Dicen que para la elaboración de un buen vino es necesario mimar las vides. Deben ser tratadas con sumo cariño, proporcionándoles todo tipo de cuidados. Al parecer, la uva absorbe todo cuanto le rodea, ya sea la salinidad existente en el ambiente, la humedad, los olores... Resulta lógico, por tanto, que con toda esa permeabilidad, los sentimientos de un ser humano puedan modificar su estado. El vino, aseguran, se asemeja mucho a la vida misma. Gana en complejidad con los años, en matices, se enriquece, evoluciona. Existe algo mágico en todo ello. Y yo no sé cuántas copas de vino me tomé durante mis días en Arlés, en aquel verano ideal (ahora, quizá idealizado) de hace unos cuantos años. Sí sé, por otra parte, que todas y cada una de ellas me procuraron momentos de intensa alegría, de puro placer, como aquellos paisajes de la Provenza que me dieron paz, que me sirvieron de refugio y me emocionaron. 

Como a mí, han sido muchos los enamorados de este rincón al que se acude como si de una peregrinación se tratase, un viaje para deleitarse con la majestuosidad y belleza de su luz. Uno de ellos es el poeta y escritor Vicente Valero, quien comparte en este Breviario provenzal (Periférica) una especie de dietario en el que va narrando su recorrido por los pintorescos pueblos de la región al tiempo que rememora las experiencias de otros ilustres viajeros como Petrarca, Van Gogh, Cézanne o Camus.

Con ese particular e inconfundible estilo donde existe una gran carga poética, donde cada palabra en cada frase está en perfecta armonía con su conjunto, Valero vuelve a embelesarnos con esa capacidad por fijar en nuestra memoria detalles mínimos que son un todo. Y es que uno vuelve a revivir a través de él, de sus descripciones y anécdotas, esos pasos pausados pero continuos por esos parajes de color lavanda con vistas al mar, pero que son tierra, una tierra ocre, casi ambarina, que resulta enigmática, que son un reducto de paz para el alma, como bien supieron ver y entender Pablo Picasso, René Char, Francis Ponge, Mallarmé y tantos otros artistas y poetas con los que dialoga el autor ibicenco, un diálogo íntimo que comparte con el lector.

Dividido en dos partes, una primera que se estructura como un diario o cuaderno de viaje más o menos formal, y una segunda que es un diario poético, esta obra resulta exquisita por esa capacidad evocadora de esas moradas mágicas —haciendo uso las palabras de Jean Giono, escritor provenzal al que admiro— que se encuentran por el camino. Asimismo, nos permite redescubrir, a través del asombro de la contemplación, lo necesario de la pausa para poder degustar la naturaleza como se merece, siendo conscientes de su belleza. Así, como escribe Vicente Valero, y como uno lee en estas páginas, es a través de las palabras, que acuden a nuestro encuentro, que volvemos a habitar esos espacios presididos desde lo alto por un cielo que, como ya sospechaba Ponge, «no es más que un inmenso pétalo violeta».

Pocas lecturas tan propicias para los meses del estío, cuando las horas se prolongan y cuando todo nos parece que viene de improviso, como un regalo verdadero.