Es viernes por la noche. Blood Quartet aún no han empezado a tocar, pero sobre el escenario de la reformada sala Vol de Poblenou, hasta hace poco llamada Begood, hay nervio y agitación. “Ens han tancat les mines, un altre desnonament!”, canta a voz en grito el líder de los teloneros, Espígol. “Ojo que este es el 'hit”, dice, medio en serio, medio en broma, el camarero que atiende tras la barra. Espígol es la nueva banda del incansable Maurici Ribera, figura del pequeño circuito catalán del pop de minorías. Este es uno de sus primeros conciertos y la canción sobre desalojos no está ni publicada, o sea que lo de 'hit' no puede ir muy en serio. Pero este pequeño mundo paralelo de melómanos tiene su propio 'star system', sus ritos y sus nombres de culto. Hoy actúa uno de los más respetados de la ciudad, el trompetista Mark Cunningham, un pionero de la 'no wave' que llegó de Nueva York a Barcelona a principios de los años noventa y ha cultivado músicas experimentales de todos los pelajes. La sala no está a reventar pero se respira el ambiente encendido de las noches en las que puede pasar algo importante. Lo contrario a la rutina.

ROCK TENSO

Cunningham ha armado Blood Quartet, un grupo con músicos locales a los que casi dobla en edad. Tienen músculo, tienen garra. Y más que inventar nada, tienen una manera propia de decir las cosas. Presentan su segundo disco, 'Until my darkness goes' ('Hasta que desaparezca mi oscuridad'): música romántica a la manera en la que lo son las historias de vampiros o las novelas góticas. Rock tenso, a punto de estallar o de desvanecerse, según el punto del recorrido que trazan a lo largo de la noche. Porque su concierto es como un viaje. A ratos la trompeta de Cunningham dibuja un lamento hechizante y a ratos Blood Quartet avanzan a calambrazos, guiados por una guitarra que se mueve a espasmos y por un ritmo endemoniado.

Kike Bela, el bajista, hace broma con el público. “Venga, que son todas muy bailables”. De hecho, él no para de moverse. Y en la pista bailes no, pero cabezas arriba y abajo se ven unas cuantas. “Muy buen paisaje sonoro”, le dice atento un espectador a otro, mientras un tercero ha decidido sentarse en el suelo y se mueve arrastrando las piernas en una especie de trance. “Veig que Barcelona encara segueix viva, més o menys”, dice Càndid Coll, que desde la batería pone la intuición y la sensación de que en cualquier momento puede ocurrir algo imprevisto, incluso para los parámetros poco previsibles de la música de Blood Quartet. No tienen 'hits' pero no les hacen falta. El 'underground' de la ciudad también necesita chamanes.