A la hora del té, Inglaterra estaba destruida aun con el gol de Lampard que no fue concedido aunque entró y que hubiera supuesto un inesperado empate antes del descanso. Hasta en esa jugada, que muy posiblemente no habría cambiado la historia del partido, la selección de Fabio Capello asumió su papel de comparsa porque ni protestó. No fue un gesto de elegancia hacia el equipo arbitral, sino la actitud apocada de un conjunto sumiso, de un grupo aturdido por el bombardeo sorpresa con que le castigó su rival, maquillado con el tanto de Upson y con esa pelota que se metió en la portería de Neuer pero que quedará simplemente en el anecdotario del encuentro.

Alemania construyó su fútbol demoledor con un saque de Neuer, del portero, que cogió a Terry y a Upson en la barra del pub. Klose llegó a Suráfrica a medio gas, pero en comparación con los centrales ingleses se diría que quien corría era Usain Bolt. El velocista ganó la posición de remate con su astucia habitual y batió a James, lo que no es muy difícil. Ese gol desató una tormenta para la que Inglaterra no tenía pararrayos. Quedó electrocutada poco después, en esta ocasión con un sensacional contragolpe que Muller puso en la zurda atómica de Podolski. Aquí Calamity tampoco pudo hacer mucho más que dejarse caer ante una indefensión impropia de toda escuadra que dirija Capello. Terry y Upson seguían jugando a los dardos en el pub.

Sin reconocerse, sin Rooney, ni Lampard, ni Gerrard, Inglaterra halló una fisura en la zaga alemana recurriendo a sus viejos valores: un pase a la olla fue rematado por Upson de cabeza. De la isla de jugadores desperdigados y fútbol anacrónico, Lampard lazó al larguero y el esférico, en su caída, botó medio metro dentro. Un escándalo sólo consentido y acallado en un deporte que reniega de la tecnología hasta para acciones tan puntuales y claras como ésta. Como nadie se queja, nadie se quejó, y el fantasma del tanto de la final de 1966 que favoreció a Inglaterra contra Alemania se paseó en dirección contraria. Quedaba el marcador con vida, pero a los británicos s eles adivinaba una palidez cadavérica.

La tapa del ataúd no tardó en caer para Capello y su muchachada mientas su davresario se hacía el el distraído en el arranque de la segunda parte. Con todos los ingleses ebrios de desconcierto y desorden, Alemania tiró del manual clásico para plantarse Muller en dos ocasiones más frente a James. En la primera fusiló al atardecer al guardameta tras una salida fulgurante de Podolski, y en la segunda empujó una asistencia que Ozil venía pensando desde que despegó más o menos en Bremen con Barry persiguiéndole culón, con la celeridad de un caracol.

En el primer partido con sello de garantía mundialista por la emoción y el juego, Alemania, fresca, inteligente y fulminante, se erigió en una clara favorita al título. Goleó a la vieja Inglaterra, lo que no era complicado, pero mostró un catálogo amplio y variado, un armamento superior.