Entrevista | Marie-Hélène Lafon Escritora
Marie-Hélène Lafon: «Me interesa el poema de las cosas desnudas»
La reconocida autora francesa estuvo en la Llibreria Ramon Llull de València para hablar sobre su obra

Marie-Hélène Lafon visitó recientemente València para participar en la Primavera Literaria que organiza la Llibreria Ramon Llull. / Olivier Roller
El pasado 14 de abril, la escritora Marie-Hélène Lafon visitó València con motivo de la Primavera Literaria 2025 organizada por la Llibreria Ramon Llull y con la colaboración del sello que publica su obra en nuestro país, la exquisita editorial Minúscula, y el Institut Français de Valencia. Fue una ocasión excepcional para escuchar a una de las voces más singulares de la narrativa contemporánea francesa, alguien que ha sabido construir un espacio literario propio a partir de lo más concreto: la lengua, la tierra, el cuerpo y la memoria.
Nacida en el corazón rural del Cantal, Lafon ha hecho de ese paisaje y de su transformación el centro neurálgico de una obra que comprende títulos como Nuestras vidas, Historia del hijo, Los países, Flaubert for ever o la más reciente, Las fuentes; todas ellas traducidas por Lluís Maria Todó. Con una mirada aguda y un lenguaje preciso, Lafon explora sin dramatismo –pero no sin intensidad– las mutaciones del mundo campesino, la soledad, el paso del tiempo y la compleja herencia de los vínculos familiares. En esta entrevista, nos habla de su manera de escribir «a viva voz», de su resistencia a lo anecdótico y de su fidelidad a una literatura que no busca redención, sino forma para el caos del mundo.
Su prosa, larga, envolvente, casi sin pausas, parece hablarnos en voz alta, como una letanía o un diálogo con usted misma. ¿Cómo construye el ritmo de sus frases? ¿Lo siente antes de pensarlo, o trabaja cada palabra como un orfebre?
Lo construyo en voz alta, justamente; lo trabajo así, con todo el cuerpo; más exactamente, busco en voz alta el ritmo de cada frase, palabra tras palabra, silencio tras silencio, respiración tras respiración, y también el ritmo de todo el texto, frase tras frase. La voz y el cuerpo son mis instrumentos de trabajo y, con ellos, amaso la materia verbal. Es una cuestión de aliento, de respiración, de ritmo; la palabra está en su pregunta y es muy justa.
La palabra justa en el lugar justo.
Hay que volver a empezar siempre, y creo que hay que esperar, dejar que el texto repose, mucho, durante mucho tiempo, entre dos enfrentamientos tenaces. Yo espero mucho.

Marie-Hélène Lafon es una de las voces más singulares de la narrativa contemporánea francesa. / Olivier Roller
Dice escribir desde «lo esencial», como un árbol en invierno, sin hojas. ¿Ese despojamiento es una forma ética de narrar? ¿Una fidelidad a la materia de la vida, que casi nunca necesita ornamento?
Me gustaría escribir así; es hacia eso hacia lo que tiendo, como hacia un horizonte deseado que siempre se escapa. Yo lo llamaría el poema de las cosas desnudas. Sería una forma poética de narración, a ras de vida y, en ese sentido, se podría hablar de fidelidad, si así lo desea. En cambio, la palabra «ética» me parece un poco grande… floto dentro de esa prenda.
En sus libros se percibe una clara resistencia a lo anecdótico: no hay jerarquía de hechos, todo sucede en un mismo plano, como si el tiempo no existiera. ¿Es así como aborda la vida? ¿Cree que la literatura puede dar cuenta de un presente eterno?
Me parece que la anécdota y lo pintoresco tienen que ver con lo florido, la intención, el reclamo, el parloteo, lo prefabricado para sentir, pensar o experimentar; en fin, con todo lo que yo huyo cuando leo y que me gustaría tanto evitar cuando escribo... No sé si la literatura puede dar cuenta de un «presente eterno», pero creo que se aventura en los laberintos interiores de los seres y en zonas de la conciencia donde pasado, presente y futuro están en constante movimiento, se mezclan y entrelazan de forma inextricable; lo que usted llama «presente eterno» sería quizá ese mismo movimiento, esa vibración de lo vivo.
«Mis libros se nutren de la tensión entre el apego y el desarraigo»
Afirma que «la chispa es el choque de lo real», y que siempre escribe a partir de lo que existe. Sin embargo, también habla de reinvención, desplazamiento, transformación. ¿Dónde empieza exactamente la ficción en sus libros? ¿Y qué papel juega la imaginación si no inventa, pero sí transforma?
Si lo supiera, se lo diría con gusto; pero si lo supiera muy, o incluso demasiado, exactamente, quizá ya no escribiría nada más. No puedo más que confirmar lo que su pregunta plantea. Lo real es inagotable, inenarrable e indecible, literalmente. Trabajo en esa maleza, abro caminos a machetazos o me esfuerzo por seguir senderos que de pronto se abren, se revelan, son flagrantes e irresistibles. Sin embargo, suelo decir que, por falta de inventar, reinvento todo, y que mi capacidad de ficción reside enteramente en las dos letras de ese prefijo. Es un proceso bastante banal; desplazo, desvío, transcribo, descoso, coso y recoso, piezas y fragmentos; se va haciendo al hacerlo; y es lo mínimo si se quiere, como es mi caso, evitar los choques desafortunados u otros daños colaterales relacionados con los incontrolables efectos de reconocimiento que acompañan la publicación de un libro.
Muchos críticos sitúan su obra a medio camino entre la biografía, la ficción y el ensayo. ¿Ese «entre-lugar» le ofrece más libertad para escribir? ¿O es más bien una consecuencia natural de su manera de pensar la literatura y el mundo?
El entre-lugar, el borde, el limbo, llámese como se quiera; y yo escribo los libros que puedo, en esa libertad cuyos contornos borrosos, abiertos y móviles me son indispensables. Si las exigencias editoriales no fueran lo que son, dejaría de lado con gusto todas esas categorías, novela, cuento, relato, ensayo. Escribo textos, publico textos, tejidos de palabras, en el sentido etimológico, el ras de las cosas una y otra vez.
Ha vivido el paso del mundo rural del Cantal a la metrópoli parisina. ¿Cómo han influido ese desarraigo, ese desplazamiento, en su escritura? ¿Diría que escribe desde la memoria, desde la herida o desde una forma de reconciliación? ¿Ese paso sigue vibrando en usted como una tensión no resuelta?
Esa es la palabra justa, «tensión»; una tensión definitivamente no «resuelta», tensión, pulsión vital, esencial. Vibración, retomo el término de su pregunta; energía, también en su sentido etimológico de trabajo; estar en energía es estar trabajando y en el trabajo, mientras se está vivo. Todos los libros que he escrito, desde hace casi treinta años, se nutren de esa tensión que me constituye entre el apego y el desarraigo.

Los cinco títulos de Lafon publicados por la editorial Minúscula; todo ellos con traducción de Lluís Maria Todó. / Minúscula
Ciertamente, sus libros están atravesados por la desaparición del mundo rural y el éxodo hacia la ciudad, un fenómeno que también ocurrió en España. ¿Cree que existe una memoria compartida, una melancolía común entre generaciones que abandonaron su tierra de origen?
Más que hablar de desaparición del mundo rural, yo hablaría de una mutación del mundo campesino en primer lugar, y por tanto también del mundo rural, aunque este último no se reduce al primero; una mutación tan enorme y masiva, en poco más de un siglo, que parece una muerte larga, una agonía siempre recomenzada. Creo que existe lo que llamaría gustosamente un sustrato campesino común a la población, en sentido geológico y sociológico, al menos en Francia, y usted parece decir que en España se vivió algo similar; pienso también en Italia o en Portugal. En muchísimas familias que se volvieron urbanas o que permanecieron rurales, los orígenes campesinos se remontan ahora a tres o cuatro generaciones, pero han dejado huellas, a veces muy enterradas, a veces más o menos mitificadas. Es algo a la vez tenue y tenaz; todas las gamas de rechazo o adhesión son posibles e inimaginables, de ahí la melancolía de unos, la nostalgia de otros, y mil variantes más… La literatura tiene su lugar en ese paisaje complejo, trabaja en él, sin simplificar, sin caricaturizar, sin embellecer...
¿Qué lugar ocupa la autoficción en su obra? ¿Escribir sobre uno mismo es también una forma de salvarse o de hacerse nuevas preguntas? ¿O más bien una forma de disolverse en los otros, más que afirmarse uno mismo?
Siempre me desconcierta esa noción de autoficción. Más que «sobre» uno mismo, me parece –y no digo nada nuevo– que se escribe «con» uno mismo, «con» lo que uno es; y somos, esencialmente, lo que gustosamente llamaría seres atravesados. Me refiero a seres tejidos, trabajados por contextos económicos, políticos, históricos, culturales, por influencias, sensaciones, impresiones, herencias familiares, acontecimientos de vida que nos constituyen. Yo escribo evidentemente «con» eso, con esa materia viva; ¿cómo podría hacerlo de otro modo? No he inventado esta idea de seres atravesados; está en el Diario de Delacroix, y la cito como epígrafe de Los países, el que quizá sea mi libro más explícitamente autobiográfico: «No poseemos realmente nada; todo nos atraviesa.»
Ha afirmado que todas sus novelas abordan los mismos temas, pero que no teme repetirse porque la realidad es inagotable. ¿Cree que toda su obra es una gran variación sobre el silencio, el trabajo, las ausencias y los vínculos?
No añadiré nada a eso; una «variación sobre el silencio, el trabajo, las ausencias y los vínculos»; me gusta mucho. Me encanta esa palabra, «variación»; su flexibilidad tenaz, su acepción musical… eso sería exactamente lo que quisiera hacer...
«No escribo sobre mí, escribo con lo que me atraviesa»
Ha dicho que las soledades que retrata –especialmente en las mujeres– no son patológicas ni destructivas, sino constitutivas. ¿Cree que la literatura puede acoger esa soledad sin necesidad de redención, sin convertirla en drama?
La literatura puede acoger todo, y decirlo todo, lo creo, incluso las experiencias extremas. Las soledades rurales, o urbanas, que resurgen en mis libros, no son experiencias extremas; están ahí, existen, se imponen, sin estridencias ni fanfarronería. Las nociones de «redención» y de «drama» me son bastante ajenas; son demasiado espectaculares, demasiado explícitas para mí. Mis personajes resisten y se mantienen, continúan, tienen sus alegrías y su dignidad; quizás estén resignados, es una cuestión política que me preocupa; a veces se suicidan, cuando ya no pueden más. ¿Qué más decir?
Enseña latín y griego. ¿Cómo dialogan esas lenguas antiguas con su escritura? ¿Qué le enseñan los clásicos sobre lo que aún se puede contar? ¿En qué han influido en su mirada contemporánea?
Las lenguas antiguas alimentan mi relación con la sintaxis y el léxico, fundan el gusto que tengo por ellas, el placer constante que experimento al buscar la palabra más justa, la estructura de frase más eficaz. El latín es nuestra fuente románica, y el fundamento clásico que es el mío –abracemos el griego, a Homero y los demás, y lleguemos hasta Flaubert sin hablar de los monstruos del siglo XX, Céline, Proust–, ese fundamento, entonces, es para mí una especie de tesoro compartido, inagotable, a veces aplastante si se piensa en la inanidad del propio gesto de escritura. Estoy nutrida, estoy agradecida, y trato de hacer lo que tengo que hacer...
Para concluir, ¿cree que la literatura sirve para reparar algo –una pérdida, un exilio, una identidad desplazada– o es más bien un medio para permanecer en lo inacabado, en lo que nunca se cierra del todo?
Creo haber escrito en algún sitio, ya no recuerdo exactamente dónde, tal vez en una revista, que «la literatura sería un intento tenue y tenaz de dar forma –no orden, sino forma– al caos del mundo y al combate de los hombres por y con y dentro del material de la lengua». Me parece que estaríamos ahí del lado de lo inacabado...
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