Murió César Díaz Naya uno de los más destacados pintores y en particular retratista de Castellón, que, procedente de su A Coruña natal, se vinculó con su tierra de adopción a extremos absolutos en lo profesional, en lo artístico y en el lazo con sus amigos que lo estimaban entrañablemente. Estas líneas tienen ánimo y catadura de recuerdo e, igualmente, de estimación de la obra de un artista concienzudo en su labor, heredero de la prosapia local de celebrados retratistas como fueron Castell, Aliaga, Sánchis yago, Soler Blasco o Catalán.

Díaz Naya fue un pintor experimentado, cuyo depurado dominio técnico se arraigaba en la traducción de lo que veían sus ojos, alegando su sugestivo y particular punto de vista. Gustaba, como buen romántico, que sus clientes posasen en dilatadas sesiones ante su mirada escrutadora, que advertía rasgos y determinaciones en el gesto y en la expresión íntima. Le cautivaba, especialmente, conocer a las personas a las que pintó y ello valía por igual para los niños, como para los ancianos. Era el vínculo humano el que importaba, por la experiencia, por la relación de familiaridad... en suma, por eso que se llama empatía, que tanto sugestionó a Worringer, al extremo de hacerla servir de base para su filosofía del arte. Cuando se trabajada con inspiración, emergía la perspicacia. En último extremo no hizo sino darle la razón a Oscar Wilde: «Todo retrato pintado compresivamente es un retrato del artista, no del modelo. El modelo es, en ese caso, el accidente, la ocasión.»

Díaz Naya fue bohemio y señorial a un tiempo, cordial, galante, intuitivo y profundamente vital… Un pintor al que bien le convendría el retrato que, literariamente, escribió de sí mismo el poeta Manuel Machado. Muy afectivo, hizo de la relación personal un contingente de vínculo comprometido, del mismo modo que también lo estableció con la naturaleza y con toda suerte de testimonios del pasado. Díaz Naya, con el espíritu romántico de quien cree en la vibración del ambiente como fuente de inspiración, plantaba el caballete ante el natural y se embriagaba de aires, luces, sombras, personalidades, caracteres, colores y hasta de perfumes

El que esto firma, le conoció tres estudios para su cometido pictórico en la ciudad de Castelló. Los tres con un ámbito novelesco en su instalación y con desconcertantes bártulos desparramados. Vamos, que podría servir tanto para escenificar el primer y cuarto actos de La bohème de Puccini (o la de Leoncavallo que tanto hace), pellizco pintoresco de relato literario. Había mucha metáfora esparcida por doquier en su ámbito de trabajo, que evocaba y hacía evocar un ilusionado sentimiento de vivencia de lo artístico. No es ocioso hablar de La bohème al hacer referencia al estudio de Díaz Naya, pues que entre los muchos cachivaches allí esparcidos en anárquico orden, emergían un actual y excelente equipo de música, un órgano electrónico con dos teclados y pedalier, varios instrumentos musicales con más propósito que el mero decorativismo y una surtida discoteca en la que se alineaba un amplio muestrario de registros que iban desde el jazz a los acentos latinos, sin olvidar el sinfonismo y, por supuestísimo, la ópera. Y es que el pintor fue más que diletante aficionado, pues gozaba con la música en toda su plenitud, vivida substancialmente. Tanto es así que, en ocasiones, rememorando sus actuaciones escénicas en los tiempos jóvenes en su Galicia natal, aún era capaz de impostar su bien timbrada voz baritonal, con propósitos líricos, aturdiendo el espacio y buscando la animada complicidad de quienes le acompañan en una incitada coral. El canto anima a la participación, sobre todo cuando los ánimos se sienten jaraneros y el ámbito escénico de su cubil de trabajo, provocaba la intervención recíproca de cuantos por allí acudíamos, feligreses de la misma devoción por la música escénica o por la ronda serenatera.

Costumbrismo

La noche incitaba al artista con intimidad de poeta, como tal vez, con mayor motivo, le influyeron las tradiciones y las celebraciones con sortilegio histórico y costumbrista. Con frecuencia se le veía en las romerías de los peregrinos de Useres, de Castellfort, o de l’Alcora, en «els bous de vila,» en los espectáculos de tiro y arrastre… y es que en los episodios en los que vibraba aún el genuino instinto del pueblo, el pintor quería encontrar su ancestral alma atávica. No hay que olvidar que sus modelos anónimos más apreciados, fueron los viejos que aún vestidos con la típica blusa labriega negra, dialogaban en corrillos familiares o sesteaban al sol en los pueblos sosegados en los que el reloj parece haberse detenido. Eran arquetipos sin calendario, que el pintor gustaba de llevar al lienzo, buscando retratar en ellos la referencia de la edad olvidada, en una declaración proustiana de pasado en la actualidad.

En la nómina diversa de sus encargos se entendía la fertilidad de su apuesta por la condición de sus personajes, desde la aristocracia primorosa de los retratos de las reinas de las fiestas, a los graves de los obispos, pasando por los más reiterados de personajes habituales, en una amplia nómina profesional y por los grupos domésticos, singularmente los de su propia progenie. Había una predilección humana por la inmediatez por lo ajeno al alarde, como la poesía de Juan Ramón. Su mural del Casino Antiguo de Castelló que es, en verdad, una alegoría del paisaje y el paisanaje, se caracteriza, paradójicamente, por la ausencia de alegorías. La Caja Rural Castelló le encargó en 1991, un retrato del rey Don Juan Carlos. El pintor tuvo que acomodarse a las fotos oficiales. Con todo no se satisfacía. Su interesado afán rebelde le llevaba a pasarse la vida pegado a la pantalla del televisor, para captar ese humor orgánico que no aparece en las fotos oficiales. Sí hubo suerte con el cardenal Vicente Enrique y Tarancón. Su retrato se pintó en 1993, el año anterior a su muerte en Torre Anita. Las tardes en el comedor de la villa de Almassora eran deliciosas. Al purpurado burrianense se le veía locuaz y feliz. Habló de lo divino y lo humano con propósito de compadreo, siendo muy franco en los ademanes y locuaz en la mirada. Puedo jurarlo sobre diez mil biblias. No es caprichoso hablar precisamente de ella. Una conciencia personal congelada en el espacio y el tiempo. Sabía bien Díaz Naya que la mirada era el diálogo silente en el retrato que hace permanecer eternamente vivo al personaje, comunicándose a perpetuidad con su contemplador.

Y de los retratos de caballete a las grandes composiciones parietales. La realización de las pinturas para la capilla del Cristo de la Catedral de Tortosa. El artista llevó a cabo una investigación de temas pictóricos museográficos y eclesiales, sobre los temas evangélicos de la Santa Cena y la Multiplicación de los panes, aunque quiso, sin alejarse de los referentes establecidos por los maestros seculares, ser fiel a su propio concepto de palpitante autenticidad. Y es que no hay que olvidar que el retrato como dijo Anatole France, «es una biografía pintada.»