Entrevista | Javier Sierra Escritor

Javier Sierra: «Para empezar a escribir necesito asombrarme»

El reconocido escritor, galardonado con el Premio Planeta, presentó en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés de Castelló su última novela, 'El Plan Maestro' (Planeta)

Javier Sierra se citó con 'Mediterráneo' en la librería Argot de la capital de la Plana.

Javier Sierra se citó con 'Mediterráneo' en la librería Argot de la capital de la Plana. / Kmy Ros

El arte como una puerta al mundo de las emociones, a una segunda mirada sobre lo material, lo palpable, vuelve a protagonizar una novela de este autor doce años después de la publicación de El Maestro del Prado. Javier Sierra visitó Castelló el 9 de abril para presentar El Plan Maestro en Ámbito Cultural de El Corte Inglés, una novela sobre la que conversó con Mediterráneo en la Librería Argot, y de la que confesó, entre otras particularidades, que en su proceso de creación ha descubierto obsesiones muy íntimas «de las que no era consciente hasta ahora», como «qué hay al otro lado de la muerte o más allá de la vida» o sobre «los ángeles o esa gente que se cruza en tu camino y te cambia el destino».

En El Plan Maestro, donde se reencuentra con su icónico Luis Fovel, el escritor se convierte en narrador y protagonista, navega en el tiempo y el espacio desde la prehistoria hasta la actualidad, llevando al lector consigo para invitarle a descubrir cómo el arte «dejó de ser mágico para convertirse en propaganda y perder la emoción». Con su lectura, aspira a «cambiar la mirada», abrirla a un mundo que va más allá de lo evidente para demostrar que «todo está conectado». Asegura que su nueva novela es un homenaje a todas aquellas personas que han buscado a Luis Fovel.

En el prólogo de El Plan Maestro dices que es la novela más osada que has enviado a imprenta. Solo hay que leerla para entender algún porqué, pero ¿a qué te refieres exactamente?

La osadía tiene que ver con muchas cosas. Primero, por contar o desvelar aspectos de mi vida familiar que nunca había mostrado y que, de alguna manera, configuran mi manera de ver el mundo; cómo educo a mis hijos y como los enfrento al misterio, a lo desconocido y cómo estoy atento a sus reacciones cuando no logran interpretar algo o cuando lo interpretan mejor que yo. Pero también es una osadía cómo la he construido arquitectónicamente. Hay una parte que se narra en primera persona y otra en tercera, y el narrador omnisciente y el implicado se mezclan y terminan confluyendo de una manera armónica, lo que me ha hecho salir por completo de las estructuras narrativas tradicionales.

El reconocido escritor presentó 'El plan maestro' en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés.

El reconocido escritor presentó 'El plan maestro' en el Ámbito Cultural de El Corte Inglés. / Kmy Ros

Una doble voz que es a su vez la de Javier Sierra narrador y protagonista, pero que por momentos parece que se multiplica y genera otros múltiples narradores.

Tiene que ver con una preocupación que tengo desde hace muchos años y es que todo lo que nos rodea necesita narración. La vida necesita narradores y cada uno cumple esa función a su manera. Quería que hubiera voces corales y que si escuchabas a Jon Einar, a Luc Dugal o a Ángela Quiao, cada uno fuera a su vez un narrador. Creo que en eso también fui osado, pero al final la envié a imprenta porque vi que tenía fluidez, que se lee sin grandes dificultades.

Con esta nueva historia, ¿acabas lo que empezó hace 12 años con El Maestro del Prado?

Hay algo de eso. El Maestro del Prado fue una novela que terminaba en abierto y eso, a veces, es un pecado mortal, porque le estás dando al lector la obligación de terminar el trabajo. Pero en este caso, esa apertura se convirtió en acicate para que muchos lectores se implicasen aún más en la historia y se lanzasen a buscar ellos mismos al maestro. Me hacían partícipe de sus pequeños o grandes hallazgos a través de redes o correos electrónicos. Fui atesorando una cantidad excepcional de miradas sobre mi obra. Llegó un punto en que quise darles las gracias a esos cómplices y he construido la novela en su homenaje.

A algunos los citas y tienen un papel importante en la trama.

Cierto, he jugado con lo que en el cine se llama la cuarta pared, lo que no se ve y que está detrás de técnicos y cámaras. En esta novela se intuye y el lector la atraviesa.

Tanto en el prólogo como en la nota de autor expones con claridad que hay una buena parte de la historia que es real y otra que es ficción. Es una de las preguntas que dejas en manos del lector resolver, dónde está ese salto.

Es una novela muy de fronteras. Entre lo real y lo ficticio; entre el más allá y el más acá, que la marca el arte; está la frontera que abre la imaginación, que no es visible, pero sí real, y ese juego me ha dado mucha capacidad de desarrollo narrativo. Hay algo que me gustó mucho cuando estuve trabajando en el diseño exterior de la novela. Quería que desde la portada fuera una invitación a abrir los ojos, a cambiar la mirada, de ahí el tema tan icónico del ojo que te mira, que quise superponer a algo muy real, el fragmento de El Jardín de las Delicias de El Bosco, donde se esconde un ojo, pero que solo verás si tienes la mirada del niño. Toda esa metaliteratura, ese metalenguaje, está muy presente.

Incluyes en la parte final una parte del informe que el padre Luc Dugal envía al Vaticano. Sus primeras palabras son Nolite timere, no tengas miedo. ¿Tenemos miedo a saber que la realidad no es solo lo que vemos? ¿Ese final es en realidad el principio?

Para mí, las mejores novelas de la literatura universal son las que llamo ouroboros, esa serpiente que se muerde la cola. De alguna manera, te están diciendo que todo es cíclico y está sometido a un eterno retorno. Esta novela es un ouroboros. Podrías empezar leyendo ese Nolite timere y después enfrentarte a la narración. Creo que esas son las novelas más virtuosas, porque has comprendido la trama y has visto cuál es el destino de los personajes pero, a la vez, sientes —no sabes, sientes— que todo vuelve a empezar.

Posiblemente, uno de los momentos clave de la narración es cuando uno de los personajes expone que no se trata de creer, sino de saber. Nada es invención. Encuentras justificación para todo.

Más allá de lo literario, me hace mucha gracia cuando nos empeñamos en ponerle puertas al campo, cuando decimos aquí empieza Castellón y aquí acaba Teruel... ¿Dónde está la frontera? No existe, todo está conectado. Hay unas conexiones entre los territorios, los conocimientos, las lenguas, la vida misma, que hacen que saltárselas sea muy enriquecedor, porque te das cuenta de que hay una intelectualidad que quiere ponerlo todo en cajas, pero eso te quita la posibilidad de las relaciones libres y eso lo reivindico en la novela.

El interior de 'El plan maestro', de Javier Sierra.

Planeta

¿Qué se pierde el escéptico o el pragmático, quien recela o niega ese algo más de la vida?

La emoción. Cuando imponemos la razón sobre la emoción construimos ciudades, mandamos a seres humanos a la Luna, tenemos telecomunicaciones y eso es perfecto, pero dejamos de vivir. Cuando no hay emoción, no hay vida. Dejamos de relacionarnos con los demás, dejamos de amar, las cosas para las que, al final, estamos diseñados. Un escéptico, rechaza todo eso porque, en el fondo, tiene miedo. Se enfrenta a algo que no se puede pesar, medir, comprar ni vender y pierde esa fuerza vital, la emoción que hace que a una madre no le importe cruzar el mundo, a pesar de todas las dificultades que pueda encontrarse, solo para encontrarse con su hijo. Todo eso se pierde.

Pero el Javier Sierra protagonista muestra momentos de escepticismo en esta historia. 

Tengo mis momentos de escepticismo, pero te voy a decir una cosa: El escepticismo paraliza. Cuando no crees en algo, suspendes tu confianza y lo que sientes inmediatamente después es un efecto paralizante. Te sientes engañado, defraudado o entiendes que no hay esperanza ni camino. Te bloqueas y te quedas clavado. Y no hay cosa que me repela más que la parálisis, quedarme anclado. Quizás por eso estoy buscando otros mundos continuamente. Generalmente, combato los momentos de escepticismo abriendo más todavía los ojos, cambiando el punto de vista. El Maestro del Prado arranca cuando me cruzo con un señor mayor ante La Perla de Rafael y me enseña cómo leer el arte renacentista, me da claves de lectura simbólica, geométrica, de todo tipo. Ese señor desaparece de mi vida y lo convierto en personaje literario para tenerlo bajo control. No sabía su nombre y decidí llamarlo Luis Fovel. Cuando me pongo a trabajar en El Plan Maestro, regreso a esa pintura y paso días observándola, tratando de imaginarme qué ha podido pasar con Fovel y por qué se detuvo en ese cuadro. Cuando ya estaba en el escepticismo de no encontrarle sentido, en la enésima observación del cuadro, lo vi. En una esquina, como tallada a navaja en un tronco viejo, hay una F. Di un respingo, porque no lo había visto nunca. No se corresponde con el nombre del autor ni con el nombre del obispo que encargó la pintura. Es la inicial de Fovel, el nombre que yo me había inventado. Ahí se rompió el escepticismo. Es donde me reconocí que seguía existiendo una magia más allá de lo real y probablemente más allá de lo narrativo, que podría volver a atesorar para construir mi historia.

«Reivindico esa segunda mirada de los niños hacia el arte, no contaminada por la educación racional»

El porqué de las pinturas rupestres, cómo eran, dónde estaban, es el inicio de un camino que nos lleva a recorrer la tradición artística desde una visión o una función trascendente. Es más de lo que se ve. Pero entre líneas se lee que llega un momento en el que el arte pierde el sentido del plan maestro que fundamenta tu novela. ¿Cuándo sucede eso, cuándo el arte deja de emocionar?

El momento en el que deja de ser mágico para convertirse en propoganda. Así de fácil. El arte en la prehistoria no tenía una función propagandística, en el sentido de dar protagonismo a tal o cual líder o recordar tal o cual gesta. El arte era un artefacto mágico. Para realizar esas pinturas, tenían que entrar en una cueva a oscuras, con poca gente alrededor, quizás con una bolita de grasa encendida como único punto de luz. Se enfrentaban a una tiniebla absoluta y allí, bajo la iluminación titilante del fuego, aquella imagen se movía, les decía cosas. Era un acto mágico. Lo cuenta Lewis Williams en La mente en la caverna. Ese primer arte se hizo primero palpando la pared y cuando nuestro antepasado más remoto encontraba una protuberancia, la interpretaba como la panza de un bisonte, la silueteaba, la pigmentaba y la daba a conocer al resto de la tribu, con la certeza de que ese bisonte era real y estaba al otro lado de la piedra. La piedra era una membrana que separaba el mundo espiritual del real. La pintura indicaba a la comunidad dónde se interconectaba ese otro mundo con el nuestro. Eso me fascina. Nace de una percepción radicalmente distinta a la que tenemos hoy. ¿Queda algo de esa percepción en el arte? Ahí es donde me pongo en marcha y desarrollo el arcanon, una lista de cuadros con misterio, obras conectadas de alguna manera con esa visión de la historia del arte como elementos marcados del más allá.

¿Qué supone para ti que alguien llegue a decirte que desde que te ha leído, ya no visita los museos con la misma mirada?

Yo ya he tenido ese éxito con El Maestro del Prado. Soy asiduo visitante y siempre me encuentro con algún lector con el libro debajo del brazo, a modo de guía. Ese me parece el verdadero éxito más allá de las ediciones o las traducciones. Con El Plan Maestro, sabré si he tenido éxito el día que me encuentre a esos mismos lectores acompañados de sus hijos. Reivindico esa segunda mirada hacia el arte no contaminada por la educación racional e ilustrada, una más primitiva e instintiva, la que tienen los niños. Si empiezo a encontrarme a padres escuchando a sus hijos contándoles lo que ven en las pinturas, entonces sabré que lo he logrado. Ese será el éxito.

Cada uno de los cuadros que forman parte de la novela, obras reales, están sorprendentemente relacionados. ¿Cómo ha sido esa búsqueda para alcanzar ese conexión sin fisuras?

Ha sido lo más divertido y lo más duro, porque es lo más costoso. Todos los lugares y las obras los he ido a ver no una, sino varias veces y la conexión, a veces, no ha sido inmediata. Lleva un proceso. En el fondo, esa es la literatura de verdad. No la creas de manera industrial, la generas desde el asombro. Yo necesito asombrarme antes de escribir y es algo que no está asegurado, te lo encuentras o no, y encontrarlo requiere de tiempo. 

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