Lejos de las estridencias y el anonimato en las redes sociales, apartado también de la vehemencia de barra de bar, mi amigo Vicente prefiere el raciocinio. Es la suya una exposición pausada, no exenta por ello de contundencia en su argumentario, pero comedido en el tono y refractario ante la proliferación de filias y las recalcitrantes fobias que invaden el mundo del fútbol, y cuanto más pasional --y el CD Castellón lo es como el que más-- peor son sus derivadas. Por eso mismo, sus tesis, casi aristotélicas en tanto que realistas, son siempre de agradecer sin menoscabo de una incuestionable militancia albinegra. 

Para este observador, cuya amistad es un privilegio, resultan injustas las críticas al entrenador albinegro y hasta insultantes los epítetos de pusilánime o rácano con que le definimos no pocos periodistas. Su defensa de Juan Carlos Garrido --a quien ni conoce ni quiere conocer por la arrogancia que le transmite-- viene dada por el conocimiento que se le supone al técnico de las limitaciones de su plantilla y que, piensa este notable aficionado metido a analista deportivo, condicionan sus planteamientos. 

Por conocida es aceptada dicha premisa pero, con todo el respeto para el amigo, primero, y para el entrenador, después, no creo que tal aseveración esté reñida con la exigencia de un rendimiento mayor. Reconocer nuestra lacerante pobreza de recursos y la alarmante ausencia de remate no exime de una mayor codicia, sobre todo cuando la superioridad numérica durante más de una hora el domingo abría la posibilidad de dar un golpe casi definitivo a la clasificación, como antaño se desperdició idéntica oportunidad en Lugo o Alcorcón, lo que ha germinado la ¿falsa? idea que tanto molesta a Garrido de que la suerte ha contrarrestado ese falta de ambición qu e él vende como fruto de su ingente trabajo y pragmatismo. 

A cuantos piensan que tanta crítica, más o menos voraz, obedece a una inquina personal o al objetivo de desestabilizar el equipo, les recuerdo el evangelio de San Mateo (25,14-30) en el que un padre reparte una serie de bienes entre sus hijos en espera de una gestión fructífera de cada uno de ellos, alabando los resultados, por nímios que fueran,​y reprobando la inactividad -por precaución, pereza o simple omisión- en hacer rendir esos dones recibidos. A fin de cuentas, ya se sabe que el cielo nunca estuvo hecho para los cobardes. CD