Entrevista | Iván Repila Escritor

Iván Repila: «Es fácil rendirse al nihilismo, pero yo me resisto»

El escritor bilbaíno regresa a las librerías con su novela El jardín del diablo (Seix Barral), una fábula en la que presenta una singular utopía

El escritor bilbaíno Iván Repila acaba de publicar 'El jardín del diablo' (Seix Barral).

El escritor bilbaíno Iván Repila acaba de publicar 'El jardín del diablo' (Seix Barral). / Miriam Ávila

Eric Gras

Eric Gras

Iván Repila, autor de novelas como El niño que robó el caballo de Atila, Prólogo para una guerra o El aliado, ha regresado este 2025 a las librerías del país con su última obra, El jardín del diablo (Seix Barral), una fábula que aborda la convivencia, el ecologismo y el futuro de la humanidad a través de los ojos de un padre que le cuenta una historia a su hija –un padre que es, en realidad, el propio Iván Repila, y una hija, su búfala, a la que le dedica el relato;de ahí que sea, quizá, su obra más personal hasta la fecha–. La novela se despliega en un contexto que se aleja de las distopías habituales para ofrecer una reflexión luminosa y optimista sobre cómo podemos encontrar alternativas a un mundo que parece estar constantemente en crisis

En esta conversación, Repila nos habla de la génesis de la historia, sus influencias y su visión sobre la literatura como herramienta para sembrar ideas que puedan transformar nuestra percepción del mundo y el futuro. Con un estilo profundamente simbólico y un enfoque en la importancia de la desaceleración y el cuidado, el autor nos invita a cuestionar la dirección que estamos tomando como sociedad y a imaginar un camino distinto, más cuidado y armonioso con la naturaleza. 

El jardín del diablo está narrado como una fábula que un padre cuenta a su hija. ¿Qué te llevó a elegir este formato para tratar temas tan profundos como la convivencia, el ecologismo y el futuro de la humanidad?

Como dices, estos tres temas, y quizá alguno más, están muy presentes en toda la novela. Cuando empecé a idear lo que quería contar, estaba en un momento vital muy concreto: acababa de ser padre, veníamos de la pandemia, nos habíamos mudado al campo y estábamos en contacto directo con la naturaleza. Todo esto se fue acumulando en mi cabeza, pero, sobre todo, sentí un agotamiento hacia las distopías, hacia esa sensación de que todo está mal, de que no hay alternativas ni soluciones. Pensé que lo que necesitaba era un enfoque más luminoso, más optimista. Así que me dije: vamos a plantear algo distinto, algo que se acerque a una utopía, porque ya bastante distópico es el mundo en el que vivimos. Quería imaginar escenarios más hermosos, basados en la convivencia y los cuidados.

«Si nos cuidamos todos, quizá sí podamos cambiar las cosas»

Un buen planteamiento, no hay duda.

Con eso en mente, intenté construir una historia que no podía ser realista, porque el planteamiento mismo no lo era. Tenía que moverme en un ámbito donde la imaginación y lo fabulístico encajaran, para que el lector aceptara las reglas del juego. Me pareció que el tono de fábula, de cuento infantil –aunque no sea un cuento para niños–, era ideal. También me influyó la literatura oral, esas historias que nos cuentan nuestros padres, nuestros abuelos o nuestros compañeros. Pensé que ese sería el mejor camino para que el lector aceptara que, en esta novela, los humanos se comunican con plantas, animales e insectos. Este formato narrativo, que tiene un pie en el realismo y otro en la ficción más fantástica, me pareció el más adecuado. Por eso elegí contar esta historia como si un padre estuviera narrando a su hija el cuento del mundo en el que va a crecer.

No obstante, da la sensación de que hay una renuncia, un abandono del edén.

No diría que es una renuncia, porque «renuncia» implica conciencia y voluntariedad. Más bien, el relato que hace el narrador a su hija es una metáfora de la infancia, de ese jardín donde todo es posible, donde todo es magia y fantasía. En la infancia podemos hablar con animales, podemos ser astronautas o mecánicas, cualquier cosa. Pero, a medida que crecemos, perdemos imaginación, sueños, amistades. Nos decepcionamos con la vida, y el mundo, que de niños parecía inmenso, se va haciendo más pequeño. Piensa en un día de un niño: puede jugar a 17 cosas distintas, vivir mil aventuras, reír, llorar, enfadarse y volver a reír. Pero, cuando crecemos, siempre sentimos que «nos faltan horas». Todo va rápido, vivimos acelerados, atrapados en inercias y esclavitudes.

Por eso no lo llamaría renuncia. Es más bien darnos cuenta de que el sistema contemporáneo y la velocidad del mundo nos arrebatan los sueños. Un día te paras a pensar: «¿Y todos los sueños que tenía? ¿Dónde están? ¿Qué pasó con todo lo que quería ser o hacer?». Y entonces miras a tu alrededor y ves que no puedes, porque tienes una reunión o cualquier otra obligación. No es una renuncia, es la constatación de que la vida nos arrastra.

'El jardín del diablo'

Autor: Iván Repila

Editorial: Seix Barral

224 páginas; 19 euros

Esa reflexión parece incluir una invitación a regresar a lo esencial, a desacelerarnos para darnos cuenta de en qué mundo nos hemos metido. Porque, al final, la culpa es nuestra.

Sí, claro. Pienso mucho en esto, sobre todo tras la pandemia. Durante año y medio viví en una aldea de seis habitantes, en mitad de la nada, en Burgos. El comercio más cercano y la guardería estaban a cinco kilómetros, y tuve que aprender a conducir. Esa experiencia contrastó muchísimo con mi vida anterior y con la actual.

Hoy no nos paramos. Literalmente. No nos paramos a mirar cómo sale el sol, a que nos dé en la cara. Tampoco nos paramos mentalmente. Estamos incapacitados para disfrutar, para observar la belleza del mundo, de la naturaleza o incluso de nosotros mismos. Y, muchas veces, tampoco miramos a quienes tenemos alrededor para ver si necesitan algo, porque no tenemos tiempo.

En la novela, y en mi propia vida, creo que hay una necesidad urgente de desacelerar, no solo en términos energéticos –de lo que ya se habla mucho–, sino también emocional y espiritualmente. Pararnos a pensar: «El mundo puede ser hermoso, hay gente hermosa en él, y tenemos cosas que cuidar, incluidos nosotros mismos». Esa deceleración es, para mí, algo interno más que externo.

Además de esa desaceleración, parece haber una idea de devolverle algo a la naturaleza, de cuidar aquello que nos ha cuidado.

Totalmente. Como decía, planteé esta novela en un escenario que se acerca a la utopía. Y para mí, la única utopía posible es ecologista. Esto incluye cuidar de nosotros mismos, pero también de los seres no humanos: los bosques, los océanos, los animales. La mayoría de las utopías que vemos, tanto en literatura como en cine o televisión, son antropocéntricas. Siempre se centran en los humanos. Pero, ¿qué pasa con todo lo demás? Para mí, una verdadera utopía debe incluir a todo el planeta. Los humanos somos un pequeño parásito en la Tierra. Solo cuidándonos entre todos –humanos y no humanos– podemos construir un lugar más habitable.

«El arte no cambia el mundo, pero sí planta semillas que pueden llegar a transformarlo»

Tanto Emil en Prólogo para una guerra como Volva en El jardín del diablo parecen figuras que buscan sentido en medio de un entorno adverso. ¿Cómo ha evolucionado tu manera de abordar estos personajes con dilemas existenciales?

En realidad, diría que, salvo quizá la primera novela, Una comedia canalla, en todas mis obras hay un personaje así. Por ejemplo, en El niño que robó el caballo de Atila, el pequeño también intenta encontrar un sentido; o en El aliado, incluso, si me apuras, que tiene otro tono, su protagonista, a su manera –y de forma bastante desastrosa–, también busca un sentido en el mundo, formulando, como bien dices, planteamientos existenciales. Cada uno intenta maniobrar y actuar como cree mejor para lograr objetivos que le parecen razonables, respetables y positivos.

Supongo que este tipo de personajes, que se repiten en mis novelas con distintos escenarios, argumentos y características, tienen mucho que ver conmigo, con mi forma de estar y pensar el mundo. Todos ellos llevan algo de mí, claro. Por eso, no me resulta complicado crear personajes con estas características, salvo por los aspectos puramente técnicos: las tramas, los argumentos, las subtramas, el encaje narrativo o la estructura de lo que llamamos novela.

A medida que avanzo en la vida y cumplo años, noto que me obsesiono con ciertos temas que me preocupan: el capitalismo, el machismo y el feminismo, la situación de las ciudades contemporáneas… Son inquietudes que me llevan a investigar y documentarme, no siempre con la intención de escribir un libro sobre ello, pero sí porque me interesan profundamente. Casi siempre están relacionadas con la pregunta de cómo construir un lugar mejor, más habitable, más sano y enfocado en cuidarnos a nosotros mismos, a los demás y al mundo que nos rodea. Es en torno a estas ideas que van surgiendo los personajes.

En esta última novela, la pregunta «qué mundo heredarán las próximas generaciones» ocupa un lugar central. Como autor, ¿crees que la literatura puede influir en la percepción colectiva sobre temas como el cambio climático y la crisis social?

Creo –y esto es, por supuesto, una opinión completamente subjetiva– que el arte, ya sea literatura, cine, teatro, música, ensayo, ficción o no ficción, sí tiene la capacidad de plantar semillas. Y cuando digo semillas, me refiero a ideas que pueden germinar en las mentes y corazones de las personas. Luego, esas ideas, si crecen, pueden inspirar o influir a alguien de tal forma que le den la fuerza, el ánimo o la imaginación para plantear formas distintas de hacer las cosas de manera más sana y beneficiosa.

No diría que la literatura, como reza esa frase mítica, puede cambiar el mundo. Quienes cambian el mundo son las personas. Sin embargo, sí creo que el arte puede sembrar ideas y emociones que, en el mejor de los casos, germinan y contribuyen a transformar la realidad.

En otro orden de cosas, un detalle llamativo de El jardín del diablo es la numeración inversa de los capítulos. Es una cuenta atrás.

Exacto, es una cuenta atrás.

¿Qué significa realmente?

Digamos que tiene varias capas. Me gusta jugar con la numeración en todas mis novelas; creo que puede contener significados ocultos. Aquí, el cuento empieza cuando el padre está narrando la historia a su hija, y la cuenta atrás simboliza la urgencia, el tiempo que corre. Cuando llegamos al capítulo 0, es el amanecer, el momento en el que la niña inicia un día muy importante en su vida. No voy a desvelar más, pero es un punto de inflexión.

Empecé en el número 33 porque, aunque esto no aparece en la novela, es un número personal. Hace años me salió una quinta muela del juicio, un «diente supranumerario», algo raro. Fue como un mensaje de mi cuerpo, una señal de que seguía creciendo de alguna forma. Ese diente, que aún conservo, simboliza mucho para mí. Por eso el capítulo inicial es el 33 y el final es el 0: una cuenta atrás hacia algo nuevo.

Teniendo en cuenta que el proceso de escritura es un viaje emocional en sí mismo, ¿cuál fue el mayor desafío emocional al que te enfrentaste al escribir esta fábula que le cuenta un padre a su hija?

Buena pregunta. Creo que el mayor desafío emocional fue no caer en la ingenuidad, además de terminar la novela, claro. No quería ser ingenuo ni cursi. Aunque esta obra está dedicada a mi hija –y el personaje de la búfala se inspira en ella–, mi intención no era crear una historia puramente infantil o pirotécnica, sino algo simbólico y alegórico que pudiera emocionarla de manera real y dejar un mensaje hermoso, luminoso y optimista.

Es difícil, porque cuando planteas algo optimista o esperanzador, es fácil que te tachen de ingenuo, cursi o que no te tomen en serio. Es mucho más sencillo escribir una buena distopía en la que todo va mal. Sin embargo, creo que se puede ser optimista sin que te señalen con el dedo. Ese equilibrio entre lo imaginativo y lo emocional fue, sin duda, el mayor desafío.

Detalle de la portada de 'El jardín del diablo'.

Detalle de la portada de 'El jardín del diablo'. / Ilustración: Gerard Calafell

Otros autores coinciden en señalar hoy la importancia de ofrecer luz al mundo, dado que parece que estamos agotados de que siempre nos digamos a nosotros mismos que todo va mal, que todo está en crisis…

Es cierto, y esa misma sensación es la que me impulsó a escribir este libro. Supongo que la pandemia fue la gota que colmó el vaso. Aún la recuerdo con temblor. Me afectó profundamente, y me agoté de pensar que todo está perdido y que no hay nada que hacer.

Las previsiones más optimistas sobre el cambio climático y el futuro del planeta hablan de que, dentro de 50 años, podríamos morirnos de sed, hambre, frío o calor. Las más pesimistas reducen ese plazo a 25 o 30 años. Y claro, no puedo evitar pensar: «He traído a una niña al mundo, ¿qué clase de planeta le voy a dejar?».

Sé que es difícil ir a contracorriente. Las noticias son malas, el mundo parece estar en crisis constante, la ultraderecha crece… Es fácil rendirse al nihilismo y pensar que no hay nada que hacer. Pero yo me resisto. Impugno esa idea.

En el final de Cándido, Voltaire dice: «No podemos cambiar el mundo, pero podemos cuidar de nuestro jardín». Yo quería desafiar esa idea tan solipsista y egoísta de cuidar únicamente nuestro pequeño núcleo, mientras lo demás queda abandonado. Mi planteamiento es más ambicioso, más generoso, más universal: aquí nos cuidamos todos, humanos y no humanos. Si nos cuidamos todos, quizá podamos cambiar un poco las cosas.

Ya basta de pesimismo. Si nos dejamos llevar por él, está claro que no mejoraremos nada.

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