor de dos delitos de homicidio, uno de ellos agravado por ser mujer la víctima, exactamente a las mismas penas interesadas por el Ministerio Fiscal y al pago de dos mil pesetas en concepto de indemnización por cada uno de los dos homicidios. Debían existir otros motivos de resentimiento y las gallinas fueron la gota que hizo rebosar el vaso. Un doble crimen -triple, teniendo en cuenta que Dolores estaba embarazada- por motivos de vecindad.
Curioso suceso ocurrido en El Portell de Morella en 1912
En los primeros días de mayo una o varias personas colocaron un cartucho de dinamita a las puertas de la Casa Abadía, el cual que estalló produciendo daños. La Guardia Civil inició una intensa investigación para averiguar quién pudiera haber sido el autor de dicho hecho, pero no hubo manera de identificar al autor, pues, tal como el propio teniente coronel informó al gobernador civil, resultaba imposible descubrir a los mismos debido a que por parte de casi todo el vecindario existían antiguos resentimientos contra el cura, incluido el ayuntamiento, lo que hacía imposible descubrir al culpable, pues nadie colaboraba.
Por un tiempo pareció que así iba a ser y que el hecho quedaría impune. Se averiguó que hasta tres meses antes de la colocación del cartucho, había habido en El Portell un párroco que se había ganado la inquina de la mayoría de la población, pero dicho párroco había sido sustituido por otro, hijo de Portell, que había sido muy bien recibido por sus vecinos.
La Guardia Civil prosiguió sus gestiones y casi un año después dio con los presuntos autores del hecho: José Camañes Marín y Miguel Monserrat. Este último era hermano del anterior párroco del pueblo, el cual se había visto obligado a abandonarlo por la animadversión que buena parte del mismo sentía contra él. La colocación del cartucho de dinamita tenía como único objeto causar molestias e inquietud al nuevo cura.
Los toreros de Benassal
Fue una sorprendente corrida de toros la que se celebró en Benassal en 1929. El toro era un morlaco de mucho cuidado. Y tanto que lo era. Como que los toreros no se atrevieron a matarlo por los riesgos que ello suponía.
El día 5 de septiembre de 1929 se celebraron corridas de toros en la plaza de Benassal. El toro lidiado en primer lugar, el morlaco, infundía pavor con su sola presencia, por su propio tamaño y por el de sus cuernos. Parecía un rinoceronte. Por si fuera poco, era enormemente agresivo. El primer torero que salió al ruedo, Manuel Rosell, alias El Salao, le duró apenas unos minutos al morlaco, que lo empitonó rápidamente, causándole graves heridas que lo mandaron directamente al hospital.
En el ruedo quedaron otros tres toreros, pero todos ellos, a la vista de lo sucedido con El Salao, le cogieron pavor al toro y no querían salir al ruedo de ninguna de las maneras. Como el público apremiaba y les decía de todo, tuvieron que hacer de tripas corazón y, tratando de superar su miedo, hicieron intención de matarlo a base de pinchazos de estoques y puntillas, sin conseguirlo. Pero como no se atrevían, después de lo sucedido, a salir al ruedo, pinchaban y herían al toro de cualquier manera, aunque siempre protegidos desde detrás de los burladeros, no dando la cara frente al mismo.
Su actuación provocó graves protestas del público, muy disgustado por la actuación de los toreros citados, pues no era un espectáculo agradable ver cómo hacían sufrir al pobre animal mientras ellos estaban escondidos tras los burladeros.
Tras los avisos correspondientes, se consiguió que el toro entrase en el toril, lo que costó lo suyo. Pero reanudada poco después la corrida, el toro en cuestión volvió a salir con redoblados bríos, pese a sus heridas, rabioso por ellas, adueñándose de la plaza y repitiéndose la actuación de los toreros pinchando al toro, pero bien protegidos desde sus burladeros, nunca plantándole cara.
El toro era, sin duda, todo un señor toro. Nuevamente el público asistente exteriorizó sus protestas e increpó a los toreros, incitándoles a que saliesen a torearlo, lo que, desde luego, no hicieron los tres toreros, que bien recordaban lo sucedido con el primero. Mejor ser abucheados, no cobrar y salir vivos, que acabar en el hospital o en el cementerio.
Al final, no hubo manera de reducir al toro, los toreros no salían al ruedo ni mataban al morlaco por los riesgos que ello suponía y tampoco nadie se atrevía a reconducirlo al toril, prolongándose la tensión en la plaza. Por ello, hubo que recurrir a medidas extremas, acudiéndose a la Guardia Civil. Se buscó a los guardias civiles que prestaban servicio en la misma y uno de ellos, desde un lugar seguro, le disparó un tiro de fusil al toro, matándolo en el acto en plena plaza. Así acabó la corrida de toros.
Los jamones de Jabugo y los abuelitos del asilo de Castellón
No todo van a ser desgracias. El que voy a exponer ahora es un caso que tuve en Castellón sobre 1990. El hecho es muy breve y curioso.
Me llegó el atestado de la Comisaría de Policía en el que se hacía constar que en la noche anterior se había producido, a primeras horas de la madrugada, un robo en un establecimiento de comestibles del centro de Castellón de la Plana. Se ignoraba el nombre del establecimiento, pues el autor de los hechos, al ser visto después del robo llevando los jamones, se dio a la fuga, abandonando su botín en plena calle para poder correr más rápido.
Los dos jamones sustraídos eran de jabugo. Recuperados los mismos por la Policía, y dado que se ignoraba a quién pertenecían, ante la posibilidad de que se deteriorasen, la Policía optó por entregarlos al Asilo de Ancianos de esta ciudad a primeras horas de la mañana.
Sobre las cuatro de la tarde se averiguó a quién pertenecían los jamones, interesando su dueño la devolución de los mismos. La sorpresa vino cuando, al ir al Asilo de Ancianos a recoger los jamones, resultó que solo se pudo recuperar medio jamón, pues el otro jamón y medio se lo habían comido los ancianos residentes en el asilo en el escaso lapso de tiempo que había entre las nueve de la mañana y las cuatro de la tarde.
Pese a que sus dentaduras no debían ser las más apropiadas, es evidente que las utilizaron bien y rápido. No debían estar habituados al jamón de jabugo. Al propietario no le hizo demasiada gracia. Un jamón de jabugo no es barato. Y así, gracias al ladrón, pudieron comerlo los ancianos.
Una agresión que le llevó al hospital
Y buena paliza recibió, desde luego, como a continuación se verá. Y, según el lesionado, no era la primera vez que esto sucedía, pues manifestó –aunque no se probó– que dos semanas antes, su mujer, junto con otras dos personas, le había propinado otra paliza. Los hechos ocurrieron en Vall d’Uixó en el año 1998.
El Juzgado de lo Penal declaró probado que la acusada, Lucía, propuso al también acusado, Miguel, dar una paliza al esposo de la primera, Antonio, del que se encontraba separada de hecho y con el que tenía una muy tensa relación motivada sobre todo por los problemas del matrimonio y de la atribución de la custodia de la hija menor de ambos. Miguel aceptó la proposición de Lucía y, de este modo, el día 12 de marzo de 1998, sobre las 13 horas, en ejecución de lo previamente acordado y para provocar que su marido saliera a la calle, la acusada le llamó por teléfono y le requirió para que fuera a su casa para recoger las ropas de la niña. Sin sospechar nada, acudió Antonio conduciendo su vehículo Renault cuya matrícula era conocida de su mujer, y tras comprobar que no había nadie en el domicilio de la acusada, regresó al suyo.
Los hechos ocurrieron en la Colonia San Antonio de la Vall d'Uixó.
Los acusados, Miguel y Lucía, que estaban ocultos observándole, siguieron al vehículo de Antonio en un automóvil Seat que conducía Miguel. Cuando Antonio estacionó su turismo en las proximidades de su domicilio, en la Colonia de San Antonio de la Vall, Miguel detuvo su vehículo junto al de Antonio, impidiéndole de esta forma que esta abandonara el lugar de estacionamiento, tras lo cual el acusado Miguel se apeó portando en sus manos unos "nunchakus", que, como es sabido, es un instrumento empleado en las artes marciales, y dirigiéndose a la puerta izquierda del turismo de Antonio, le golpeó fuertemente con el referido instrumento en la cabeza cuando todavía estaba sentado en su automóvil y se disponía a salir del mismo. Con la cabeza ensangrentada, Antonio logró apearse de su vehículo, continuando la agresión por parte de Miguel durante unos minutos.
A continuación, como si todo esto fuera poco, se sumó a la agresión la acusada Lucía. De este modo, ambos acusados golpearon repetidas veces a Antonio, huyendo a continuación en el vehículo de Miguel, no sin antes desprenderse éste de los "nunchakus", que lanzó a unos metros.
A consecuencia de la agresión Antonio resultó con lesiones consistentes en herida supraciliar izquierda –encima de la ceja izquierda– que precisó 4 puntos de sutura, así como contusión en hombro izquierdo, herida parieto-occipital izquierda que precisó de otros cinco puntos de sutura y de una mordedura en brazo izquierdo. El lesionado permaneció un día ingresado en el hospital y las referidas lesiones le incapacitaron durante 30 días para sus ocupaciones habituales, quedándole como secuela un síndrome postconmocional.
El Juzgado de lo Penal de Castellón condenó a Miguel y a Lucía como autores de un delito de lesiones, a la pena de dos años de prisión a cada uno y a que indemnizasen solidariamente a Antonio en 742.000 pesetas y a la Generalitat Valenciana, que los reclamaba, en 63.746 pesetas por los gastos de asistencia médica prestados a Antonio. Los dos condenados recurrieron en apelación ante la Audiencia Provincial de Castellón.
La víctima compareció en el juicio como acusadora particular con abogado y procurador y también recurrieron la sentencia, interesando un aumento de pena de los condenados por estimar que concurrían las circunstancias agravantes de alevosía, abuso de superioridad y parentesco, siendo todas ellas desestimadas, en particular en cuanto a la de parentesco porque aunque aún eran marido y mujer y no se habían divorciado, sí estaban separados, con lo que la ruptura matrimonial impedía la aplicación de la agravante en cuestión. En cambio, sí que estimó el recurso de dicha acusación particular en el sentido de aumentar la indemnización a la víctima en 500.000 pesetas más.
El bando del alcalde de Vilafamés
Sorprendente bando municipal el que promulgó el alcalde de Villafamés el 28 de octubre de 1885. He respetado la peculiar caligrafía de valenciano del bando. El bando decía así: ”De orde del siñor alcalde constitusional se fa saber: que ninguna persona machor siga gosá á anardemá a treballar, pues haurá per lo matí corregudes de animals y persones y per la vesprá, ball de Torrent”. Es decir: De orden del señor alcalde constitucional se hace saber: que ninguna persona mayor esté dispuesta a ir mañana a trabajar, pues habrá por la mañana carreras de animales y de personas y, por la tarde baile de Torrente.
Por si esto fuera poco, aparte de lo macarrónico del valenciano utilizado, el bando acababa diciendo: “El que contravinga esta disposisió será multat en dos duros ó tres díes de presó”. O sea: El que contravenga esta disposición será multado con dos duros o tres días de prisión.
El bando es real y así fue publicado. De modo que el que trabajara, multa o a la cárcel. Y todos a ir a las fiestas. No tenemos remedio.
Una fuga de película... de risa
Fue una fuga de tebeo. Se trata de un curioso suceso ocurrido en el Depósito municipal o cárcel de Atzeneta del Maestrat en 1948. Se fugaron tres presos que estaban recluidos en el mismo a disposición del Juzgado de Instrucción de Lucena del Cid. La cárcel era de lo más peculiar: sus celdas no tenían cerraduras y solo había un cerrojo en la parte exterior, con el que se aseguraba teóricamente las puertas, que eran de madera. Y, además, por si fuera poco, solo había un carcelero que por las noches se iba a dormir a su casa mientras los presos se quedaban solos en el depósito o cárcel municipal. Una verdadera maravilla.
Los fugados fueron tres: Ramón, de 26 años, de oficio albañil; Ángel, de 21 años, de oficio somierista, ambos de etnia gitana; y Manuela, de 23 años, de oficio sus labores y «abultada de pechos», tal como decía el auto que, tras su fuga, ordenaba su busca y captura. Los tres estaban recluidos en el citado depósito municipal. Manuela ocupaba un calabozo del segundo piso, dónde la misma arrancó una tabla de madera de la puerta metiendo la mano por el hueco con la que consiguió abrir el cerrojo que aseguraba la misma desde fuera, abriendo de este modo la puerta de su calabozo.
Al salir, descorrió también los cerrojos de los calabozos de Ramón y Ángel, y desde una ventana, cuyos barrotes forzaron valiéndose como palanca de la tabla de madera arrancada de la puerta, tras atar, formando nudos, una manta que les habían dejado por si tenían frío por las noches, salieron al exterior poco antes de las cinco de la madrugada del día 24 de junio de 1948, dándose a la fuga.
Mientras todo esto pasaba, el carcelero estaba felizmente durmiendo en su casa, siendo la Guardia Civil la que tuvo que ir a despertarlo para decirle, con gran asombro por parte del mismo, que los presos se le habían escapado.
Luis, el carcelero, fue en seguida al depósito municipal, encontrándose con que todos los presos se habían escapado. En su declaración manifestó su sorpresa, pues la noche anterior, al darles la cena, no manifestaron nada anormal ni protestaron de la comida ningún día, antes al contrario, Ramón siempre decía que no le pusiese tanta. Vamos, no pretendería que le avisasen de que iban a fugarse.
El primero que se dio cuenta de la fuga fue Juan, vecino de Atzeneta, de profesión panadero, el cual manifestó que se había levantado momentos antes de las cinco de la madrugada para ir a trabajar y al pasar por delante de la cárcel vio colgar de la ventana de atrás unas tiras de tela a nudos y que de la reja de la misma faltaban hierros, por lo que, sospechando que se habían fugado los presos, fue a dar en seguida cuenta al Puesto de la Guardia Civil de Atzeneta tocando las cinco de la madrugada cuando estaba a las puertas del cuartel.
La historia, como puede verse, no tiene desperdicio. El último en enterarse fue el que hacía de carcelero. Casi tres años después fueron detenidos Manuela y Ramón. El fiscal les acusaba como autores de un delito de quebrantamiento de condena y solicitaba que se le impusiera a cada uno una pena de dos años, cuatro meses y un día de prisión menor. Manuela y su defensa se conformaron con la petición de penas del fiscal. La defensa de Ramón interesaba, que, dado que quien les abrió la puerta de la celda fue Manuela, se le impusieran a su defendido solo dos meses de arresto mayor. No le sirvió de nada. La Audiencia Provincial de Castellón condenó a los dos a la misma pena de dos años, cuatro meses y un día de prisión. Del otro fugado, Ángel, nada más se supo. A Manuela y a Ramón se les rebajó la cuarta parte de la pena al aplicárseles un indulto general que se dictó en aquellas fechas.
Lo que tiene narices es que el primero que se enteró de la fuga de los presos fue el panadero, que se había levantado muy temprano para hacer el pan del día. Y el carcelero durmiendo tranquilamente en su casa. Vivir para ver.
¡O a misa o a casa!
La realidad nunca deja de sorprender y supera lo que la imaginación más calenturienta pudiera pensar. Y aquí hay un ejemplo: El alcalde de Ares del Maestre promulgó un bando en el mes de enero de 1882, bando en cuya virtud los vecinos del pueblo citado que al tercer toque de vísperas para asistir a los oficios religiosos no asistieren a los mismos debían encerrarse en sus casas mientras durasen los oficios divinos, prohibiéndoles estar en la calle o en tabernas durante dicho tiempo. Es decir, o ibas a misa o te quedabas en casa.
Nada le sucedió al alcalde por tan seráfico bando, si bien, tras presentarse diversas quejas ante el gobernador civil de la provincia, fue llamado al orden, y dejó el mismo sin efecto.
Un crimen sin juicio en Vinaròs
Pocas veces he hallado un caso tan terrible como este, que acabó con la vida de dos jóvenes y la del propio asesino. El hecho sucedió en Vinaròs en 1924.
Entre las nueve y media y las diez la mañana del día 20 de mayo de dicho año, en una casa sita en la calle Salinas de Vinaròs, denominada Casita Blanca, se presentó Vicente Miralles Nebot, de 44 años de edad, empleado del Ateneo Mercantil de dicha población, cuando en la misma se encontraban Sebastiana Pascual Bonet y una amiga suya llamada Dolores Albiol Tomás, confeccionando una red de pesca para el citado Miralles.
Pero no era precisamente un chorizo lo que había visto, pues apenas se había cerrado la puerta de la habitación se oyó una gran detonación que hizo volver precipitadamente a la dueña a la habitación anterior, encontrándose con un cuadro desolador: las dos jóvenes que se encontraban en el lugar estaban muertas, una con la cabeza completamente destrozada y la otra, con el cuerpo deshecho.
Mortífera explosión
Este último, Vicente Miralles Nebot, conocido como El Cojo Morrín, fue el autor de la explosión, para lo que se valió de un cartucho de dinamita de los que habitualmente se empleaban para la pesca clandestina. Dicho individuo, pese a tener 44 años, pretendía casarse con la hija de la dueña de la Casita Blanca, de 18 años, hija de un pastor apodado Blosco.
Pocos días antes de los hechos el Cojo Morrín pidió la mano de la joven a sus padres, los cuales, como es de suponer, se negaron, poniéndole de manifiesto a dicho sujeto la diferencia de edad. El Cojo Morrín tomó muy a mal esa negativa y, tal como se supo posteriormente por una carta que había dejado escrita, comenzó a maquinar e idear un plan para vengarse.
Eso sí, la misma noche anterior al día de los hechos se cobró todo lo que se le debía. Como he relatado, el Cojo Morrín era empleado del Ateneo Mercantil de Vinaròs, donde estaba encargado del mostrador del mismo. Y cuando se dirigía al lugar de los hechos se cruzó con un convecino del pueblo, el cual le dio los buenos días, contestándole el Cojo Morrín: “A la nit ho veurem.”
Y así lo hizo, encendiendo el cartucho de dinamita y provocando la explosión mencionada. La pobre madre sufrió un ataque de histeria cuando vio los cuerpos destrozados de su hija y su amiga.
Lo ocurrido llenó de pánico a Vinaroz, pues se corrió el rumor popular que en la carta que el Cojo Morrín había dejado escrita, y que se encontró después de su muerte, se anunciaban más explosiones de bombas en distintos puntos de la población.
Te tocaré la figa... o el útero
Los hechos no tienen desperdicio. Realmente lo que dijo el acusado no era nada de “tocar el útero” a una joven. Esa expresión la añadió la Audiencia Provincial de Castellón en su sentencia. El acusado, que utilizaba el valenciano, empleó una expresión de muy alta potencia fonética en dicho idioma, que todos los que lo hablamos hemos oído. Lo que manifestó fue, literalmente, traducido al castellano: “¡Tienes que acostarte conmigo y te tocaré la figa!”. En valenciano, cuando se utiliza este tipo de expresiones por “figa” no se entiende precisamente “higo” sino los órganos genitales externos de la mujer, la vulva.
La frase no era precisamente una maravilla de refinamiento, y la profirió el acusado, Ernesto, a una joven que caminaba por la Ronda Mijares de Castellón.
Pero veamos lo sucedido: Ernesto, de 25 años de edad, de buena conducta, sobre las siete de la tarde del día 4 de mayo de 1952, al ver pasar por la Ronda Mijares de Castellón a María, y tal como dice la sentencia que le condenó, se abalanzó sobre ella con intención de tocarla y diciéndole que se iba a acostar con ella aquella noche y le iba a tocar el útero –sic-, aunque, realmente, lo que dijo, como he relatado antes, es que le tocaría la figa.
Botella y media de mistela
El acusado, cuando profirió dicha expresión, iba en unión de otros dos amigos por la Ronda citada. Iban la mar de contentos, pues ya se habían ventilado entre los tres una botella de mistela y estaban a mitad de la segunda. La alegría que tenían era manifiesta. Estando en pleno jolgorio, se cruzaron con una joven y, según declararon el propio Ernesto y los dos amigos que le acompañaban, el primero se dirigió a la misma, cogiéndola del brazo, diciéndole que aquella noche le tocaría la figa y otras expresiones soeces que no pudieron concretar ni Ernesto ni sus amigos, debido al estado etílico en el que se encontraban. La joven se defendió a fondo con un bolso de mano que portaba, con el que golpeó al acusado, refugiándose luego en una casa cuya puerta estaba abierta, rechazando violentamente a Ernesto para que no siguiera molestándola. El propio acusado reconoció los hechos, diciendo que cogió a la mujer por las solapas y el brazo y le dijo que esa noche se acostaría con ella y le tocaría la ‘figa’. Añadió que nunca le había ocurrido una cosa así y que se debía al alcohol.
Pero claro, estamos en el año 1952 y en aquella época la moral pública era férrea. Los tres magistrados de la Audiencia Provincial que juzgaron los hechos se vieron ante –para ellos- un grave dilema: ¡Cómo iban a poner en los hechos probados de la sentencia que lo que verdaderamente dijo el acusado fue que quería tocarle la figa! Eso no podía ser. No era admisible para ellos, esa expresión era contraria a la moral. Ellos eran hombres muy bien educados y no podían ni siquiera pronunciar esa palabra tan vulgar y grosera. Después de muchas cavilaciones lingüísticas decidieron sustituir “figa” por “útero”, con lo que lo que declararon probado fue el que el acusado le dijo a la mujer que le iba a tocar el “útero”. Aparte de no haber dicho eso, es que a nadie se le ocurre, incluso en esas circunstancias de alegría alcohólica, decirle a una mujer que le va a tocar el “útero”. Ni que fueran ginecólogos.
Polémica sentencia
El fiscal acusó a Ernesto de un delito de escándalo público, concurriendo la atenuante de embriaguez no habitual solicitando que se le impusieran las penas de dos meses y un día de arresto mayor y mil pesetas de multa. Su abogado defensor pidió que el hecho se considerara falta –hoy delito leve- y se le impusiera una pena de multa de hasta 250 pesetas y reprensión privada, pena esta última que hoy no existe.
La Audiencia Provincial de Castellón condenó a Ernesto por dicho delito de escándalo público a las penas solicitadas por el fiscal. No deja de asombrar que la Audiencia Provincial, que en aquella época no tenía inconveniente en sus sentencias en utilizar las expresiones de “enfermos tarados”, “cretinos”, “imbéciles” o “idiotas”, en cambio le parecía excesivo el relatar que lo que dijo el acusado era lo de tocar la “figa”, sustituyendo dicha palabra por la de “útero”. Además, y por si fuera poco, “figa” y útero no designan lo mismo, pues, como ya he relatado, “figa” son las partes exteriores de los genitales de la mujer, la vulva y el útero es la matriz. Para “tocarle el útero” habría que ser ginecólogo.
Desde luego, no tenían ni tienen actualmente la misma potencia fonética una y otra expresión. De todos modos, el delito de escándalo público requería en aquella época que se ofendiera “el pudor o las buenas costumbres con hechos de grave escándalo o trascendencia”. Así que la expresión “te voy a tocar la figa” revestía para el tribunal los caracteres de un grave atentado a la moral, tanta como para castigarlo con pena de prisión.
Los hechos ocurrieron en Vilafamés en el año 1878. En dicha población ejercía como párroco el cura que nos ocupa, José Peñarrocha, el cual vivía con una sobrina suya, joven, llamada Marieta la Menuda, es decir, la Pequeña, y un criado llamado Francisco Mateu. Corrió el rumor por el pueblo de que el cura había dejado embarazada a Marieta y que para evitar el escándalo había matado él mismo, de acuerdo con la madre, al niño recién nacido en el momento del parto, el 1 de noviembre de 1878, es decir, habían cometido un delito de infanticidio, auxiliándole su criado. El escándalo alcanzó su cima en el pueblo cuando el domingo 3 de noviembre de 1878 el cura en cuestión subió al púlpito para dar el sermón a los fieles asistentes a misa. Al verlo, los hombres asistentes a la celebración litúrgica, indignados, abandonaron la iglesia, promoviendo una reunión urgente del ayuntamiento y de los mayores contribuyentes de la localidad para expulsarle de la misma. Obsérvese que todo esto se hacía en base a un mero rumor.
Polémico pasquin
Cuando se enteró el sacerdote de dicha reunión y de su finalidad les manifestó que no hacía falta que acordasen tal cosa, pues él mismo se iría del pueblo si, a cambio, no daban cuenta de nada al obispo de la diócesis. Pero las cosas siguieron su curso y, como era de esperar, a peor. El lunes 4 de noviembre de 1878 se pegó por personas desconocidas un pasquín de papel rojo en el pueblo, de cuyo contenido se enteraron los vecinos. El pasquín, del que respeto su grafía, entre otras cosas, decía lo siguiente: “La Chicharra, Marieta la Menuda, ha parit una criatura lo divendres per la nit…Mateu va ser el comare i la va traure a les dos del matí, no sabem si mort…Señores, açó es masa escandalós, retor més p… (sic) i més a…(sic) no el te España. No te ell asoles la culpa, que la tenim tots los del poble per consentir que les nostres families deprengueren eixes males doctrines. No anem al Obispo, que no ens fará cas. Arreglemos nosotros”.Lo que traducido significaba: “La Chicharra, Marieta, la Pequeña, ha parido una criatura el viernes por la noche…Mateo fue el comadre –sic- y la sacó a las dos de la mañana, no sabemos si muerta…Señores, esto es demasiado escandaloso, rector más p…y más a…no lo tiene España. No tiene solo él la culpa, sino que la tenemos todos los del pueblo por consentir que nuestras familias aprendiesen esas malas doctrinas. No vayamos al Obispo, que no nos hará caso. Arreglémoslo nosotros.
Del pasquín en cuestión se sacaron copias, haciéndose pública la noticia. El juzgado de instrucción incoó diligencias penales por infanticidio contra el cura, su criado y Marieta, acordándose la prisión preventiva del primero de los mismos, pese a lo cual el cura siguió ejerciendo su ministerio en la cárcel de Castellón, no habiendo retirado el obispo al mismo las órdenes sagradas pese a conocer la imputación de que era objeto.
Celebrado el juicio, se dictó sentencia condenando al cura y a su criado –Mateo- a cadena perpetua. Marieta La Menuda fue absuelta.
José Peñarrocha, el cura en cuestión, publicó estando imputado un folleto titulado Moral católica, basándose en textos del Antiguo y Nuevo Testamento y en otros autores católicos. La sentencia condenatoria fue revisada en un nuevo juicio ante la Sala de lo Criminal de la Audiencia Territorial de Valencia, el cual se suspendió para que por la Academia de Medicina y Cirugía de Valencia se informase sobre la causa que produjo la muerte del niño. El 3 de diciembre de 1881 dicha Sala sobreseyó, es decir, archivó la causa respecto de Marieta La Menuda por fallecimiento de la misma.
Segunda sentencia
El proceso siguió contra el sacerdote ysu criado. El 2 de marzo de 1882, a la vista del informe de la Academia de Medicina citado, dicha Sala dictó sentencia respecto del sacerdote José Peñarrocha y de su criado Francisco Mateu absolviéndolos libremente de los cargos imputados.
A la vista de todo esto no cabe duda de que el sacerdote, José Peñarrocha, Marieta La Menuda y Francisco Mateu fueron objeto de una campaña de difamación y desprestigio atribuyéndoles un infanticidio que no habían cometido. Comenzó con un rumor que, al igual que las bolas de nieve, conforme se fue difundiendo se fue agrandando, provocando reacciones extemporáneas como el abandono de la misa que he relatado, basándose solo en simples rumores que tanto daño hicieron. No es por ello raro que el obispo no lo cesase. Los acusados negaron los hechos. Los sufrimientos que debieron padecer los tres imputados son fácilmente imaginables. Aunque hubo absolución al final, el mal ya estaba hecho.
La lechera de Castelló y la lechera de Burriana
Curiosos hechos ocurridos en Castelló y Burriana. El día 21 de junio de 1953, Luis, de 23 años de edad, de oficio legionario, se encontraba en las proximidades del Camino Viejo del Mar cuando se encontró con dos jóvenes, Encarnación e Irene, que regresaban del campo.
Al verlas, se bajó los pantalones, enseñándoles sus partes genitales, dándose a la fuga inmediatamente las mencionadas. Pocos días después, el 3 de julio, Luis volvió a hacer lo mismo; se encontró en los alrededores de Castellón a la lechera Rosa, la cual conducía una bicicleta en la que portaba varias botellas de leche para su reparto. Cuando Luis la vio se bajó los pantalones, enseñándole sus genitales al tiempo que le decía: ya que eres lechera, ordéñame, huyendo Rosa despavorida.
Luis ya había sido condenado anteriormente por el delito de abusos deshonestos. Se incoó causa contra él por dos delitos de escándalo público. Al fiscal le interesaba una condena de seis meses de arresto mayor y 3.000 pesetas de multa por cada uno de ellos. Su abogado defensor se conformó con la acusación del fiscal, si bien pidió al tribunal la benevolencia posible dada la condición de legionario de su defendido. Una atenuante inexistente, desde luego. La Audiencia Provincial de Castellón condenó a Luis por los mismos delitos y penas que interesaba el fiscal. Y, además, dado que tenía antecedentes penales cumplió efectivamente en prisión su condena. Por supuesto, no se apreció la atenuante de ser legionario.
Lo que pasó en Burriana
Los hechos sucedieron en Burriana el día5 de julio del año 1947 en una lechería. Dicho día se presentó el cabo de los Guardias Municipales en funciones de servicio, y por encargo y mandato del alcalde, en el negocio de lechería que María tenía establecido en una calle de Burriana, donde, además tenía su domicilio. El cabo llevaba una botella vacía e iba acompañado de una niña que portaba una jarra de leche que momentos antes había comprado en la mentada lechería.
El cabo invitó a María a que llenase la botella que llevaba con leche de la jarra que llevaba la niña, para lacrarla a continuación y presentarla al veterinario para su análisis. A dicha petición María opuso toda clase de obstáculos y evasivas y como quiera que el cabo insistía en que realizase dicho vertido, pues tenía que analizarse la leche, María arrojó al suelo la jarra, derramándose su contenido.
El cabo recogió la leche que pudo del suelo, echándola en la botella, marchándose seguidamente del lugar. Dos horas después volvió el tan citado cabo a la lechería para denunciar a la procesada por la acción que había realizado de tirar la leche y tratar de eludir el cumplimiento de la orden que le había dado el alcalde y, al decírselo a María, ésta le ofreció insistentemente un regalo del que decía que había de quedar muy contento, tratando con ello de influir sobre la voluntad del agente para que no cumpliera con su obligación.
El cabo denunció en el juzgado los hechos, incoándose causa penal contra María. El fiscal calificó los hechos como constitutivos de un delito de cohecho -por haber intentado sobornar al cabo- del que consideró autora a la acusada para la que interesó la imposición de una pena de dos meses y un día de arresto mayor y mil pesetas de multa. La Audiencia Provincial de Castellón la condenó precisamente por ese delito y a la misma pena. Este caso plantea dos cuestiones curiosas. La primera y más importante es la de qué contendría la leche que trataba de conseguir el cabo para que la acusada la tirase para evitar su análisis. ¡A saber lo que beberían los clientes de esa lechería! Y algo debió notar la madre de la niña, que con la jarra acompañaba a dicho cabo, para que acudiera a la Policía Municipal a denunciarlo. La segunda cuestión es el tipo de regalo que pretendía hacerle la acusada al agente para que quedara tan contento.
Nunca se supo. Por desgracia no he podido averiguar los resultados del análisis de la leche. No estaban en la causa judicial. Lo más probable es que hubiera más agua que leche. Era lo típico de la época para ganar más dinero y engañar a la gente, claro. Y, desde luego, no se le siguió proceso alguno por adulteración de la leche, por cuanto la misma no pudo ser analizada.
El estafador, el joyero y la madre superiora
Curiosísimo hecho sucedido en Castelló de la Plana en 1917 y que demuestra hasta qué extremos llegaba a alcanzar el ingenio de los estafadores ¡Cómo para fiarse de nadie!
El 6 de diciembre de 1917 se presentó en la platería de Rafael Moliner, situada en las Cuatro Esquinas de Castelló, un sujeto que vestía el hábito de capellán, el cual manifestó su deseo de adquirir una alhaja para hacerle un regalo a la Madre Superiora del convento de las Carmelitas de la calle Gobernador. El joyero le enseñó una gran cantidad de cadenas de oro y plata, medallones y gargantillas, ante cuya vista el cliente manifestaba que eran tantas y tan bonitas que no se decidía por sí mismo a elegir ninguna y prefería consultar con la Madre Superiora sobre la elección.
Salió el que vestía los hábitos de sacerdote, simulando ir al convento de las Carmelitas y al rato volvió a la joyería donde manifestó que era conveniente que un dependiente de la joyería fuera al convento citado llevando todas las alhajas que le habían enseñado, para que la Madre Superiora eligiera la que más le gustase. El capellán dejó una tarjeta de visita en la joyería en la que se leía un nombre y apellidos y debajo del mismo, Franciscano, diciendo que con dicha tarjeta le franquearían al empleado la puerta del convento y podría entrar él mismo con las alhajas, en cuyo interior estaría esperándole el que decía ser franciscano.
Dicho y hecho. Poco después el dependiente de la joyería llegó con las alhajas al Convento de las Carmelitas de la calle Gobernador, a cuya puerta encontró al capellán, el cual recogió del dependiente la tarjeta de visita que había entregado en la joyería y las alhajas, diciéndole que volviera más tarde a recogerlas, ya que la Orden Carmelita prohibía entrar en el convento.
El dependiente regresó a la joyería y, a las doce del mediodía, volvió al convento de las Carmelitas a recoger las joyas. Allí le dijeron que no sabían nada de ningún capellán, ni del regalo ni de las alhajas que reclamaba. El falso capellán había consumado astutamente su estafa. El valor de lo estafado ascendía a seiscientas pesetas de la época. Una vez lo supo el joyero denunció el hecho ante la Policía. El capellán vestía sotana con esclavina, sin manteo, aparentando tener unos 34 años de edad.
Nunca más se supo del capellán ni de las alhajas. Hay que reconocer el ingenio y sangre fría del estafador.
Ni lo salvaron, ni dejaron que nadie lo salvara
Sobre las once de la noche del domingo 18 de marzo de 1900, fiestas de la Magdalena, volvía solo a su casa, desde la ermita, el vecino de Castellón Francisco Salvador Cornelles, por la calle San Félix y al llegar a la esquina con la calle Conejos, hoy Carlos Llinás, se encontró a seis amigos que comentaban entre ellos un incidente que habían tenido poco antes con otro compañero llamado Ignacio Pachés Climent.
En aquel preciso instante se presentó de nuevo Pachés empuñando una hoz de las llamadas cañameras, arremetiendo contra el grupo, ante lo que los seis amigos y Francisco echaron a correr, pero Francisco corrió menos rápido que los otros, alcanzándole el individuo en cuestión que le clavó la hoz en la parte superior del hombro izquierdo. El Pachés se dio inmediatamente a la fuga y el propio herido también huyó, saliendo a la plaza de San Luis y al llegar al portal de la Purísima cayó desvanecido por la pérdida de sangre, y allí permaneció, tendido en el suelo, largo tiempo, sin que nadie le prestara el menor auxilio.
En aquel momento iban los serenos de Castellón a sus respectivos distritos y al enterarse de lo sucedido acudieron al lugar, rodeando tres o cuatro de ellos al herido y aquí los serenos se cubrieron de gloria, pues estando Francisco Cornelles tendido en el suelo, desangrándose de la herida en el hombro, herida que no era mortal de ser atendida rápidamente, no solo no atendieron al herido, sino que impidieron que otras personas lo hicieran, alegando que no se podía tocar al mismo antes de que llegase la autoridad competente, es decir, el juez de instrucción de Castellón. Por supuesto, no le hicieron a pobre hombre un simple torniquete ni intentaron taponar la herida, lo que hubiera impedido que siguiera perdiendo sangre y muriera, dejándolo desangrarse a la vista de los propios serenos y del público que acudió y rodeaba al herido. Una vergüenza donde las haya.
Francisco Cornelles no acabó de morir en la calle por pura casualidad, pues nadie hacía nada por él, pero se acercó al lugar el alguacil del juzgado de instrucción de Castellón, apellidado Breva, el cual trasladó al herido al hospital donde falleció a los pocos momentos. Francisco Cornelles trabajaba en la casa de San Vicente Ferrer, estaba casado y dejaba cuatro hijos.
Poco después fue detenido como autor del crimen el Ignacio Pachés Climent, el cual negaba haberlo cometido, si bien las declaraciones de los testigos le incriminaron claramente. El juicio se celebró ante el tribunal del jurado de la Audiencia Provincial de Castellón a fines del año, emitiendo los jurados un veredicto de culpabilidad, pero admitiéndole dos atenuantes, una de ellas la de embriaguez. El tribunal de derecho dictó sentencia condenatoria por homicidio. La pena impuesta al Pachés no excedió de los 12 años de prisión.
Lo indignante es que nadie ayudase al herido, ya que simplemente con un pañuelo colocado sobre la herida, taponando la salida de sangre hubieran impedido la continuación de la hemorragia y hubiera salvado la vida. O simplemente llevándolo enseguida al hospital. Los serenos se lucieron, desde luego, ni ayudaron ni dejaron que nadie ayudara. Francisco Cornelles no debió nunca haber muerto desangrado. No se siguió proceso alguno a los serenos.
¡Bébete el chocolate, cariño!
Lo sucedido fue lo siguiente: El año 1954 contrajeron matrimonio canónico en la iglesia arciprestal de Vila-real, José y la procesada María, los que ya con anterioridad habían mantenido relaciones íntimas, habiendo tenido, unos antes del matrimonio y otros después de su celebración, hasta siete hijos, de 22, 19, 18, 16, 11, 8 y 5 años de edad. María tenía 40 años al ocurrir los hechos. El día de Navidad del año 1954 acudió dicho matrimonio a una fiesta dada en casa de una tía de María, llamada Concha, hallándose entre los concurrentes un individuo llamado Joaquín, al que por primera vez conoció María; ésta, así como dicho individuo comieron, bebieron y bailaron, retirándose ambos a una de las habitaciones de dicha casa, donde, sobre un camastro, mantuvieron relaciones sexuales, surgiendo en María la idea de abandonar el domicilio conyugal.
El 26 de diciembre de dicho año María se marchó a Almenara para buscar a Joaquín y, ya puestos de común acuerdo, se marcharon juntos a Amposta y Badalona, ejerciendo la venta ambulante, viviendo juntos hasta el día 23 de junio de 1955, en cuyo día regresó de Badalona, ante el temor de ser obligada por la fuerza a volver a su domicilio, tras haberla denunciado su marido por abandono de familia. Una vez llegada de nuevo al domicilio conyugal, las relaciones entre los esposos, a causa de la conducta de María, se agriaron bastante, aunque sin producirse discusiones graves ni altercados violentos entre ellos.
María seguía queriendo volver con Joaquín y su marido, sospechándolo, le escondió el carnet de identidad y un pasaporte que tenía para marchar a Francia, no dejándola ni a sol ni a sombra, tal como ella dijo.
María seguía en su propósito de abandonar a su esposo e hijos, decidiendo matar a su marido y así, en fecha cercana al 24 de junio de 1955, María adquirió en una droguería un raticida llamado Nogat, consistente en un polvo blanco que mezcló con azúcar, decidiendo en un principio dárselo a su marido, pero se arrepintió de momento, tirando el producto adquirido, que había comprado para matar ratas en su casa. Sin embargo, pasada esta duda, nuevamente volvió a surgir con más fuerza en la mente de María la idea de matar a su marido para irse con Joaquín. Seguidamente volvió a la droguería, en la que adquirió, el día 14 agosto de 1955 cierta cantidad de azúcar mezclada con arsénico de sosa, cuyo preparado guardó debajo de la cama con la idea de suministrárselo a su marido en el momento que hallara propicio.
El 'día D'
María, en la mañana del día 21 de agosto de 1955 preparó el desayuno para sus hijos, consistente en chocolate cocido en un recipiente de aluminio, dándolo a sus hijos mientras su marido se hallaba en el campo cogiendo hierba para los conejos. Una vez que los hijos lo habían tomado, vertió el veneno en el chocolate que había de tomar su marido, llegando éste al poco tiempo, pidiendo su desayuno, dándoselo María con la sustancia tóxica dicha. Poco antes de que el marido se tomase el chocolate, la hija más pequeña del matrimonio, de cinco años de edad, al ver a su madre preparar el chocolate de su padre le manifestó que quería tomar más, apartándola la procesada con la mano diciéndole que eso era solo para su padre.
José, sin sospechar nada, ingirió el chocolate con el veneno puesto por su mujer, sintiendo al cabo de media hora los efectos del mismo, consistentes en agudos dolores en el vientre, que le obligaron a meterse en la cama. María, su mujer, que bien sabía a qué se debían dichos dolores, al cabo de algún tiempo dijo que iba a avisar al médico, sabiendo que no se hallaba en su casa, sin quela misma diese las señas de la casa en que su marido se hallaba enfermo. En vista de que aumentaban los agudos dolores de José, el mayor de sus hijos propuso llevarlo al Hospital Provincial de Castellón, viniendo también María y alguno más de sus hijos. Reconocido por el médico de guardia, al ver la fuerte intoxicación que padecía José, le preguntó a su esposa qué era lo que podía haber tomado, contestando ella, evasivamente, nada menos que acaso fuera un dragón o sapo venenoso que le hubiera caído en el desayuno; el estado del enfermo se agravó hasta el punto de que, dos días después, falleció, a las 13,30 horas, a consecuencia del envenenamiento sufrido.
La Audiencia Provincial de Castellón condenó a la procesada como autora de un delito de parricidio a la pena de muerte, estimando que concurrían las circunstancias agravantes de uso del veneno y premeditación, así como al pago de 250.000 pesetas a los hijos de José. La defensa recurrió la sentencia ante la Sala Penal del Tribunal Supremo, recurso que fue apoyado por el fiscal, alegando que la agravante de premeditación no debía ser apreciada por cuanto iba incluida dentro de la del uso del veneno. El Tribunal Supremo así lo consideró y sustituyó la pena de muerte por la de treinta años de reclusión mayor.
El demonio de Sant Joan de Moró y los fantasmas de Viver y Montán
Pocas veces he podido leer una muerte tan horrorosa como esta que voy a narrar, que encima ocurrió en plenas fiestas. El hecho sucedió el 16 de febrero de 1896 cuando se celebraba en Sant Joan de Moró, entonces término municipal de Vilafamés, el segundo día de los carnavales. Un vecino de la localidad cuya identidad no he podido averiguar, participaba en dichas fiestas disfrazado de demonio y no tuvo otra ocurrencia, para desempeñar más vivamente su papel, que proveerse de cohetes de caña que iba encendiendo de modo que parecía que echaba fuego por la boca. Cuando ya solo le quedaba un último cohete, le prendió fuego por detrás con tan mala fortuna que el cohete le estalló dentro de la boca destrozándosela completamente, así como la cara.
Por si esto fuera poco, el público asistente a los carnavales consideró todo esto como una gracia más del individuo en cuestión, riéndole lo que ellos consideraban que era una gracia, ignorantes de lo que realmente había pasado. Las contorsiones, gritos de dolor y agonía que daba el pobre desgraciado los tomaban como una simulación y consideraba la gente que era una magnífica interpretación del demonio. El pobre hombre se dirigió a varias casas demandando auxilio, pero cuando llegaba a la puerta de cada una de ellas, se las cerraban impidiéndole el paso diciéndole que en casas de cristianos no puede entrar el demonio. Al final fue asistido médicamente, pero ya fue inútil y el pobre hombre falleció entre atroces dolores a las cuatro y media de la madrugada del día siguiente.
Los fantasmas de Viver
Extraño suceso ocurrido en el pueblo de Viver en la noche del día 11 de enero de 1922. En hora no determinada de la madrugada penetraron en el interior del domicilio de Pedro Orero Máñez, vecino de Viver y natural de Canals (Valencia), cuatro individuos con intención de robar, cosa que consiguieron, apoderándose en su beneficio de varias ropas y de 800 pesetas.
Hasta aquí todo parecía encajar dentro de la normalidad de un robo, pero lo extraordinario viene a continuación, y la fuente en la que baso este relato es sumamente fiable, pues es el comunicado oficial de la Guardia Civil. Los cuatro ladrones, tras cometer su fechoría, decidieron gastarle una broma a Orero. Para ello fueron al dormitorio donde este se hallaba felizmente durmiendo con su mujer, Francisca García, le sacaron de la cama, sin que el mismo se apercibiera de ello, despertándose pasadas tres horas encima de un colchón en el corral de su casa, donde lo habían depositado los ladrones. En su declaración a la Guardia Civil manifestó Orero que no se explicaba cómo su esposa no se enteró de nada. Vivir para ver. Está bien claro que este matrimonio no necesitaba somníferos para poder conciliar el sueño.
El fantasma de Montán
Curioso suceso ocurrido en Montán en el año 1909. José Gayete Pla, de 55 años de edad era un tipo peculiar. A lo largo de varias noches de diciembre de 1909 se dedicó a recorrer a pie las calles de su población revestido de una sábana blanca bajo la que llevaba un gran trabuco, cuyo cañón sobresalía de la misma. Vestido de esa manera recorría las calles dando el alto a las personas que encontraba en su camino.
El lector puede imaginarse los sustos que se llevó la pobre gente que se topó con él cada una de estas noches, en unas calles mal iluminadas y solitarias, viendo aparecer a un individuo vestido de fantasma y con un trabuco que les ordenaba detenerse. En cuanto lo veían todos huían despavoridos.
Hay que decir que nunca disparó el arma en sus correrías, pero tanto hartaron a la gente de Montán estas gracias que un grupo de jóvenes decidió cortar por lo sano y acabar con las apariciones del fantasma. Así, la noche del 15 de diciembre de 1909 varios de ellos se apostaron en una esquina del pueblo y cuando por la noche vieron pasar al fantasma con su trabuco, le salieron al paso, acometiéndole, pero sin causarle daño alguno. El que echó a correr, lleno de miedo fue el fantasma. La Guardia Civil posteriormente le ocupó el trabuco. A partir de entonces se acabaron las apariciones del fantasma de Montán.
El violador en serie de Castellón
Es de todos conocida la existencia del asesino en serie de Castellón, JFV, pero lo que resulta desconocido es que en Castellón hubo un violador en serie en el año 2002. El autor de los hechos no aparentaba por sus signos físicos y buena presencia ser un violador en serie. Llevé a cabo la acusación en juicio y quedé sorprendido de su aspecto pacífico y de su buena presencia, alto, delgado, bien vestido, ojos azules, tratándose, en cambio, de una persona sumamente peligrosa como se verá a continuación. Esperaba ver otra cosa muy diferente, habida cuenta de los hechos imputados. Catalin, de nacionalidad rumana tenía en el momento de los hechos 25 años de edad. Vino a España en el año 2002, trabajando como albañil en una localidad cercana a Castelló. Los fines de semana salía hasta altas horas de la madrugada, acudiendo a lugares de esparcimiento.
El acusado era listo. Lo primero que hizo en el juicio fue renunciar a su abogado defensor. Era evidente su intención de retrasar el juicio, pues no supo dar explicaciones a las razones de dicha renuncia ni mencionó el nombre de algún otro abogado que prefiriese que le defendiera aparte de que solo planteó esta cuestión cuando empezaba el juicio, pudiendo haberlo hecho mucho antes. El tribunal, lógicamente, no accedió a dicha renuncia, continuando defendido por el mismo abogado.
En el juicio, a las víctimas se las protegió, permaneciendo en un local aparte para que no las pudiera ver el público, custodiadas por la Guardia Civil, declarando en el juicio tapadas por un biombo que evitaba que pudieran ser vistas por el público asistente a la Sala. El acusado, cuando le pregunté si era el autor de los hechos manifestó que no, que a la hora en que los mismos ocurrían él se encontraba durmiendo en su casa.
Modus operandi
El procedimiento seguido por el procesado era el de acechar a las chicas jóvenes que regresaban el domingo de madrugada a su domicilio, eligiendo a las que más le gustaban, siguiéndolas hasta que las mismas llegaban a su domicilio, y cuando abrían la puerta del portal, Catalin -nombre ficticio- se les acercaba como si se tratase de un vecino más, incluso simulando que sacaba unas llaves para abrir, de manera que hacía creer a su víctima que, de verdad, era un vecino, por lo que la misma le franqueaba la puerta. Una vez entraba con la joven en el portal, ya en el mismo o en el ascensor, atacaba a las mismas amenazándolas de muerte y esgrimiendo un cuchillo para evitar que se resistieran a sus repugnantes propósitos
De este modo, dicho individuo atacó a una joven a las seis de la madrugada del 3 de marzo de 2002 cuando la misma regresaba a su casa y atravesaba un descampado existente cerca de la estación de Renfe, atajo que había tomado para llegar antes. La amenazó de muerte y consumó la violación, causándole lesiones en las piernas.
Nueva actuación de este depravado tuvo lugar a las cinco de la madrugada del 21 de abril de 2002, agrediendo a una joven de 18 años en la calle Cartagena de Castelló, a la que golpeó para anular su resistencia, causándole lesiones, si bien ante los gritos de la joven no pudo consumar su propósito, huyendo del lugar. Actuó otra vez el 28 de abril de 2002, en que atacó a una mujer que entraba en el portal de su finca esgrimiendo una navaja, si bien no pudo consumar la violación ante la resistencia que ella opuso, asiendo con las manos la hoja de la navaja y empuñadura, hasta romper la hoja. La mujer sufrió lesiones, huyendo Catalin. Nuevas agresiones sexuales realizó este individuo, una, el día 12 y dos agresiones el 26 de mayo, no llegando a consumar las violaciones y otra el 7 de julio también de 2002 que sí consumó. Se apoderó del móvil de las víctimas en dos ocasiones. Hubo una decena de hechos similares en dicha época, con el mismo modus operandi, pero no pudieron ser probadas.
Condenado
Se le pudieron probar siete agresiones sexuales violentas, dos de ellas, violaciones consumadas. Pedí 57 años de prisión como autor de siete agresiones sexuales, dos robos con intimidación y dos delitos de lesiones. La Audiencia Provincial de Castellón le condenó en total a 44 años de cárcel y a indemnizaciones que superaban los 130.000 euros. El Tribunal Supremo confirmó dicha sentencia.
Los vampiros de Benicarló
Terrible suceso ocurrido en Benicarló en 1921. El día 8 de mayo de dicho año desapareció el niño de 14 años Pascual Llopis Martínez. Había ido al cine –el Salón Cine Familiar- con otros amigos. Acabada la sesión salió del mismo, le acompañó hasta cerca de su casa uno de sus amigos, Joaquín.
A partir de ahí se perdió todo rastro de Pascual. El niño desapareció como por ensalmo. Su madre, alarmada, lo buscó sin cesar, denunciando la desaparición del niño a la Guardia Civil. Las investigaciones no dieron ningún resultado.
Siete días después de su desaparición, en la mañana del día 15 de mayo de dicho año, fue encontrado el cuerpo del niño flotando en una balsa sita en el término municipal de Càlig, dentro de un saco hinchado por efectos del agua y en evidente estado de descomposición. Enterada la Guardia Civil de ello, acudió al lugar acompañada de un hermano del niño, el cual identificó el cadáver.
Sin una gota de sangre
La autopsia acreditó que el niño había sido degollado, extrayéndole toda su sangre, teniendo seccionada la yugular y varias heridas en diferentes partes del cuerpo.
Las investigaciones llevadas a cabo concluyeron que el crimen estaba relacionado con el curanderismo, habiéndole asesinado para utilizar la sangre del niño, así como su grasa, para curar a enfermos de tuberculosis y fabricar productos propios de los curanderos, existiendo la creencia de que dicha enfermedad, así como la lepra y algunas otras se curaban bebiendo la sangre de una persona joven y sana. Como es lógico, el crimen despertó una profunda ola de indignación y de temor en la ciudadanía, dejando los niños durante un buen tiempo de acudir al cine. El teniente coronel jefe de la comandancia de la Guardia Civil de Castellón, Arturo Roldán Trápaga, se trasladó a Benicarló para impulsar las diligencias.
Las investigaciones de la Guardia Civil apuntaban a que Pascual, al salir del cine, fue requerido por el o los criminales para que les acompañase a la estación de ferrocarril, distante a un kilómetro del pueblo, prometiéndole una buena gratificación. Ya fuera del pueblo le dieron un primer tajo en la garganta cortándole la yugular. Se suponía que inmediatamente un enfermo de tuberculosis bebió ávidamente la sangre que manaba de la herida, que consideraba que era el medio de curarse la enfermedad y, para que el niño no gritara le amordazaron con un pañuelo lo que concordaba con que la lengua del niño quedara entre los dientes. Luego se le causó una segunda herida en el cuello para rematarlo.
El Ayuntamiento de Benicarló expuso al público, en la puerta del mismo, el saco en cuyo interior se halló el cadáver de Pascual por orden del juez de instrucción el que, además, ordenó y así se realizó, que se pregonase por el pueblo un bando invitando al vecindario a pasar por el ayuntamiento y ver el mencionado saco con objeto de que, si alguien lo reconocía como perteneciente a algún conocido lo participase al juzgado. Prácticamente todo el pueblo de Benicarló desfiló ante el saco, sin que nadie lo reconociera.
Paseo de Febrer Soriano, Benicarló
Nada se supo de los criminales. Diariamente se practicaban detenciones y se tomaban declaraciones a gente sospechosa de haber participado en el crimen, sin resultado alguno. El 16 de septiembre de 1921 el juez de instrucción de Vinaròs emplazaba por edictos, para que se personasen en el mismo, a los presuntos autores del asesinato del niño, dando sus señas particulares.
Dicho emplazamiento decía: «se cita, llama y emplaza a dos individuos desconocidos que estuvieron en la Ermita de San Gregorio, de la villa de Benicarló, el día de la fiesta 9 de mayo último, acompañados de dos mujeres y que vestían traje de americana de color oscuro, zapatos negros y sombrero flexible, uno de ellos muy chato –sic- con bigote recortado y más bajo que el otro para que comparezcan en este juzgado de instrucción dentro del término de diez días con objeto de recibirles declaración en el sumario número 28 del corriente año, sobre desaparición y muerte violenta del joven Pascual Llopis Martínez».
Es decir, se sospechaba de la intervención de cuatro personas en el hecho, las cuales, por la cuenta que les tenía, no aparecieron nunca. Alguien debió verlas acompañando al niño, pues no de otra manera se entiende la descripción detallada que se hace en el edicto. El crimen quedó impune para desgracia de la justicia.
Juan Salvador Salom Escrivá
El fiscal Juan Salvador Salom Escrivá, con más de 40 años de experiencia en Castellón, ha documentado la crónica negra de la provincia en su obra Crímenes olvidados de Castellón, dividida en tres volúmenes que recogen 1.750 delitos desde 1800 hasta 1936. Disponible en la librería Plácido Gómez, el libro aborda crímenes impactantes como asesinatos, envenenamientos y violencia doméstica, y está organizado por municipios, destacando la peculiaridad de los casos.
Salom, quien planea ampliar la obra hasta 1980, observa cambios en la delincuencia: en el pasado, los crímenes eran más impulsivos y relacionados con la falta de entretenimiento y el consumo de alcohol. También reflexiona sobre casos contemporáneos como el de Joaquín Ferrándiz, asesino en serie condenado a la máxima pena en su tiempo, y señala la ausencia de figuras similares en los registros históricos. Salom subraya cómo la maldad ha evolucionado, aunque la realidad siempre supera la ficción.