Si pienso cómo trabajaban los columnistas de antes, imagino a señores con sombrero, bastón y traje, perfiles elegantes a contraluz, intelectuales inclinados sobre robustas máquinas de escribir, sinfonías de Mahler deslizándose sobre los aromas del tabaco en la pipa, cerebros que iluminan a la humanidad entera, tragos de whisky en vasos anchos y motas de polvo suspendidas en el aire, despachos con miles de libros en bibliotecas de roble, voces graves, citas en latín y tertulias brillantes; eso imagino, algo así, de los columnistas de antes. 

Imagino un asunto serio, imagino a gente que sabe, pero ahora me veo a mí, me veo escribiendo esto, ahora y aquí. Me veo mal vestido con dos piezas de pijama que no combinan entre sí, que aún no me he lavado ni la cara, bebiendo café de marca blanca y tirado en mala postura sobre un sofá que tenemos que cambiar, tecleando un portátil de pantalla sucia sin saber muy bien qué decir, con mi hijo apoyado en el hombro mientras ve La Patrulla Canina y pide a gritos que me levante para tirar unos penaltis, que como mucho me apetecería jugar a algo cutre en el móvil, y mi hija quejándose porque no quiere ver La Patrulla Canina, decidiendo con ella a piedra, papel o tijera si pongo o no pongo una coma en la condicional que abre este artículo; eso veo, algo así, si miro por aquí. Veo un desastre, veo gente que no sabe, que no cierra la puerta al salir.

Si pienso todo lo que no hago y debería hacer, si pienso todo lo que no soy y debería ser, si pienso todo lo que no sé y debería saber, se me van las ganas de vivir. Me gustaría saber hacer fotos. Me gustaría saber algo de economía. Me gustaría saber más, pero no me esfuerzo por saber más, ni siquiera durante cinco minutos. En eso el fútbol es más agradecido, porque los ‘me gustaría’ los proyectamos sobre el campo. Los ‘me gustaría’ dependen de otros. Si eres exigente con tu equipo, parece que seas exigente contigo mismo, pero no. Hay que ser ambicioso, te dicen. No hay que conformarse, repiten. Es fácil con la vida de los otros. Me gustaría, pues claro, y a quién no. Es gratis con la vida de los otros.

Con la nuestra, cuesta. Con la nuestra, a menudo, lo que nos gustaría es incompatible con lo que nos gusta.

A mi hija, que pasa bastante del tema, le pregunté la semana pasada en qué posición le gustaría jugar a fútbol. Me pidió que le explicara a qué se dedica más o menos cada jugador, cuáles serían sus obligaciones en cada posición del campo, y al final eligió: «Yo sería portera, me quedaría ahí sentada tan pancha, mirando el móvil sin cansarme y esperando a que vinieran». La felicité por su magnífica elección, pero hubo mala suerte. 

Esa misma noche Bounou, el portero del Sevilla, subió a rematar el último córner y marcó un gol con la zurda. Mi hija ya estaba durmiendo, pero me acordé de ella y de los porteros. Se lo enseñé al día siguiente y vio el gol con cara de asombro. Me dijo «vaya lío». Pude notar que algo no encajaba en su vida imaginada como portera, en la paz mental de su cabeza. Pude notar su agobio porque se le rompían los esquemas. «Ya no quiero ser portera, ayer no me explicaste esto». Una cosa es lo que nos gustaría y otra lo que nos gusta. Pude notar que nos entendíamos de una manera sincera.