Marta Sanz es, sin duda alguna, una de las escritoras más relevantes en castellano. Prestigiosos galardones como el Premio Herralde o el Ojo Crítico dejan patente su maestría, fruto de una pasión sin límite hacia la literatura. Acaba de publicar un ensayo sobre la sexualidad de las mujeres en la época de la Transición española que no deja indiferente a nadie y el próximo día 11 de noviembre tendremos la suerte y el placer de verla y escucharla en la Librería Noviembre de Benicàssim. Un verdadero lujo.

—‘Éramos mujeres jóvenes. Una educación sentimental de la Transición española’ (Fundación José Manuel Lara) es un ensayo que desvela los prejuicios y tabúes que rodean los usos amorosos del post-franquismo y la democracia. No hace mucho conversaba con otra escritora sobre el papel de la mujer o la visión de la mujer en esas décadas del franquismo, una mujer de vida subyugada y sumisa (la mayoría, al menos). Y esa es una imagen que no sé si ha cambiado todo lo que podría haber cambiado. Da la sensación de que seguimos anclados en cierto pasado. ¿Es ese un problema endémico?

—Yo creo que es un problema endémico y universal que, en el caso español, se agrava por la dictadura franquista y que, hoy, de nuevo universalmente, se intensifica por efecto del neoliberalismo.

—¿Cómo explicarías eso?

—Durante la dictadura el cuerpo de la mujer estaba tachado por la moral nacional-católica y su sexualidad se cubría de culpa, asco y vergüenza. Una mujer que declarase públicamente que disfrutaba del sexo, que tenía orgasmos felices, que se masturbaba, sin tener en mente la procreación, era acusada de guarra o de ninfómana.

—Podría decirse que así nos educaron, ¿no es cierto?

—No somos impermeables al peso de la Historia. Al discurso hegemónico del patriarcado que siempre oprimió a las mujeres se superpuso, en el caso español, el discurso fascista y el discurso de un catolicismo reaccionario del que nos cuesta mucho desprendernos. A esa lacra hoy se suman otras.

—¿Cómo cuáles?

—La que obliga a las mujeres a ser sexualmente hiperactivas porque hay todo un mercado que exige que lo sean; y la que nos hace confundir nuestro deseo y nuestra libertad con el deseo y la libertad de la compra y venta, y a identificar nuestra libertad con una expectativa eminentemente masculina. Yo creo que nuestra libertad, la de todos y todas, pasa por la conciencia de sus límites. Sin ingenuidades ni soberbia. A veces nuestra soberbia y nuestra vanidad resultan muy rentables.

—En este ensayo te centras en esas mujeres que llegaron a la edad adulta durante la Transición, unas mujeres que, como bien remarcas, tuvieron que afrontar un doble reto: sentimental y sexual. ¿También profesional, no? ¿Y político?

—Cuando se habla del cuerpo y de la sexualidad de las mujeres, de las mujeres en plural más allá de esencialismo que busca lo femenino y que se basa en estereotipos manejables de mujer —la santa, la puta, la madre—, se está haciendo política. En mi caso yo reivindico que la diferencia que existe entre las mujeres y los hombres deje de funcionar como una desventaja no solo en la intimidad, entre las cuatro paredes de las casas, sino también en el espacio público: en ese ámbito laboral donde asumimos con naturalidad la existencia de techos de cristal, diferencias salariales entre hombres y mujeres o cargas asistenciales que casi siempre recaen sobre los hombros de las mujeres de la familia. El riesgo de precarización y pobreza en tiempos de crisis siempre es mayor para las mujeres que para los hombres.

—Por tanto...

—Compartir esa perspectiva con la comunidad es una acción política necesaria en un contexto donde este tipo de declaraciones siempre escuece: lo cual evidencia lo necesarias que siguen siendo. Lo pertinentes. Los libros pueden ser acciones políticas.

—Me interesa esto que dices, lo libros o la literatura como una herramienta para hacer política, para crear conciencia.

—Conversar sobre estos asuntos, desde una perspectiva crítica y autocrítica, es una acción política que repercute en la vida cotidiana y en el desenvolvimiento en la escena pública tanto de los hombres como de las mujeres. Ir a talleres de lectura a explicar que el machismo es una enfermedad social y que el feminismo es un discurso teórico articulado para paliar esa lacra; explicar que machismo y feminismo no son las dos caras de una misma moneda, que las mujeres feministas no estamos en contra de los hombres, que estamos a favor de una convivencia igualitaria, que necesitamos hombres conscientes y feministas, es una acción política.

—Aun así, parece que cuesta.

—Sí, es lamentable que tengamos que seguir hablando de estas cosas en el siglo XXI. Porque la desigualdad y la violencia contra las mujeres es un hecho. Y no hablo solo de asesinatos. Hablo de violencia a todos los niveles de la vida cotidiana. Es más, muchos de los valores que tienen una connotación positiva en las acciones de los hombres —fortaleza, persistencia, intrepidez, sabiduría, capacidad de análisis…— aplicados a las mujeres se convierten en características negativas —mandona, sabihonda, gobernanta, prepotente, egoísta…— o directamente en atributos de maldad.

—Somos un país de etiquetas. Digo esto porque se suele calificar siempre a la literatura escrita por mujeres como literatura femenina o feminista, y se suele hacer de forma un tanto peyorativa, lo que le resta importancia y calidad.

—Yo no rehúyo de las etiquetas porque me parece que lo que llamamos «la normalidad» es masculina. A mí me gustaría modificar ese concepto de normalidad, no a asumirlo acríticamente. La poeta Adrianne Rich dice que cada quien se expresa desde sus geografías personales de escritura: sus orígenes nacionales, sociales y culturales, su género, su raza… Todo eso está en mi literatura y la singulariza frente a la de muchos escritores y también a la de muchas escritoras. Para mí, es necesario insistir en las variables de clase y de género que cristalizan en una serie de formas literarias y no en otras. Porque en literatura la ética y la estética son indisolubles. Así que me parece que es necesario que las mujeres construyan sus propios relatos con una voz y una mirada peculiares que han sido invisibilizadas o ninguneadas durante siglos.

—En los relatos de ‘Éramos mujeres jóvenes’ encuentras esa voz, ¿no es así?

—Estos relatos me parecen muy valiosos. La generosidad y las ganas de hablar de estas mujeres. Su calidad literaria y su sensibilidad para expresar momentos íntimos. Una de ellas me dijo que, más allá de lo que el libro aportase sobre la construcción de la sexualidad femenina en la Transición, el libro era un libro de amistad. Una conversación. Un texto donde se unen voces. Una polifonía en la que lo más importante es entender que no hay recetas.

—¿Cómo se podría definir, por tanto, tu última obra?

—Esto no es un libro de autoayuda, es un ensayo que intenta corregir, desde la introspección y el diálogo con la comunidad, los tópicos que nos hacen desgraciadas. Cada lector y cada lectora deberán indagar en cuáles de estos prejuicios les hacen infelices. No se trata de decir que por sistema el amor romántico destruye a las mujeres y de impostar una fortaleza que a veces nos debilita: me parece que es más sensato tomar conciencia de lo que nos gusta y de lo que no, y buscar un lugar de la manera más desacomplejada posible. Sin imperativos.