Contra el sesudo análisis de los especialistas mundiales en economía, el primer indicio de la crisis financiera que azota el planeta ya se advirtió el pasado verano. Y no fue en el parquet de la bolsa de Nueva York, sino en la moqueta del despacho de Roman Abramovich. El multimillonario ruso propietario del Chelsea solo se gastó 52 millones de euros en fichajes. Una minucia comparado con lo que había invertido desde que comprara el club en el 2003. Calderilla para la entidad de su fortuna.

Miró al césped y miró sus cuentas, escuchó a sus asesores económicos y a su nuevo entrenador, un Luiz Felipe Scolari al que ya ha despedido, y Abramovich se abrazó a la cordura, frenando el sinsentido de un gasto desmedido que menguó, también, su cuenta corriente. No hizo más que satisfacer los deseos de Scolari, que acentuó el toque luso-brasileño de la plantilla con los fichajes de Bosingwa (31 millones de euros), Deco (10 millones al Barça), Ivanovic (11 millones al Lokomotiv Moscú) y Carlos da Silva Ferreira, más la cesión de Ricardo Quaresma, desechado por Mourinho en el Chelsea. Ninguno de ellos es titular, con lo que Abramovich, nacido el 24 de octubre de 1966 (42 años) en Saratov, ha visto depreciada su última inversión.

Pero la ilusión del magnate ruso por conseguir la Champions sigue viva. Al menos hasta el miércoles de la próxima semana, si el Chelsea es capaz de superar al Barça y plantarse por segundo año consecutivo en la final. La Liga de Campeones es el gran capricho que alimenta su abnegada y constante inyección de millones en Stamford Bridge, su reto deportivo.