Uno de los mayores peligros que nos acechan como seres humanos es fliparse demasiado, una trampa y un problema para muchas personas que no pueden remediarlo. Ser un flipao es a veces algo inevitable. Durante los años de adolescencia temprana compartí equipo con Javi, que era un buen delantero hasta que se flipaba. Entonces buscaba goles imposibles, regates milagrosos y discusiones con árbitros y rivales. Cuando entraba en modo flipao pensaba que podía volar, que podía atravesar cuerpos y que podía viajar en el tiempo, pensaba incluso que era guapo, pero una cosa es tener confianza en ti mismo y otra desafiar las leyes de la física más elementales. Era tan así que recuerdo celebrar algún gol suyo y volver hacia nuestro campo diciéndole «ahora no te flipes, eh, por favor, ahora no te flipes». Ese es mi tipo de consejo: recuerda que no vales.

Lo de ser un flipao, por lo que fuera, no solía gustar a los del equipo contrario. Una tarde, fuera de casa, marcamos para ganar a última hora y a Javi no se le ocurrió mejor idea, tras el pitido final, que cuestionar en sentido amplio el grado de modernidad de los habitantes de aquel pueblo. Como si nosotros fuéramos de Nueva York, por cierto, que somos de Castelló, pero bueno. El caso es que para demostrar que eran gente civilizada, aquellos lo tiraron al suelo y lo patearon hasta que lo sacamos de ahí como pudimos y lo metimos en volandas al vestuario. Se podría pensar que el incidente abriría una nueva etapa vital en nuestro amigo, y el artista antes conocido como Javi el flipao se reciclaría a Javi el humilde, pero no. Javi era tan flipao que aquel día, una vez cerraron la puerta con llave y dejaron de aporrearla desde fuera, una vez supo que ya habían llamado a la Guardia Civil y se sintió a salvo, y en el primer segundo después de que se calmara el asunto, dibujó su media sonrisa, se miró los codos y dijo: «bah, las patadas me las he parado todas».

Entonces yo ni lo sospechaba, pero ahora, que hace veinte años que no veo a Javi, intuyo que lo de ser un flipao no era más que un mecanismo de defensa. Quizá, uno cualquiera, como no darse importancia, cultivar el misterio para hacerse el interesante o ser supersimpático de puertas hacia fuera. De puertas hacia dentro puedo intuir también que todos manejamos los mismos miedos, pero la vida es demasiado hostil para ir por ella sin máscara, y lo sabemos. Necesitamos creer que somos de una manera, autoconvencernos, y que los demás también se lo crean. Después está lo que no se ve, lo que no queremos que se vea. Cada jornada miramos sobre el césped a jóvenes fuertes, sanos y serenos, y algunos bastante flipaos, eso es lo que vemos, pero cómo no pensar en lo que no se ve; cómo se lleva la incertidumbre hasta saber si puedes vivir de esto, por ejemplo, las expectativas y las angustias, el pánico al fracaso, el examen y el deseo.

Podemos imaginarlo, pero la verdad solo la saben ellos. Qué noche pasarían en la previa los que jugaron el Clásico, cómo de interminable es la espera de una final de un Mundial, de un partido que valga un título, una vida o un ascenso. Cómo se corre con una ciudad, una familia o un país colgado del hombro, esa ansiedad, a veces lo pienso.