Intentar saber quién se es, saberse uno mismo, a través de las vidas de los otros, de sus miradas y quehaceres, de sus lamentos; intentar descifrarse mediante el recuerdo, comprenderse partiendo de la nostalgia de un pasado que nunca es perfecto pero que es el que le toca vivir a cada cual, y que construimos y modelamos a nuestro antojo, inventándonos diálogos, estableciendo conexiones con personajes variopintos; ficcionar la realidad, la nuestra, la de todos, porque la vida es una historia que cada uno relata como quiere, si es que quiere, o si le dejan.

Hay quien se castiga por creer que vive en la impostura, la impostura de saberse escritor, o pensarse escritor. Hay quien prefiere la muerte a la ausencia de la letra, y hay quien, lejos de parecer tan dramático, opta por el mutismo. ¿Para qué escribir si no soy capaz de escribir bien lo que quiero contar, lo que está en mi interior y necesito explorar? Existe, también, cierto sentimiento de responsabilidad y, sobre todo, respeto por la escritura, por la propia literatura, por las palabras que construyen y deconstruyen las historias. Muchos consideran esta actitud un tanto cobarde, y no errarían el tiro al afirmar tal cosa, si bien, a veces, ese tiro puede salir por la culata, dando a entender que se equivocaban, porque hay personas que piensan la palabra hasta la extenuación, hasta verse mimetizado en ella, convirtiéndose así en la propia palabra, porque la sienten, porque viven por y para ella. Diría que Pierre Michon es una de esas personas.

Cualquier calificativo que utilizara para intentar definir la literatura del escritor de Cards no le haría justicia, como tampoco le hacen justicia mis vanos intentos por explicar mi lectura sobre su primera obra publicada allá por 1984, Vidas minúsculas, cuando contaba con 39 años. Ópera prima de un autor tardío, o más bien, primer título de un autor consecuente, paciente, que se toma muy en serio el verbo y que ahora podemos volver a disfrutar gracias a la reedición que Anagrama nos ha brindado en su colección «Compactos» con traducción de Flora Botton-Burlá —desde aquí, gracias, mil gracias, Anagrama por recuperar una obra que parecía perdida, casi inencontrable incluso en las librerías de viejo; lo sé, porque lo he buscado afanosamente, sin suerte—. 

En Vidas minúsculas uno halla a un maestro, alguien capaz de asombrar por su destreza narrativa, de fascinar por esa mezcla de erudición y vulgaridad con que narra esas vidas de otros con el único objetivo de narrar la suya. Michon se busca a sí mismo, y para ello acude a la memoria y la reescritura, incluso negando su capacidad literaria, incluso confesando que experimentar el desvanecimiento de las palabras le era insoportable, remarcando sabiamente que «cuando se han ido las palabras, quedan la idiotez y el aullido». Son ocho los relatos o perfiles, o los retratos más bien, de personajes que pudieran ser anónimos, unos cualquiera, pero que Michon inmortaliza y consagra en estas páginas. Ocho personajes que le permiten divagar por su memoria, al tiempo que va creando un nuevo universo hecho de palabras y saber. Extraordinario Michon, siempre.

'Vidas minúsculas', de Pierre Michon.