Unas decenas de miles de votos separaron a Isabel Bonig hace justo dos años de convertirse en presidenta de la Generalitat. Aquella noche del 28 de abril de 2019, en un recuento de infarto, tuvo opciones hasta entrada la madrugada a pesar de registrar el peor dato histórico del PP. 

No lo consiguió. Cuarenta mil votos separaron al bloque de la derecha de la mayoría. Tres diputados sobre 99. Bonig rozó el cielo con los dedos. Fue su mejor y también su peor momento. 

Ya no habrá segunda oportunidad. Las presiones para que se apartara y dejara paso al ungido Carlos Mazón han sido tantas que ha sucumbido. La de Mazón será una designación a dedo, de las de toda la vida en el PP, pero tampoco la de Bonig de 2015 lo fue menos. Generosidad le llamaba hace unas semanas la lideresa en València, María José Català.

 De haber forzado un pulso a Génova, pocos por no decir nadie hubiera seguido a Bonig en un partido muy jerarquizado, donde «a rey muerto, rey puesto», en frase resumida ayer mismo de un cargo popular en las Corts. 

Admiradora de Margaret Thatcher, la dama de hierro, Bonig da un paso al lado. Abogada de 51 años, con abuelo represaliado por la dictadura y padre socialista, como gusta recordar, siempre pensó que merecía una segunda oportunidad de optar a la presidencia de la Generalitat. 

Ungida por Génova en julio de 2015 por intercesión de la entonces aún reverenciada Rita Barberá, la exconsellera de Infraestructuras con Francisco Camps y Alberto Fabra asumió el reto de capitanear la travesía del desierto.

Le tocó reflotar como pudo una formación abatida, descolocada y lastrada por los casos de corrupción que había perdido el poder autonómico tras 20 años de incontestables mayorías. 

Dura y combativa en el cara a cara dialéctico, enseñó ese camino. El partido llevaba tantos años en el poder que muy pocos sabían hacer oposición. En un tiempo en que las encuestas engordaban a diario a Ciudadanos y desmoronaban las expectativas electorales de los populares.  

Los peores años del PPCV

Los primeros años fueron los peores. Mientras trataba de fortalecer su liderazgo interno y externo, muchos de los antiguos referentes populares desfilaban a diario por la Ciudad de la Justicia. 

Incluso tuvo que enfrentarse a su madrina política. Con la firma de Bonig, el PP reprobó en las Corts junto a la izquierda a Barberá y le exigió que dejará su acta en el Senado. Fueron los meses del arrebato regeneracionista. Bonig incluso planteó cambiar las siglas. Una refundación para quitarse la pesada losa y empezar de cero. Y peleó por legitimarse internamente en unas primarias, un proceso de democracia interna al que la derecha no estaba acostumbrada pero que en 2018 llevaría a Pablo Casado a liderar el PP.

El fallecimiento de la exalcaldesa de València, un 23 de noviembre de 2016 y la dura reacción contra ella de los más cercanos a Barberá, resultó uno de sus peores tragos. 

Obligada a apartarse

Pero lo superó. Se repuso y en la cita clave, el congreso de abril de 2017, la exalcaldesa de la Vall d’Uixò ganó casi por aclamación. Ninguno de sus opositores internos, que los tenía, se atrevió entonces a moverle la silla. Ese día pidió perdón por la corrupción. 

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Pero la política no vive de recuerdos. Obligada a apartarse para dejar paso al elegido Mazón, Bonig sabía desde hace tiempo que convertirse en obstáculo dentro del PP no era posible.

Su derribo interno comenzó a fraguarse el verano de 2018, cuando Casado se hizo con el poder. Bonig se subió sin mucho ruido al caballo equivocado, el de Soraya Sáenz de Santamaría. La relación con Génova se enturbió. Optó por resistir y en las urnas logró mejores resultados que Casado. Génova fue segando la hierba bajo sus pies hasta dejarle sin apoyos territoriales.