Aquel fue un mundo, en el París de hace ahora 100 años, en el que los corrillos literarios a través de periódicos y panfletos eran capaces de organizar sonoros escándalos por el mero hecho de que un autor u otro ganase el que entonces (y ahora) era el más popular y leído de los premios literarios franceses. El Goncourt. Solo que el ganador no fue cualquiera sino Marcel Proust, con A la sombra de las muchachas en flor, el segundo volumen de los siete que componen En busca del tiempo perdido. A largo de casi 6.000 páginas ese libro mayúsculo es capaz de hacer tanto un retrato panorámico de un mundo ya perdido por el narrador, un tal Marcel, poblado por duques y marquesas, como un significativo plano de detalle en el frunce y el frufrú de un vestido de seda. Pero, por supuesto, lo que hace grandes los siete libros no son las aventuras amorosas y mundanas sino su profundidad poética y vital e incluso filosófica, al servicio de frases tortuosas y kilométricas (bueno, en honor a la verdad, la más larga ocupa exactamente cuatro metros). Por todo lo dicho no faltará quien diga que hay motivos sobrados para odiar (o por lo menos situarla a una distancia prudente de la vista) la Recherche, como popularmente se la conoce, pero el acoso y derribo de Proust fue por causas extraliterarias, como se verá.

Esa historia, detalladísima y amena, la cuenta el crítico literario Thierry Laget en el libro 'Proust, Premio Goncourt' (Ediciones del Subsuelo). El escritor francés publicó el primer volumen de su saga, 'Por el camino de Swann', en 1913, después de que un miope André Gide, lector en Gallimard, lo despreciara por ser lo que ahora podríamos llamar cotilleos de la revista Hola. Así que el pobre Proust, asmático y con una salud deplorable, tuvo que costearse la edición hasta que en 'chez' Gallimard cambiaron de opinión y empezaron a publicarla, esta vez sí muy en serio.

LA SOMBRA DE LA PRIMERA GUERRA MUNDIAL

Cuando aparece A la sombra de las muchachas en flor (hay que recordar que el Goncourt se da a obra publicada), apenas hace unos meses que ha acabado la Gran Guerra, un acontecimiento que ha marcado la sociedad francesa pero también la literatura del momento. A lo largo de los años de la contienda, todas la novelas del Goncourt están relacionadas con barro, trincheras y gas mostaza y en 1919, la favorita es 'Las cruces de madera' del hoy olvidado Roland Dorgelès, una crónica vivísima de los combates. Que no se premie al periodista y, sobre todo, valiente soldado Dorgelès es recibido como una afrenta nacional.

Pero para justificar el desprecio se cargan sobre las espaldas de Proust todos los males. Que es demasiado viejo, cuando los Goncourt especificaron que tenía que ser un premio a la juventud. Demasiado rico. Demasiado esnob. Demasiado aprovechado por no haber ido a la guerra. Demasiado de derechas y demasiado antisemita (un pecado candente tras el 'caso Dreyfuss'). Eso sin contar las veladas acusaciones a su condición de homosexual y de judío (lo era su madre pero él fue educado en el catolicismo). La mayoría de estos reproches eran falsos. "Proust tenía 48 años aunque estaba muy enfermo y parecía mayor -rebate Laget- . Es verdad que nunca había trabajado y vivía de rentas familiares pero su fortuna se había reducido al mínimo. Nadie se tomó la molestia de comprobar si había apoyado a Dreyfuss y lo cierto es que lo hizo, de hecho pocos sabían que era judío, sencillamente dedujeron su adscripción política porque le apoyaba el presidente de la Academia Goncourt que sí era un ferviente ultraconservador".

Las mentiras circularon por la prensa como hoy lo hacen las 'fake news' en los 'smartphones'. Que si Proust organizaba cenas en el Ritz ('Proust el del Ritz', se le llamaba) para convencer a los jurados. "Hay seis hombres cuyo reconocimiento se mide, si se me permite, en función de su digestión a la sombra de los habanos en flor", escribe un maligno periodista. En esa época ya prácticamente habían terminado los años dorados en los que Proust se codeaba con la aristocracia parisina. Ahora vivía casi para recordar aquella época y trazar su evocación recluido en su casa, durmiendo durante el día en una habitación forrada con corcho para no oír el ruido de la calle y escribiendo durante la noche. Un conocido escribe: "Marcel Proust ejerce el arte de escribir como un vicio al que lo sacrifica todo; da la sensación de que prepara su escritorio como el bambú para el opio". Los malintencionados le describen como un tipo ridículo o bien como un vampiro. "En realidad se trata de un escritor desgraciado encerrado desde hace años, alguien dedicado en cuerpo y alma a la literatura y al arte", dice Laget.

Además, Proust sabe que tiene por delante una misión, acabar la Recherche, y dado su estado de salud es fácil que no lo consiga. Lo hizo en tres años, los que le quedaban de vida. Su hermano, el hombre práctico de la familia, logró editar los tres últimos volúmenes póstumos del ciclo tras su muerte a los 51 años.

LA PUERTA DE LA MODERNIDAD

100 años después todo aquel ruido queda apagado con la idea de que no fue Proust el que ganó el Goncourt sino el Goncourt el que ganó a Proust, aunque entonces no se apreciara suficientemente. "Lo que muchos lectores no sabían entonces -advierte Laget- es que con esa distinción se estaba abriendo el camino de la modernidad literaria. Esa novela va a dictar el fraseo, el estudio de los personajes y la filosofía misma de la literatura de los siglos XX y XXI".