Las situaciones y las circunstancias del Celta suelen ser más que curiosas, atípicas, raras, como si las meigas celtiñas estuvieran siempre de un revoltoso subido. El club celeste se ha convertido en hijo del vaivén futbolero, una montaña rusa en la que todo lo que está arriba baja con tanta facilidad como vuelve a subir. No hay estabilidad alguna que permita que sus gentes vivan alguna etapa en aguas mansas. Todo cambia de la noche a la mañana. Y esto ya viene de lejos.

Recuerden aquel equipazo que, bajo la dirección de Víctor Fernández, nos maravilló a todos. Aquellos jugadores, ídolos de la afición, salían por piernas de Balaídos poco tiempo después. Y se repetía la historia más tarde. Los fenómenos que llevaban al equipo a la Champions, lo bajaban a Segunda, y así una y otra vez. En el verano, la movida no ha parado. Jugadores que renuevan un lunes y al siguiente se van, informes y cintas de vídeo en los contenedores, rajadas de jugadores, traspasos tardíos, altas inesperadas... La del Celta es una película coral, un gran bosque animado en el que nadie es lo que parece. El que se levanta villano se acuesta héroe, y al héroe, al día siguiente, se le quiere condenar a la hoguera. Si detrás de todo esto están las meigas, más que buenos jugadores hacen falta muérdago, ajo, conchas, espolones de gallo y colas de lobo. Por probar que no quede.