La afición del Albacete está que trina, después de una temporada que es como para enmarcarla por lo penosa que está resultando. Cierto es que no es nada fácil volver a Primera División a las primeras de cambio después de haber descendido pero, de ahí, a no estar entre los 10 primeros prácticamente en toda la temporada y al final aún tener que sufrir como perros porque los de abajo te echan el aliento al pescuezo, hay una diferencia notable.

Ha llegado un momento --la recta final de la Liga-- en el que los de la grada han explotado, y les han dado igual excusas, argumentos, atenuantes y todo lo que se haya podido esgrimir en defensa de un equipo que, por lo menos, debía luchar por el ascenso, y que, por el contrario, ha acabado peleando por no bajar.

Los objetivos de las iras han sido el entrenador y el presidente y, de los gritos, se ha pasado a reclamar dimisiones pancarta en ristre, por lo que, en los últimos partidos jugados en el Carlos Belmonte, cualquier chispa lo podía hacer saltar por los aires. Tensión, pero que mucha tensión la que se ha vivido durante mucho tiempo, no solo por la pésima situación en la clasificación, que el ¿fútbol? que se ha visto, tampoco ha sido de muchos quilates, que digamos. Es la ley de la calle, la del pueblo, la del aficionado que, cuando le cumplen, eleva a los altares a técnicos y presidentes pero que, cuando fallan, va a degüello a sus cabezas.