Daniel Prades Hernando fue el conserje del cementerio de Castelló desde 1936. El testigo lo cogió su yerno, Antonio Ripollés Tirado, que ostentó el cargo hasta su jubilación hace un par de décadas. Su nieto, también Antonio Ripollés, decidió estudiar Empresariales y trabajar en banca antes que seguir por el mismo camino que sus dos antepasados, pero recuerda con orgullo la historia de su padre y abuelo al tiempo que rememora algunas de las vivencias de todos esos años.

¿Cómo consiguió su abuelo el trabajo de conserje? Teniendo en cuenta que lo asumió en noviembre de 1936, año del inicio de la Guerra Civil, como no podía ser de otra forma la fecha de entrada estuvo ligada con el conflicto bélico. “Al anterior conserje, el bando republicano le torturó hasta la muerte, así que mi abuelo, que era el único sepulturero que sabía leer y escribir, le sustituyó”, recuerda hoy el nieto de Daniel, que rememora un buen número de historias de aquella fatídica guerra que su abuelo vivió en primera persona: “Hacían fusilamientos en el cauce del Río Seco junto al cementerio o en la misma pared exterior del recinto. A mi abuelo le avisaban el día de antes y me contaba que esa noche no dormía. Todavía lloraba cuando se acordaba, pero también me decía que algunos venían con bocadillos para ver los fusilamientos. Ni lo entendía él entonces, ni lo entiendo yo ahora”.

Daniel Prades se encargaba durante la Guerra Civil de la sepultura de los muertos de ambos bandos, aunque en el caso de los fusilados las autoridades disponían que había que enterrarlos en fosas comunes: “Pese a lo inhumano que era todo y las barbaridades que hicieron ambos bandos, mi abuelo intentaba que fuera todo lo más humano posible, que estuvieran todos en fila y no apilados, y llevaran algún objeto personal para que luego pudieran ser identificados. Siempre les enterraba con el máximo respeto”. 

Imagen del entierro de Fernando Herrero Tejedor en 1975 al que asistió todo el Gobierno de entonces en pleno. En su tumba no faltaría nunca flores y el propio Adolfo Suárez, su pupilo, la visitó en varias ocasiones.

Recuerda Antonio una historia en concreto que emocionaba a su abuelo: “Él era de Llucena y vio a un fusilado el día antes que lo mataran, le dio los objetos personales para que se los diera a su familia. Cada vez que lo contaba lloraba como un niño. Siempre me decía que la guerra es lo más duro que puede vivir una persona”.

Una vez concluyó el conflicto, afirma Antonio, un superviviente acudía cada año al cementerio de Castelló a celebrar su ‘segundo cumpleaños’: “Se salvó del fusilamiento porque se hizo el muerto. Cuando vio que ya no había peligro se escapó y sobrevivió, así que cada año esa fecha iba al mismo sitio en el que las balas no le mataron de casualidad”. 

Un ‘cliente’ ilustre

Pasada la guerra -en la que Daniel, entonces conserje del cementerio de Castelló, llegó a recibir un disparo en la pierna, a refugiarse en una tumba durante un bombardeo aéreo o a ver cómo una bomba caía sin explotar frente al mausoleo que recuerda a los niños fallecidos en la tragedia del cine La Paz de 1918-, su trabajo recobró la normalidad. “Sobre todo se encargaba de las actas, de labores administrativas y de las entradas, porque salidas no había ninguna...”, bromea Antonio, que no oculta que uno de los visitantes más ilustres fue el ‘Cuñadísimo’ de Franco, Serrano Suñer: “Tenía enterrada en Castelló a su madre, así que iba a menudo”. 

Otro descendiente de Daniel, José Miguel Prades Fabregat, recuerda esta relación de la siguiente forma en un artículo: “Cierto día recibió la visita de Ramón Serrano Suñer requiriendo para que le acompañase a visitar determinada sepultura y la mantuviese siempre en buen estado. Al término de su visita Serrano Suñer se despidió preguntándole si podía hacer algo por él, a lo que le respondió que el ayuntamiento le debía unos atrasos desde hace un tiempo. A los pocos días esa deuda fue saldada”.

Todo quedó en casa

En el momento en el que Daniel se jubiló hace 50 años, el padre de Antonio, también Antonio de nombre, asumió el cargo. Las dos generaciones residieron en el mismo cementerio, por lo que hoy el nieto recuerda algunas anécdotas sobre su peculiar vivienda: “La ventana de mi habitación daba una parte al cementerio y la otra a la calle”. Los cumpleaños de la clase, eso sí, no se celebraban en esta casa, aunque sí acudían allí los amigos de Antonio a jugar “porque fuera hay mucho espacio”. En resumidas cuentas, la familia no vivía nada mal: “Es un sitio muy tranquilo”.

Afirma Antonio que pese a todo el misterio que rodea estos recintos no vivió nunca ningún fenómeno paranormal en los casi 18 años en los que vivió allí: “Algún gamberro vino alguna vez y una vez un extranjero pensaba que era un hotel. Cuando supo que era un cementerio le faltaron piernas para correr”, recuerda aún entre sonrisas. En una ocasión, asegura, acudieron también al camposanto para intentar grabar cacofonías sin éxito: “Lo único que se escuchaba luego era el tren o los pitos de los coches”.

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