De Castelló al Prado: el viaje inesperado de una Virgen de Guadalupe
El Museo Nacional del Prado exhibe en depósito temporal una excepcional pintura de la Virgen de Guadalupe procedente del convento de las capuchinas de Castelló

Detalle de la obra perteneciente a las monjas capuchinas de Castelló y que ahora se exhibe en el Museo del Prado. / Arias Horas, Alfredo
En el arte, algunas imágenes parecen hechas para viajar. No solo cruzan fronteras físicas, también las del tiempo, la fe y la memoria. La Virgen de Guadalupe es una de esas figuras que condensan en su iconografía un relato universal: el del encuentro entre dos mundos. Según la tradición, en 1531, la Virgen se apareció al indígena Juan Diego en el cerro del Tepeyac y dejó impreso su rostro en una tilma, un manto de fibra vegetal convertido desde entonces en reliquia. Aquella imagen milagrosa –de rostro mestizo, manto azul tachonado de estrellas y un aura dorada– trascendió su origen y se multiplicó en pinturas, grabados y esculturas hasta convertirse en símbolo espiritual y cultural de América Latina.
Una pieza ‘desconocida’
Con el paso de los siglos, la Virgen de Guadalupe viajó también a España. Llegó en cofres y galeones, reproducida por artistas novohispanos que tradujeron su devoción en arte. Así fue como una de esas representaciones acabó en Castelló, en el convento de la Preciosísima Sangre de las monjas capuchinas, donde permaneció prácticamente en silencio y penumbra durante años. Hoy, esa misma pintura resplandece bajo la luz del Museo Nacional del Prado.
La noticia sorprendió a muchos. Tras la clausura de la exposición Tan lejos, tan cerca. Guadalupe de México en España, celebrada entre junio y septiembre de este mismo año, el Prado decidió incorporar en depósito temporal por un año esa obra «castellonense», una de las más llamativas de la muestra: un monumental enconchado de la Virgen de Guadalupe procedente del antiguo convento castellonense. La decisión devuelve a la esfera pública una joya del arte virreinal que había permanecido oculta o semioculta.

El Museo del Prado exhibió numerosas representaciones de la Virgen de Guadalupe en la exposición 'Tan lejos, tan cerca'. / Museo del Prado
La exposición ya finalizada, comisariada por los doctores mexicanos Jaime Cuadriello y Paula Mues Orts, reunió cerca de 70 piezas para narrar la expansión del culto guadalupano entre los siglos XVII y XVIII. A través de obras de José Juárez, Juan Correa, Miguel Cabrera, Manuel de Arellano, Velázquez o Zurbarán, el recorrido mostraba cómo la Virgen de Guadalupe se convirtió en un icono transatlántico, símbolo de identidad y fe compartida. En ese contexto, la pieza de Castelló atrajo una atención especial por su rareza y su impecable factura.
El enconchado es una técnica fascinante, desarrollada en la Nueva España entre finales del siglo XVII y comienzos del XVIII. Inspirada en las lacas japonesas namban, combina pintura, nácar y barnices para lograr un efecto de brillo iridiscente que transforma la superficie en una suerte de milagro material. Sobre paneles de madera se incrustan láminas de concha, que luego se pintan con pigmentos y veladuras para dejar visible el destello perlado. En algunos casos se añadían polvos de oro o plata para intensificar el resplandor. El resultado es una pintura que parece viva, casi palpitante, como si emanara luz desde dentro.
Obra impresionante
El ejemplo conservado durante años en la capital de la Plana se distingue por su tamaño y por la delicadeza de su composición. Las teselas de nácar cubren toda la figura de la Virgen, salvo las carnaciones del rostro y las manos. En el marco aparecen las cuatro apariciones a Juan Diego, rodeadas por una ornamentación exuberante de uvas, flores, mariposas y pájaros. Su envergadura la convierte en una de las dos Guadalupes de mayor tamaño conocidas en esta técnica; la otra se encuentra en Tlaxcala, México, y comparte una sorprendente semejanza formal.
El convento de la Preciosísima Sangre fue fundado a finales del siglo XVII bajo patronazgo real, en una época en que Castelló comenzaba a integrarse en las redes artísticas y comerciales del imperio español. Las capuchinas reunieron un patrimonio notable, con obras procedentes de talleres vinculados a Zurbarán, Jerónimo Jacinto de Espinosa o Pedro de Mena. En ese contexto devocional y artístico, la Virgen de Guadalupe representaba una conexión directa con el mundo americano, un eco del fervor que recorría los virreinatos.

Imagen de la obra perteneciente a las monjas capuchinas de Castelló y que ahora se exhibe en el Museo del Prado. / Arias Horas, Alfredo
Cuando la comunidad se trasladó a Barbastro en 2012, la obra permaneció en el antiguo convento, sin acceso público. Durante más de una década, el enconchado descansó lejos de los focos, custodiado como un recuerdo silencioso de la fe y la historia local. Solo con la exposición del Prado ha vuelto a ocupar el lugar que le corresponde en la narrativa del arte hispanoamericano.
Una recuperación simbólica
Su llegada al museo madrileño no es un simple traslado: es una recuperación simbólica. Significa, por un lado, el reconocimiento de la relevancia del arte virreinal en el contexto de la pintura universal; por otro, devuelve a Castelló un papel inesperado en ese diálogo transatlántico que unió a España y México a través del arte. Tan lejos, tan cerca —el título de la muestra— parece pensado para ella: una obra que nació en el Nuevo Mundo, vivió siglos en la calma conventual castellonense y hoy se muestra junto a maestros como Velázquez o Zurbarán.
El depósito temporal permitirá al público descubrir una de las piezas más refinadas de la técnica del enconchado y, al mismo tiempo, invita a mirar hacia Castelló con nuevos ojos. Su historia recuerda que en los conventos, iglesias y casas señoriales de la ciudad todavía se esconden tesoros artísticos de enorme valor, fragmentos de una herencia compartida que aguardan su momento para ser redescubiertos.
La Virgen de Guadalupe que brilla ahora en la sala 18 del Prado no solo narra un episodio de fe. Es también testimonio de una época de intercambios, de viajes y de mestizajes, de un arte que fue capaz de fundir Oriente y Occidente, América y Europa, lo divino y lo humano. Su fulgor nacarado devuelve la mirada a quien la contempla y, de algún modo, restituye a Castelló una parte de su historia más secreta.
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