El mundo anda desquiciado", se oye decir con cierta frecuencia. Y, sin embargo, en medio de él hay gente que, sin nada especial, disfruta de la vida. Y no se trata, muchas veces, de poseer dinero abundante o ausencia de problemas. Hay personas de pocos recursos que son felices y otras adineradas, que no lo son; y viceversa. Es, pues, algo diferente.

Una vida lograda es el título de un libro reciente que --al final-- no da ninguna receta para alcanzarla. Y es que saber vivir no es cuestión de técnicas o recomendaciones. Es, más bien, la pregunta esencial que se ha hecho todo pensador, desde Sócrates hasta Kant; también la tan cacareada postmodernidad, que cree pasar de ella. Es pretensión absurda ignorar la pregunta: ¿Cómo ser feliz?

La línea de pensamiento que intenta responder a esa pregunta es la ética. Por ello su estudio es fundamental en la educación de cualquier persona, al margen de creencias religiosas.

El primer error es fundamentar la vida lograda en circunstancias externas; y pensar que, cambiando éstas, se puede alcanzar la felicidad. La experiencia se encarga de hacer patente que los eternos insatisfechos continuarán así, por mucho que consigan tener o disfrutar. La envidia y la ambición son las actitudes que más contribuyen a esa insatisfacción permanente que impide vivir contentos. Tampoco otras cuestiones más personales --la salud-- ayudan mucho, si se quedan en lo meramente material. Todos conocemos enfermos pacientes y alegres; y otros análogos que viven amargados. Y con ciertos matices, lo mismo podría decirse del trabajo, de la convivencia. No es que todo esto carezca de importancia. La vida es una suma de innumerables influencias, y cada circunstancia contribuye positiva o negativamente al resultado final. Lo que quiero indicar es que el fundamento último de una vida armónica, pacífica y satisfactoria, está más en el interior de la propia persona que en su entorno.

Los acontecimientos exteriores tienen su influencia. Pero el modo de encajarlos, acogerlos y asimilarlos, depende de nosotros. Todos conocemos, probablemente, el Decálogo de la felicidad que escribió Juan XXIII; o los consejos que daba la madre Teresa de Calcuta. Nadie está predestinado a la felicidad o a la amargura. A ser feliz también se aprende; como a tantas cosas en la vida. E, igual que cualquier aprendizaje, supone tiempo, tesón y corregir los inevitables errores. La fe religiosa supone una gran ayuda. Pero no lo es todo. Hay una ética humana que es necesario practicar. Sobre ésta, el creyente puede levantar una felicidad más alta, hecha de fe, esperanza y amor a Dios; y, por tanto, más indestructible. Pero Dios no edifica sobre el aire; necesita una personalidad humana correctamente enfocada por una ética adecuada, más allá de los vaivenes de la existencia.