Por mucho que nos esforcemos, al final nos sentimos cómodos de verdad donde nos sentimos cómodos de una manera natural y sencilla. Si no estoy dormido, yo estoy cómodo de verdad en pocos sitios, y cuando los encuentro los disfruto con un sentimiento similar al alivio. Podría decirse entonces que tuve una buena semana: la empecé compartiendo mesa y sobremesa con veteranos ilustres del fútbol y del periodismo deportivo --en el emocionante homenaje a Canós y Planelles- y la termino jugando partiditos callejeros con mi hijo.

Solo escuchando a los veteranos me siento parte de algo en este oficio, y lo mejor entonces es que ese ‘algo’ adquiere de golpe todo el sentido. Uno entiende que sin los de antes -y pasa también en el fútbol y en casi todo- sería algo peor, algo muy pequeñito y distinto, así que la única opción adecuada es cerrar la boca, agudizar la atención para aprender y abrirla únicamente para preguntar lo que toca. En estos casos no saco del bolsillo la libreta para tomar apuntes porque me da vergüenza y al llegar luego al coche escribo en el móvil todo lo que recuerdo. Debería ser obligatorio, al menos una vez al semestre, un rato de charla y anécdotas con los que supieron llegar al final del camino. El suyo era otro tiempo, y a veces lo idealizan, pero en esencia es lo mismo. En esencia es la vida. No conozco nada que funcione mejor para aguantar en el fútbol y en el periodismo que sentarse a escuchar lo que un día fuimos.

El mismo efecto sanador ejerce en mí jugar a la pelota con Teo. Me ha salido un hijo defensa, os lo conté hace poco, pero lo tengo que querer igual, por lo visto. Del fútbol le interesan, a sus 5 años y por este orden, las quitadas, las tanganas y el resultado. La semana pasada se despertó de madrugada pidiendo agua y cuando fui a llevársela me preguntó, aún medio aturdido: «¿Quién ha ganado el partido?». Cualquier día llegará a casa forzando el acento paraguayo, perdiendo tiempo y protestando a un árbitro imaginario en el pasillo. Por lo pronto en el cole juega con piedras porque no les dejan usar balones y viendo la evolución que me trae, por si acaso, no tardaré en comprar espinilleras para protegerme la tibia. 

Al salir de clase, cuando llegamos al campito y antes de que se acerquen otros niños -momento que aprovecho para retirarme y observar con sigilo-, Teo me desafía: «Va, regatéame, ¿no sabes tanto de fútbol?, flipao», que a eso qué le respondes, frente a eso qué recomiendan los libros. Supongo que queda claro que el flipao es él, el flipadísimo. De momento nos reímos.

El caso es que salen del cole y en el parque gotean los pequeños futbolistas anónimos. Se aprende mucho viendo jugar en la calle a los niños. El espectáculo está más cerca de los documentales de animales que de los que graban ahora en los vestuarios los equipos. Debería ser obligatorio, al menos una vez al semestre, que los adultos presenciaran desde un lugar apartado cómo se organizan los niños, cómo discuten y ceden, cómo pactan unas reglas para jugar un partido. Cómo aciertan y se equivocan, cómo se conocen y se olvidan y cómo afrontan ellos mismos los conflictos. Cómo suele acabar fuera de foco, sea bueno o malo, el que es tóxico para el colectivo. También en esto el mío era otro tiempo, y a veces lo idealizo, pero en esencia es lo mismo. En esencia es la vida. No conozco nada que funcione mejor para mantener algo de fe en el fútbol, en lo feo y en lo bonito, que sentarse a ver esos partidos.