Hay tantas historias como personas en el mundo. Cada una de esas personas configura la suya propia a base de experiencias y, también, de invenciones. No hay nada que no esté sujeto a la ficción, pese a que nos mostremos convencidos de que todo es real, de que cada recuerdo es verdadero. La memoria siempre deforma la realidad, la transforma a nuestro antojo, si bien hay relatos que se muestran un poco más objetivos, cercanos a lo que comúnmente llamamos «realidad». 

Existen muchos relatos autobiográficos en la historia de la literatura, algunos de ellos absolutamente magistrales. En estos textos, uno es capaz de empatizar con el autor de los mismos, hasta el punto de ser capaz de conocer sus hábitos y costumbres, esas pequeñas manías que conforman un todo o, incluso, de apreciar aquellas vivencias que marcaron su devenir y que no siempre son alegres. Y es que hay dolor en el mundo, y mucho, y hay numerosas afecciones y trastornos que somos incapaces de reconocer, quizá por haber sido presa de los cánones y convencionalismos de épocas y generaciones pasadas. Así, por ejemplo, hablar de una enfermedad, narrar el día a día de alguien que sufre, no entraría dentro de la norma, provocando que muchos de esos relatos, escritos por necesidad para intentar reflejar una «realidad incómoda» sean invisibles.

Durante demasiado tiempo, insisto, confesar a través de las páginas, o de viva voz, que uno ha sufrido o sufre un trastorno, una dolencia, se ha silenciado, porque no interesaba. El sufrimiento no interesaba, las crisis nerviosas no interesaban, las alteraciones emocionales no interesaban, etcétera, etcétera. Menos mal que, poco a poco, se abren pequeñas grietas hasta el punto de intentar normalizar el hecho de que no todos hemos de ser perfectos, porque nadie lo es. Así, de nuevo poco a poco, se comparten historias, relatos autobiográficos donde el YO no es lo que importa, sino el hecho de compartir ese padecimiento para encontrar un apoyo o para ayudar, con su testimonio, a otros que puedan estar en su lugar. Al menos, eso pienso tras haber leído El pabellón 3 (Tránsito), de Bette Howland, traducido por Lucía Martínez Pardo.

Es este un texto sincero, que imagino debió ser duro escribir al compartir Howland con el mundo su historia personal como interna en un pabellón psiquiátrico, el P-3, donde las noches eran las horas más salvajes y donde cada interno buscaba sobrevivirse del modo que fuera. La escritora y crítica literaria captó como pocos esa atmósfera asfixiante, fruto de la no aceptación, de la quiebra emocional, de la oscuridad en la que uno cae cuando ha entrado en crisis y no sabe cómo ni cuándo ocurrió, ni si saldrá de ella. 

Podríamos hablar de este libro como un modo o canal de sanación personal para Howland, y en parte es así, pero yo diría que este libro es un libro en el que comprender que el mundo no es de color de rosa, que de la noche a la mañana cualquiera de nosotros podría estar en una situación similar y de que no hay nada de malo en ello. Esta exploración emocional, con algunas ironías y obsesiones de por medio, resulta luminosa.