Se dice que en el apócrifo Llibre del Bé i del Mal se escribió que el labrador Perot de Granyana araba sus propias tierras en el momento de producirse el hallazgo de la imagencilla de la Mare de Déu del Lledó en 1366. Para los historiadores, documentar la presencia de este personaje ha sido una labor pertinaz, y más en particular para el doctor Sánchez Adell, quien rebuscando en los más antiguos Llibres de vàlues de la peyta precisa que en el año 1398 aparecen censados en Castelló cinco vecinos cuyo apellido es Granyana, pero ninguno de ellos posee tierras en la partida del Lledó. Un texto posterior, de 1462, señala la propiedad de un tal Pere de Granyana en esa área: «Item. VII fanecades de terra franques que afronten ab la Verge María del Lledó».

A lo largo del siglo XVI, esta finca pertenece a la estirpe de los Granyana, lo que permite entroncar la tradición oral del hallazgo, vinculado en esta centuria por el cronista Rafael Martín de Viciana, al labrador citado espuriamente en el Llibre del Bé e del Mal, lo cual todavía refuerza el carácter apócrifo de este texto, como demostró el reputado cronista Sánchez Gozalbo.

Al margen de ello, obsesiona a los historiadores cómo pudo recibir culto (de ser cierta la pretendida fecha del hallazgo en el siglo XIV) una imagen de tan solo 70 mm. de altura y factura tan simple como la de la Lledonera, que no tiene nada que ver con la iconografía de la madre de Dios, que ya en el románico está plenamente establecida, continuando el modelo tipificado en el paleocristianismo y consolidado, en majestad, por los bizantinos.

Si la auténtica troballa se produjo un siglo después de la reconquista ¿a santo de qué los castellonenses identificaron la reliquia de alabastro con la representación de la Virgen? No cabe sino pensar que esta diminuta estatuilla ya debía ser objeto de devoción desde un tiempo anterior a la normalización del modelo plástico mariano. Bien lo testimonia el profesor Joaquín Campos cuando afirma «que si la figura no hubiera venido avalada por un anterior y viejo prestigio religioso, su veneración inicial hubiera repugnado dentro del cristianismo».

La escultura de Adsuara del Perot de Granyana representa al labrador que encontró la imagen en 1366.

Aclarar el misterio

Para tratar de aclarar el misterio se puede establecer una hipótesis sin otro valor que el de la mera conjetura, con la reverencia a los dictámenes establecidos por eruditos investigadores del tema como los doctores Campos, Llidó Herrero, Arasa, Beltrán y Gusi, y el documentado prior de la basílica del Lledó mossén Francés Camús

El Dr. Joaquín Campos, después de un concienzudo cotejo tipológico con imágenes semejantes del culto mesopotámico, pertenecientes al tercer milenio a. C., no duda en calificar la estatuilla como una plasmación de la diosa Isthar, ateniéndose, además, a una serie de crípticas escarificaciones que presenta su cuerpo reveladas en fotografías. El catedrático aragonés Antonio Beltrán también la determina como femenina y parece concretar cierta concordancia de la forma con los ídolos orientales, aunque no determina la época. En su tesis doctoral, mossén Joan Llidó Herrero coincide con Campos en el origen mesopotámico de la pieza, incluso retrotrayendo más su cronología. Por su parte, el arqueólogo Francesc Gusi la estima como de importación orientalizante, pero lo más importante de su argumento es la vinculación con la magia del periodo tardorromano y en concreto con los exvotos de sanación milagrosa. Por último, el doctor Ferràn Arasa encuentra paralelismos de la imagen con figuras del periodo calcolítico del sur de España.

A este respecto, tal vez lo importante no sea tanto el origen, ni el lugar de procedencia, sino el momento en que ya empezó a ser considerada como un objeto digno de veneración y, en particular, vinculado con la efigie de María.

Los romanos fueron muy dados al uso de amuletos, singularmente los relacionados con la gestación, y también veneraron a los antepasados (manes), y a los lares y penates, como dioses protectores del hogar, cuyas pequeñas imágenes estaban en lugares honrados de las viviendas. Podría pues colegirse que la estatuilla Lledonera pudo ser tenida como uno de estos talismanes en los tiempos del bajo imperio, por alguna familia pudiente local, llegando a gozar de un cierto prestigio milagrero, reconocido socialmente.

Con posterioridad, el paleocristianismo, igual que abominó de ciertos ídolos, reconvirtió a su seno muchas prácticas paganas y admitió algunos amuletos salutíferos vinculados a la Virgen y a los santos. Casi paralelamente, el concilio de Éfeso del año 431, designaba a María como madre de Dios. Así pues, debió ser en el amplio arco del final del imperio y el periodo visigótico cuando la pequeña imagen de la patrona de Castelló debió ser valorada como referencia de la theotocos, antes de que llegase a estos lares el prototipo plástico bizantino derivado a la románica Maiestas Mariae con el que se la reconocería en las iglesias. La talla de la diminuta imagen de la Lledonera, con las caderas marcadas y el vientre prominente, pudo hacer pensar en la madre gestante. Isthar, diosa del amor y de la fertilidad, transmutada en María.

Condición prodigiosa

Así pues, puestos a especular, nada tendría de extraño que la figura que entre otras virtudes pudo tener la del favor en los partos, se trasmutara en la imagen encinta de la madre de Cristo. El hecho de su condición prodigiosa llevó a los religiosos castellonenses a sacralizarla bajo la advocación cristiana. «Tan sólo puede obrar milagros una imagen de la Virgen», debieron pensar los eclesiásticos en su embrionaria teología devota. Y con este prestigio fue venerada y defendida por algunos mozárabes castellonense, que tal vez en los tiempos de las invasiones almorávides o almohades optaron por esconderla, debajo de una piedra, para evitar su profanación. La memoria histórica, llevada de boca en boca, haría el resto, al producirse el hallazgo.

De otro modo no se puede explicar que en 1366, fecha en que apócrifamente se documenta la troballa, se identificara la diminuta escultura de alabastro con la figura de la Virgen María, dado que la iglesia, desde el siglo VI, ya tenía muy establecida su tipología y obviamente no permitiría el culto a una pieza tan distinta a la imagen establecida, como bien lo demuestran las disposiciones sinodales de la época. 

La devoción a la Mater Dei debió ser muy temprana, habida cuenta que Sánchez Adell, Sánchez, Gozalbo, Díaz Manteca, Revest y Francés Camús, entre otros prestigiosos historiadores, vienen a señalar un culto mozárabe. Ello podría hacer pensar, en otro orden de cosas, que tal vez se mantuviera y que no fuera impedido por los conquistadores islámicos, aun en los periodos de mayor intransigencia religiosa, y, por tanto, que la devoción a la Lledonera debía estar establecida cuando las tropas de Jaime I llegaron al llano del Castell Vell. El área donde hoy se encuentra la basílica de la patrona parecía gozar de una especial reverencia popular muy anterior a la reconquista cristiana. Incluso los eruditos presuponen la presencia de una pequeña ermita donde recibiría culto la imagen. 

Imagen del altar mayor de la Basílica de Lledó en la capital de la Plana.

Aura de religiosidad

Desde la época romana, la zona pudo tener un aura de religiosidad. De hecho, si esta historia cayera en las manos del imaginativo Sánchez Dragó, con la especulativa adjudicación al terreno del insondable orónimo céltico al dios Lug, estimaría que los posteriores hallazgos romanos en la Senda de la Palla, la Font de la Reina o las partidas de Gumbau, Canet, Zafra, Binamargo o Fadrell, a la vera del Caminàs, otorgarían a la vía cierto estigma de sendero iniciático. Excesivo, sin duda, pero misterioso y sugestivo a un tiempo. 

La pequeña deidad de arcano origen, tal vez cercana a los cinco mil años, como presupone el profesor Campos, sería la imagen de la Virgen María más antigua de todo el orbe y, desde luego, la de forma más inaudita y enigmática. Hierofánico, sorprendente, prodigioso y críptico, en pro de una devoción tan arraigada como varias veces milenaria.