La diócesis de Segorbe-Castellón fue creada por una bula del papa Juan XXIII fechada el 31 de mayo de 1960, con un total de 132 parroquias, número muy importante.

La diócesis de Tortosa, a la que perteneció hasta entonces la mayor parte de la provincia de Castellón, conservó después de la reestructuración un total de 44 parroquias castellonenses integradas en tres arciprestazgos, Morella, San Mateo y Vinaroz.

Hasta entonces, además de las diócesis de Segorbe y Tortosa, también las de Teruel y Valencia regían determinados territorios de la provincia castellonense, con el caso curioso del enclave de Olocau del Rey, que perteneció a la de Zaragoza, y el de Betxí, dependiente de la sede episcopal turolense. De Teruel.

Pienso que el caso de hoy merecía que yo recordara los orígenes episcopales de Castellón, para situar al lector en 1941, durante la estancia en la alcaldía de don Vicente Traver Tomás, que movió los hilos de la actividad municipal para llegar a 1950 en que el nuevo alcalde, don Carlos Fabra Andrés, volvió a insistir en las peticiones de Castellón.

Un obispado en Castellón y la construcción del Seminario Mater Dei, ya marcaron los suficientes motivos para celebrar los nuevos tiempos, que también sirve de algún modo para situar al lector en un tiempo y un lugar. A ellos nos asomamos.

A VORA SÈQUIA. En el rudimentario escenario de la cochera del Palacio del Obispo, convertido en Salón parroquial, en la calle Gobernador, un grupo de jovenzuelos estábamos representando para el público un «juguete teatral» a través del que nos situábamos, por tanto en la cochera del obispo, cerca de la plaza Fadrell, a vora sèquia, donde nos acompañaba el dilema de la realidad o la ficción.

Caracterizado de viejo fotógrafo ambulante, el pregón me salía de muy adentro: «¡Señoras y señores, seis retratos… tres pesetas!»

Entre el Palacio del Obispo y la plaza de Fadrell ha estado casi siempre ubicado «mi mundo». Aquí cerca ha vivido siempre mi familia paterna, llegada a Castellón desde Culla, con trajes de guardia civil en el perchero. Y en ese espacio urbano me incorporé a la vida castellonense. En lo que podríamos decir vora sèquia. Vecinos de la acequia Mayor.

Y en vora sèquia han visto la luz tres de mis cuatro hijos. Aquí fallecieron muchos de mis seres queridos y también aquí me inicié en el mundillo cultural desde la avanzadilla del teatro, como uno de los motores que han movido mi vida futura. A vora sèquia surgieron mis primeros espasmos amorosos en la ilusionante adolescencia. Y, en Magdalena, el fogonazo festivo de una traca rápida dañó gravemente parte de mi mano derecha.

Los primeros recuerdos vitales que iluminan mi vida giran en torno a los días de la guerra civil. En el refugio que se había improvisado debajo de la tienda de la «señora Carmen», en el sótano. Vivimos la guerra, la familia Ramón Juan, vecinos de la casa, la familia Mas Ferrara los de la imprenta Mas, y mi propia familia.

Y todos juntos, unas quince personas formábamos una sola y nueva unidad familiar, donde todo se compartía: las ausencias, las privaciones, el pan y la sal…

Y la ilusión de los nuevos días cuando acabaron las bombas, las sirenas de alarma, las ráfagas de tiros en plena calle.

Por cotidiano, todo aquello me parecía entonces de lo más natural, tan formando parte de la vida misma por ser lo primero que llegaba hasta nosotros. Que los seres humanos se mataran los unos a los otros era algo que teníamos los niños de la guerra tan asumido que nos parecía la mismísima ley natural de la vida.

Y apareció como un fogonazo la primera espectacular vibración emotiva. Al asomarnos a la calle desde el refugio, el día que terminaba la guerra en Castellón, el silencio y absoluta soledad, hasta que desde la plaza Fadrell, apareciendo desde la avenida de Casalduch, brillando las aguas de la acequia Mayor, avanzaba hasta nosotros un hombre solitario, enrojecido su rostro, con el brazo derecho levantado y la voz crispada que gritaba una y otra vez «¡Viva Cristo Rey…!».

Después de los días de oscuridad había salido el sol. Vinieron los primeros moros. Y los nuevos soldaditos. Y una nueva vida con los primeros días del colegio. Y comenzaron a ampliarse y estirarse las relaciones vecinales a través de lo que hoy todo es sector Fadrell, mucho antes de aquellas imágenes de la cochera del palacio del Obispo donde aprendí a confundir la realidad con la ficción, en una sucesión de planos superpuestos, desde los que surge mi voz de adolescente interpretando al viejo fotógrafo ambulante: «¡Señoras y señores, seis retratos… tres pesetas!».

LA ERA MODERNA. Toda la historia de lo ya contado, es el colchón que mantiene los tiempos modernos, con escala ascendente hacia estos días.

El teatro de la cochera nos llevó con el tiempo a la aparición en Castellón de la Obra Atlético Recreativa, la singular OAR, en torno a la que ya se movieron varios intereses de Castellón tanto para los centros recreativos, el teatro con el que pusimos en marcha el salón San Pablo con la interpretación de aquellas estampas teatrales que representábamos en torno a las fiestas navideñas. Y los deportes, con la obligada atención al fútbol y el brillo espectacular del ciclismo.

En realidad a muchos jovenzuelos de la cochera se nos brindó la oportunidad de seguir representando teatro. Y yo mismo me convertí en director escénico. Cuando ya adulto, desde Armengot pasé al Ayuntamiento.