Natalia García Freire: «El lenguaje es un hechizo que sostiene el relato»
La escritora ecuatoriana debuta en Páginas de Espuma con su libro de relatos La máquina de hacer pájaros tras deslumbrar en la novela publicando Nuestra piel muerta y Trajiste contigo el viento en La Navaja Suiza

'La máquina de hacer pájaros' supone el debut en Páginas de Espuma de Natalia García Freire. / María Fernanda García
Natalia García Freire es una de esas escritoras que producen asombro. Lo es desde que publicara su primera novela, Nuestra piel muerta (La Navaja Suiza), con la que uno es incapaz de volver a ser el lector que era momentos antes de su lectura. Volvió a demostrar esa capacidad de admiración y extrañeza con Trajiste contigo el viento (La Navaja Suiza) y logra, una vez más, maravillar(nos) gracias a su primer libro de relatos, La máquina de hacer pájaros; obra que simboliza, además, su debut en el sello del relato corto en español por antonomasia: Páginas de Espuma.
La presente colección de cuentos desafía las convenciones del relato tradicional gracias a ese universo sombrío y visceral, tan propio de la autora ecuatoriana, poblado por personajes inusuales y escenarios donde la oscuridad, la enfermedad y la transformación se entrelazan con la belleza de lo roto. A través de las aves, de cuerpos quebrados, recuerdos perdidos y vidas condenadas a la fragilidad, García Freire aborda temas de sacrificio, enajenación y renuncia, y lo hace con una escritura única.
Tras leer los relatos de La máquina de hacer pájaros confieso que ha sido un placer reencontrarme contigo, con tu literatura, más teniendo presentes, todavía, tus dos libros anteriores, Nuestra piel muerta y Trajiste contigo el viento, ambos publicados por La Navaja Suiza. En este conjunto de textos, las aves cobran especial protagonismo. Aparecen avestruces, garzas, colibríes… ¿Cuál es tu conexión con la avifauna para que, a través de ella, se armen todos estos relatos y confluyan en este libro?
Ahí hay dos elementos que contrastan mucho. Por un lado, en mi familia había una relación muy fuerte con las aves. Mi abuela tenía muchas aves en casa. Era algo muy normal que la gente tuviera aves en sus hogares. Mi abuela, por ejemplo, tenía un tucán, pericos… Siempre estaban presentes, pero al mismo tiempo había una relación extraña, porque mi abuela tenía esa capacidad de permitirse los afectos con las aves, mientras que le resultaba muy difícil demostrar afecto con la familia, sobre todo con las mujeres de la familia.
Yo crecí, junto a mis primas y mis hermanas, siendo observada por esas aves, especialmente por el tucán. Había siempre una sensación de ir a mirarlo como si fuera un tótem, algo extraño y mudo, pero que conectaba con esa parte de mi abuela y esos afectos peculiares. Esa mirada de las aves me impactó mucho, porque es una mirada que te devuelve lo animal, que te reprocha y, al mismo tiempo, a través del lenguaje, te impide decir nada. ¿Qué les puedes decir a los pájaros? Nada.
Por otro lado, está el elemento más natural. En Ecuador es muy común la presencia constante de aves. Aquí, en España, me intrigan mucho las palomas, que son súper entrometidas y tienen una personalidad buenísima. Pero allí, en Ecuador, las aves están en todas partes y son muy diversas. Para mí, ese mundo natural siempre se escapa, porque las aves simbolizan algo que no puedes alcanzar ni tocar del todo.
En el libro, se fueron configurando esos dos aspectos: las aves familiares, casi siempre enjauladas y quietas, que te miran con sospecha, y las aves de afuera, que nunca logras atrapar del todo. Estas últimas se convierten en una metáfora del lenguaje: algo que se transforma, que se escapa, y con lo que me dieron ganas de jugar en los cuentos. Así, las aves se metamorfosean en cada relato, saltan de una historia a otra, y en ellas se reflejan los personajes, quienes también están fuera de lugar y viven con esa misma sospecha.

La escritora ecuatoriana Natalia García Freire deslumbró a crítica y lectores en sus dos anteriores obras publicadas por La Navaja Suiza. / María Fernanda García
Además del protagonismo de las aves, en todos los relatos abordas temas como la familia, las relaciones familiares y la mujer frente a distintos tipos de abusos, tanto en el contexto de una sociedad hipermasculinizada como dentro de la propia familia. ¿Por qué decidiste tocar estos temas que aún hoy cuesta abordar en voz alta?
El miedo con el que viven muchos niños, niñas y mujeres dentro de la familia va creando algo horroroso. Me interesaba narrar en esos cuentos el momento previo a que todo se desmorone, más incluso que el momento del abuso en sí. Es decir, ese instante en el que se enciende una alarma primitiva, cuando sabes que algo va a estallar, pero no puedes reaccionar.
Quizá esta idea me resulta cercana porque, al observar mi propia familia o al mirar relatos familiares torcidos o desarticulados, me encuentro con esos silencios y miedos difíciles de relatar. Ese horror previo se convierte en una búsqueda a través del lenguaje: ¿cómo narrarlo? Quise abordarlo con ternura, no para romperlo todo, sino para buscar el origen de esos relatos familiares deformados, o incluso amorosos.
«Escribir cuentos es como perseguir un lenguaje que siempre parece ir más rápido que tú»
En el libro, hay una combinación de ironía y humor que permite explorar cómo esos cuerpos viven esos pequeños desastres o esas violencias cotidianas. El lenguaje no es siempre el del horror; a veces es el de la resistencia frente a esos silencios.
Desde el primer relato, en el que aparece una escritora, hasta el último, las mujeres son figuras centrales. En muchos casos, son mujeres fracturadas, frágiles, enajenadas, pero también fuertes. Además, aparece otra idea recurrente: la muerte, que no es vista como un fin, sino como una liberación. ¿Cómo trabajaste estas dos temáticas en tus cuentos?
La muerte, en estos relatos, es un suceso más dentro del camino de los personajes. Los tiempos en estas historias están alterados: no hay un futuro para ellos, ese futuro ya pasó. Lo único que queda es narrarse, contarse. En el último relato, por ejemplo, el personaje es una escritora muerta que siente que le habría gustado decir más cosas.
En muchos cuentos se plantea que la muerte no es lo peor. Hay instantes previos al fin que son más terribles: el quiebre del cuerpo, la caída de un niño, el momento en que alguien cree que ha llegado el fin del mundo. Sacar la muerte de la ecuación permite explorar esos horrores desde una perspectiva diferente, incluso con humor.
Sobre las mujeres en los relatos, para mí son como esas palomas de las que hablábamos antes: un poco desquiciadas, pero siempre en búsqueda de algo. Esa búsqueda de lenguaje para narrar el horror y las fracturas las vuelve más fuertes, incluso si el lenguaje es fragmentado, roto.
La maternidad también aparece en algunos relatos. En ese contexto extraño y horrendo, parece surgir algo hermoso. ¿Cómo manejaste esta dualidad?
En «Las lumbres», el primer relato, hay una noción de tiempo cíclico: los personajes narran historias para morir, y esa muerte da vida a un lago que revive. Es algo que también estaba presente en Nuestra piel muerta: la idea de que los personajes están de paso y luego viene algo más.
Sin embargo, eso hermoso que nace no siempre es visto de manera positiva por los personajes. En algunos relatos, los personajes no quieren estar ahí o no les gusta lo que surge. Pero esa mínima posibilidad de algo que resurge me interesa, porque como lectora siento que imaginar un fin absoluto del mundo debilita la vida. La imaginación, para sobrevivir, necesita esa pequeña utopía de que algo puede pasar después.
Tus relatos combinan elementos de realismo mágico, surrealismo, fantasía e incluso ciencia ficción. ¿Sientes que esa mezcla es algo característico de tu escritura?
Sí, aunque no es del todo consciente. Mi mirada del mundo tiende a lo hiperbólico, alucinado y extraño. En mi escritura voy a un sitio casi infantil desde donde todo parece más claro, aunque luego no lo sea para el lector.
Al explorar géneros como la ciencia ficción, siento que no puedo abordarlos directamente; necesito pasar antes por un proceso de ruptura de la realidad. Para mí, esa mezcla de géneros es algo muy latinoamericano. Aunque el realismo mágico tiene esa connotación de mezclar lo realista con lo mágico, siempre lo he visto como literatura fantástica.
En mis relatos, lo fantástico y lo extraño surgen de manera natural, porque sostener ese mundo a través del lenguaje es lo que más me divierte y me desafía.
Lo sorprendente es que los personajes, ante situaciones fantásticas e increíbles, actúan de manera natural, y el lector termina aceptándolas también. ¿Cómo trabajaste ese «pacto» con el lector?
Esa es una de las cosas que más me divierten al escribir. A medida que desarrollo la historia, para mí esos elementos fantásticos dejan de serlo: se convierten en la realidad del relato. Al sostener esa «realidad» con el lenguaje, creo un pacto secreto con el lector, en el que ambos aceptamos ir juntos a descubrir ese mundo extraño.
Me gusta pensar en el lenguaje como un hechizo que sostiene el relato, palabra tras palabra. Esa relación con el lector es lo que hace que todo funcione.

'La máquina de hacer pájaros'
Autora: Natalia García Freire
Editorial: Páginas de Espuma
112 páginas. 16 euros
Por primera vez publicas con Páginas de Espuma, una editorial referente en el cuento, y te unes, además, a otras dos compatriotas como María FernandaAmpuero y Mónica Ojeda (¡vaya tridente!). ¿Qué significa para ti formar parte de este sello?
Es emocionante y un honor. Páginas de Espuma no solo publica relatos, sino que trabaja para crear lectores de cuento, lo cual es un doble esfuerzo. En Latinoamérica hay una gran tradición de cuentistas. En Ecuador, por ejemplo, tenemos a César Dávila Andrade, un poeta y cuentista maravilloso. Y en toda Latinoamérica tienes muchos más ejemplos donde el cuentista es importantísimo. En ese sentido, teniendo en cuenta que la presencia de Páginas de Espuma se ha ido como consolidando como esa casa que devuelve la tradición del cuento en español, formar parte de ella es algo que me llena de alegría.
¿Y cómo ha sido el reto de ajustarte a las estructuras del cuento frente a la novela?
Escribir cuentos fue un verdadero desafío para mí. Siempre he sido una gran lectora de relatos, especialmente en mi niñez y adolescencia, cuando devoraba lo que podía encontrar del cuento latinoamericano. Sin embargo, acercarme más a este género me reveló un territorio fascinante pero complejo. En una novela, sientes que sigues una historia; en un relato, en cambio, vas tras algo escurridizo, como una epifanía o una revelación, persiguiendo un lenguaje que parece siempre ir más rápido que tú.
El relato es un espacio extraño, como ser un jinete sin cabeza intentando articular algo intangible. Al comenzar a escribir este libro, me encontré con relatos que no llegaron a la versión final porque no lograba encontrar ese «algo». Fue un proceso de búsqueda y reto constante, pero al mismo tiempo una oportunidad para desarrollar una relación más íntima con los personajes. Aunque el tiempo narrativo es más breve, la necesidad de condensar ese instante crucial, ese despertar de los personajes, me permitió acercarme mucho más a ellos que en una novela.
Para mí, escribir cuentos implica reescribir y reescribir, ir afinando hasta sentirme cada vez más cerca de la verdad de un personaje. A diferencia de las novelas, donde suelo avanzar con más estructura, en los relatos podía destruir la historia por completo y empezar de nuevo una y otra vez, lo cual se convirtió en algo muy divertido. Esa libertad de romperlo todo para reconstruirlo fue adictiva. Me encantó esa posibilidad de explorar desde cero tantas veces como fuera necesario, lo que me hizo sentir que podría escribir relatos para siempre.
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