Hace escasas semanas, el Arzobispo de Granada escribía: "Dios se nos revela en Cristo como Amor absoluto, infinito, incondicional". Este último adjetivo, el menos utilizado quizá al hablar de Dios, es el que me gustaría glosar hoy. La cercanía de la Navidad nos hace más patente ese Amor sin condiciones. Dios nos ama hasta el punto de hacerse hombre para salvarnos del pecado; pero no se impone: pide la aceptación de María.

Cuando llega el momento, tampoco "prepara" las circunstancias más favorables. Nace a merced de los dictados del Cesar, de las aglomeraciones de viajeros de Belén, incluso de las envidiosas maniobras asesinas de Herodes. "El Verbo de Dios se hizo carne" de manera incondicional.

No le son ahorrados el hambre, el calor o el cansancio... Ni tampoco el sufrimiento, la angustia y la muerte. Jesucristo entrega la vida por la salvación humana, sin cláusulas ni limitaciones.

Así es el Amor de Dios: a la humanidad y a cada uno. Ahora, pues, nos corresponde preguntarnos: ¿cómo es mi amor a Dios? ¿es también incondicional?

¡Cuántos cristianos hay que ponen condiciones a Dios!; en cosas pequeñas y en grandes: "iré a Misa, siempre que no me resulte demasiado incómodo..., o siempre que sienta esa necesidad...". O quizá: "no puedo aceptar un Dios que permite tantos males en el mundo...".

Conciliar la existencia de Dios con la presencia del dolor --siendo cuestión ardua-- no tiene una solución demasiado difícil: cree en Dios, ámale, confía en Él, vive esa fe cada día... y, al final, entenderás el sentido profundo del dolor.

La clave está ahí: el Amor de Dios es incondicional, pero también pide una apertura incondicional por nuestra parte. Dios es "El Altísimo": no se deja condicionar por nadie. La razón que pone condiciones para entender a Dios, no le entenderá jamás; quedará encerrada para siempre en los estrechos límites de su pensamiento.

De ahí que el famoso principio filosófico, "pienso, luego existo", encierre en sí el germen del agnosticismo que ha llegó más tarde. Por mucho que el propio Descartes, y luego Kant y otros, tratasen de justificar la existencia de Dios por diversos caminos. Si la razón es el límite de todo conocer, siempre resultará insuficiente para satisfacer los deseos del corazón humano.

A Dios sólo se llega con una sabiduría interior -suma de inteligencia, amor y afectos-, que abre el hombre a la trascendencia. Una apertura que se hace posible sólo si somos capaces de conocer y amar incondicionalmente.

Y lo mismo sucede con el amor humano. El auténtico amor es siempre incondicional. Un amor con tapujos, con limitaciones (de tiempo, de carácter, de circunstancias...) es un amor mentiroso. Es un amor propio disfrazado. Por eso el matrimonio es para siempre: porque no existe una donación amorosa parcial.

La tarea de esta vida es conseguir hacer de nuestro amor (a Dios, a la familia y al prójimo) una donación incondicional.