Hace unos días asistí a la gala de entrega de los premios Letras del Mediterráneo en la que los autores de las obras seleccionadas ensalzaban, con toda justicia, los numerosos rincones descubiertos en su andariego periplo, tanto pertenecientes al litoral como escondidos entre riscos, riachuelos, fuentes y lugares vírgenes castellonenses de la montaña.

En mis años mozos, como suele decirse, recorrí buena parte de estos recónditos lugares de la provincia y quedé, ¡cómo no!, fascinado.

Pero si el paisaje físico, geográfico, ofrece incomparable belleza para el viajero, hay otro, netamente antropológico, que es capaz de asombrar: el paisaje humano. Uno, magnetófono y cámara en ristre, registró numerosas conversaciones, chascarrillos y cuentos con gente de la montaña, especialmente, perteneciente, más de uno, a la vieja escuela ágrafa, pero con una envidiable riqueza en cuanto a inteligencia, memoria y saber popular dignos de admiración y de un entrañable anecdotario.

FUNDIR, como tan bien hacía Miguel Delibes, el paisaje físico con el humano es gozar de la naturaleza y de las personas en perfecta armonía.

Como ejemplo, solamente una muestra recogida: una mujer del pueblo barriendo la acera de su casa; un visitante que se aproxima y le pregunta: --Escolte, dona, ací fan bous? Y la hacendosa señora, sin levantar la vista de la escoba, con una naturalidad ingeniosa, le responde: --Ah! no senyor, no, ací ja els porten fets. Y siguió barriendo…

*Profesor