'La estela de Selkirk', de Eduardo Lago: Hablemos de ella como si existiera

Galaxia Gutenberg publica la última novela del autor madrileño, un singular homenaje a 'Robinson Crusoe'

Eduardo Lago viajó a la isla de Más a Tierra en 2015. De ahí nació la génesis de la novela 'La estela de Selkirk'.

Eduardo Lago viajó a la isla de Más a Tierra en 2015. De ahí nació la génesis de la novela 'La estela de Selkirk'. / Pascal Perich

Eric Gras

Eric Gras

«Hablemos de ella como si existiera», escribió Roland Barthes en El placer del texto (1973). Y quizá no haya mejor forma de acercarse a La estela de Selkirk (Galaxia Gutenberg), la última novela de Eduardo Lago, que tomarse esta invitación como método y como advertencia.

Porque aquí todo parece existir, pero nada termina de asentarse en lo real. Ni Jimmy Zhivago —el protagonista, un escritor que escribe una novela sobre cómo se escribe una novela–, ni los escenarios que transita –islas perdidas en mitad del Pacífico, bibliotecas en Berlín, hoteles de aire proustiano en Lisboa—, ni los personajes que lo acompañan —reconocibles tras máscaras literarias como si vinieran de una novela de espías posmoderna— son exactamente lo que dicen ser. La novela es, en todo caso, el proceso de llegar a serlo.

Lago no propone una narración lineal ni una aventura convencional. Lo suyo es una especie de narratopía, un lugar donde las novelas se piensan a sí mismas, donde los personajes discuten su grado de realidad (como en Foe, la obra de Coetzee que late en el epílogo) y donde la historia se estructura más como una red de correspondencias que como un argumento cerrado. La literatura como búsqueda y no como hallazgo.

El escritor madrileño Eduardo Lago regresa a las librerías españolas con 'La estela de Selkirk' (Galaxia Gutenberg).

El escritor madrileño Eduardo Lago regresa a las librerías españolas con 'La estela de Selkirk' (Galaxia Gutenberg). / Pascal Perich

Una novela que se cuenta escribiéndose

En este libro, todo gira en torno a una revelación que no termina de llegar, a un misterio —los llamados «Papeles de Lexington»— que lo justifica todo sin terminar de concretar nada. Pero no importa. Como en los viajes verdaderamente importantes, el trayecto importa más que el destino. Lago escribe una novela que es a la vez diario de viaje, bitácora de lecturas, intriga ensayística, homenaje culto y artefacto literario en estado puro. O impuro. Porque aquí se mezcla todo: realidad y ficción, citas y experiencias, referencias y pasajes inventados.

Jimmy Zhivago lo explica con claridad: no se trata de inventar personajes ni de forzar la trama. Su método es otro: esperar a que la realidad dé señales. Solo entonces entra en juego la imaginación. No es nuevo periodismo, ni autoficción, ni novela de tesis. Es una forma de escritura que se alimenta del mundo sin someterlo. Que escucha antes de narrar.

Por momentos, La estela de Selkirk se deja leer como una novela de espías con ritmo pausado y lenguaje culto. Por otros, como un libro de viajes con aroma literario. Lago convierte cada ciudad —Lisboa, Berlín, Valparaíso, Hydra— en un capítulo de esta novela total que quiere contenerlas a todas. Como si cada puerto fuera un fragmento del libro que está por escribirse.

'La estela de Selkirk'

Autor: Eduardo Lago

Editorial: Galaxia Gutenberg

328 páginas; 22 euros

Pero nada se construye ex nihilo. Todos los nombres esconden otros nombres: Zhivago (Pasternak), Tavares (Gonçalo M. Tavares), Walser, Coetzee, Nabokov, Joyce, Foster Wallace, Franzen... La nómina es tan extensa como evidente: Lago no oculta sus influencias, las abraza y las convierte en personajes o guiños, en sombras que transitan por las páginas con naturalidad espectral. No hay pudor en ese juego referencial. Solo respeto, y quizá una pizca de ironía.

La literatura como forma de extranjería

En el centro simbólico de todo, la figura de Alexander Selkirk, el náufrago escocés que inspiró a Defoe, y cuya historia —convertida en crónica publicada en The Spectator— desemboca siglos después en esta novela que le rinde homenaje sin parecerlo. Lago viajó en 2015 a las islas Juan Fernández, persiguiendo esa estela de ficción que Defoe transformó en mito. Lo cuenta con naturalidad, pero esa anécdota personal se convierte en una clave de lectura: el verdadero naufragio, el único que importa, es el de la identidad en la ficción.

Y ahí, otra vez, volvemos a Barthes. Hablemos de ella como si existiera, dice, y uno se pregunta: ¿existe esta novela? ¿O es solo un simulacro perfectamente armado, un texto que se sueña a sí mismo mientras lo leemos? Da igual. Porque el efecto es real. La literatura, al fin y al cabo, no necesita pruebas materiales. Solo fe. O lectura.

No es casual que Barthes, autor que enseñó a leer en capas, sea el marco ideal para hablar de este libro. La estela de Selkirk es novela, sí, pero también su negativo. Una antinovela que se ríe del concepto de antinovela. Un espejo con profundidad, como esos juegos ópticos que deforman sin deformar del todo. Un artefacto inestable que gana fuerza cuanto más lo interroga el lector. Y eso es lo que hace especial a esta obra: no se limita a contar una historia, te invita a pensar qué significa contar una historia. Es, en ese sentido, una novela del siglo XXI: hipertextual, intercontinental, contaminada, lúcida, y consciente de sí misma. Pero también es profundamente clásica: su núcleo emocional es el deseo de narrar, de atrapar algo (una verdad, un gesto, una imagen) antes de que desaparezca.

En definitiva, es una novela que existe mientras se escribe. Mientras se piensa. Mientras se discute. Una novela que vive solo si hablamos de ella. Como si existiera.

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