La mayoría de ciudadanos se mostraban esperanzados en 1981 respecto al valor del autogobierno y casi todos coincidían entonces en la necesidad del superar el centralismo. Aunque la gran manifestación por la autonomía que protagonizaron miles de valencianos el 9 de octubre de 1977 ya era lejana, no por eso se habían perdido las ilusiones de un pueblo que aspiraba a autogobernarse en el marco de una España constitucional y democrática. El proceso autonómico había sufrido desde entonces distintos vaivenes con la constitución del llamado Plenari de Parlamentaris que, conformado por los representantes valencianos en las Cortes Generales, dio los primeros pasos para alcanzar el autogobierno. Una nueva etapa en el camino hacia a la autonomía fue la constitución del consell preautonómico que presidió el socialista Josep Lluis Albinyana y que naufragó en los debates sobre la aplicación en la tramitación de la autonomía de los artículos constitucionales 151, que era la vía rápida para el acceso al autogobierno, y el 143 que fue la vía lenta y la que tocó, en definitiva, a los valencianos. Por último, la negociación del estatuto, que se saldó con la decisión salomónica de denominar al territorio autónomo Comunidad Valenciana y la definición como símbolo del antiguo Reino a la Senyera Coronada de la ciudad de Valencia, fue otro momento difícil.

El proceso autonómico llegó, en aquellas vísperas del 9 de octubre de 1981, a otro punto crucial, cuando se constituyó el nuevo gobierno preautonómico con la presidencia del centrista Enrique Monsonís y que incorporó, tras una ausencia de más de un año, a los representantes socialistas. Felipe Guardiola se convirtió en hombre fuerte de aquel Consell por parte del PSOE, acompañado por destacados compañeros de partido como Cipri Ciscar, nuevo responsable de Educación, Segundo Bru, conseller de Economía y Ángel Luna que iba a ser el joven responsable de Trabajo. Por parte de los centristas, destacó la incorporación de Amparo Cabanes, discutida responsable de la cartera de Educación y que pronto se convirtió en el blanco de las iras de los colectivos más próximos al catalanismo. Fue el momento más agudo de la llamada guerra de los símbolos.