Es imposible resumir en unas pocas líneas toda una vida. No hay palabras suficientes para evocar todos los recuerdos vividos, todas las experiencias. De ahí que, como escribiera Marc Bernard, no es la muerte lo que nos sorprende, más bien «es la vida lo que se nos antoja la excepción, el milagro». Ciertamente, vivir sigue siendo un misterio. ¿Para qué vivir?¿Qué sentido tiene sabiendo que vivir es morir también, que una cosa conlleva irremediablemente a la otra? Quizá la respuesta, o una de las respuestas sea, precisamente, hacer de la vida un milagro. ¿Y qué es un milagro? Aquello que resulta inexplicable o extraordinario, como la propia naturaleza, como la música, como el arte y las letras.

Julián Rodríguez hizo de su vida un milagro. Sus inquietudes y su capacidad de asombro lograron que así fuera. Era un ser enamorado de la belleza natural de las cosas, de su capacidad transformadora. Era, también, un aprendiz ejemplar, constante, alguien que necesitaba saciar su sed de conocimiento y que, de forma desinteresada, compartía con el mundo. 

Poeta, escritor, galerista de arte, editor... Tuve ocasión de conocerle hace ya muchos años en una visita que hizo a Castelló, y éramos «amigos» en eso de las redes sociales, donde solía compartir pequeñas o largas disertaciones sobre sus paseos por el campo y la montaña en uno de los lados segovianos de la Sierra de Guadarrama, donde tenía una casa, acompañado siempre por su fiel perra Zama –nombre, por cierto, de la célebre novela de Antonio di Benedetto–. Esos posts o elucubraciones, pensamientos al vuelo o reflexiones, eran pura literatura porque generaban una atmósfera que atrapaba al lector, que le hacían partícipe de esas largas caminatas por el monte, de esas gélidas noches segovianas, de la nieve que caía, del graznar de los cuervos, de los pasos sigilosos de los zorros, del silencio y la quietud, del calor de la hoguera. 

'Diario de un editor con perro', de Julián Rodríguez. Diario de un editor con perro. Julián Rodríguez

Son precisamente algunos de esos textos que compartía en Facebook, escritos entre los años 2018 y 2019, los que conforman Diario de un editor con perro, una singular antología realizada por Martín López-Vega que rinde, en cierto modo, un sentido homenaje a un homo universalis, como diría que fue Julián Rodríguez, alguien que quiso potenciar y ampliar su sabiduría abarcando conocimientos de distinta índole, ya fuera el diseño, la música barroca, el arte contemporáneo, la filosofía... 

Difícil es no emocionarse leyendo, una vez más aunque de diferente manera, mucho más atenta, más profunda, esta especie de dietario de un hombre que, diría, vivió intensamente y que lo hizo, además, con una gran sensibilidad. Uno aprende de lo que aprendió Rodríguez, saborea lo que saboreó, siente la paz y el sosiego que esa casa en la montaña le reportó. Uno se interesa por todas esas lecturas que le transportaron a mil y un rincones, que le enriquecieron y le dotaron de una capacidad sobresaliente para crear un catálogo único de emociones. Este libro, estos pensamientos, son un canto a la vida en todo su esplendor, en su pureza y sencillez. Te echamos de menos, Julián.