Historias irrepetibles

La reina de Innsbruck

La alemana Rosi Mittermaier –fallecida esta semana– decidió retirarse a los 26 años después de asombrar en los Juegos de 1976, donde consiguió dos oros y una plata en las tres pruebas de esquí alpino

Rosi Mittermaier, con las tres medallas que ganó en Innsbruck.

Rosi Mittermaier, con las tres medallas que ganó en Innsbruck.

Juan Carlos Álvarez

Reit im Winkl es un apacible pueblo de apenas tres mil habitantes situado al sur de Baviera. Dicen sus vecinos que allí los niños aprenden antes a esquiar que a caminar. La vida en toda la comarca gira alrededor de las montañas que cada año atraen a miles de aficionados a los deportes de invierno que visitan las estaciones próximas. En este idílico paraje nació en 1950 Rosi Mittermaier. Con ella se cumplió el tópico de la región; a los tres años ya había aprendido a esquiar y se lanzaba sin miedo por las montañas nevadas. También es verdad que ella tenía razones de sobra para ello porque pasaba buena parte del año en la estación de Wimkelmoos, donde sus padres regentaban un establecimiento hostelero del que vivían el resto del año. Su madre se ocupaba de la cocina; su padre de la gestión del negocio y de las clases que impartía como instructor en la estación. Para la familia Mittermaier el invierno era frenético y por eso Rosi y sus dos hermanas (Heidi y Evi) comenzaron a trabajar desde muy temprano en el negocio que sostenía la economía doméstica. “La posada te ayudaba a conocer de primera mano lo que era la vida” explicaría más adelante Rosi sobre aquellos inviernos en los que tenía que dedicar todo su tiempo libre a atender clientes de diversa clase.

Al igual que sus hermanas Rosi pasó por las manos de su padre para aprender a moverse con mayor destreza por las pistas de esquí. Era un monitor de la vieja escuela, especialmente exigente con los más cercanos y los mejor dotados. Por eso apretó a Rosi, la mediana, más que a ninguna. En ella veía condiciones diferentes al resto. Llevaba años entrenando jóvenes y adultos, gente con más y menos habilidades, con mejor o peor actitud… Rosi era otra historia. Y eso que las cosas no resultaron sencillas. No había cumplido los doce años cuando en una violenta caída se rompió el tobillo. Estaba cerca de recuperarse del todo cuando en otro accidente sufrió una nueva fractura en la misma pierna. Eso le supuso a Rosi casi un año sin ponerse los esquíes. Había quien temía que ese episodio le alejase de las pistas o le dejase alguna clase de miedo en el cuerpo. Pero una vez más demostró que era una chica diferente al resto. Poco después de aquellas dos lesiones consecutivas brilló en los Campeonatos de Alemania de su categoría y los responsables de la Federación la seleccionaron para formar parte de la selección alemana en 1965. Aquella primera concentración con el equipo germano tendría una incidencia decisiva en su vida, pero ya llegaremos a ese punto.

Aprendió a esquiar a los tres años en la estación donde sus padres tenían una taberna

En 1967 se estrenó en la Copa del Mundo; un año después se subió al podio por primera vez y en 1969 sumó en el slalon de Schruns la primera victoria de su carrera deportiva. Conseguiría diez triunfos y cuarenta y un podios en la Copa del Mundo a lo largo de su vida como esquiadora profesional. Era una magnífica deportista que despertaba enormes simpatías por su carácter siempre optimista y su inseparable amabilidad. Se valoraba menos de ella sus posibilidades en la competición, como si a ella le correspondiese permanecer en ese segundo escalón que le impedía aspirar a grandes triunfos. Pero todo cambió en verano de 1975. Se sentó con sus padres para hacerles un planteamiento. Ella era una de las mejores esquiadoras de Alemania y aspirante a triunfos en la Copa del Mundo teniendo en cuenta que se había tomado el deporte como un mero pasatiempo y que en muchos momentos lo había subordinado a sus otras obligaciones, entre ellas echar una mano en el negocio familiar. “Quiero darme una oportunidad” les dijo a sus padres. La idea era alejarse de cualquier otra distracción y dedicar la pretemporada de 1975 a intensificar el entrenamiento, la preparación física y lanzarse a la aventura en la campaña que comenzaría unos meses después y que desembocaría en los Juegos Olímpicos de Invierno de 1976 que se celebraban en la estación austríaca de Innsbruck. Ante semejante propuesta sus padres solo pudieron decirle que adelante. Rossi Mittermaier pasó el verano más extraño de su vida. Mientras su familia descansaba tranquilamente al sol a la espera de la siguiente temporada de invierno, ella se quedó en casa siguiendo un plan físico que tenía como objetivo hacerle ganar varios kilos de músculo. Cuando volvieron las nieves y el calendario invernal se reactivó Rossi era otra. Fue entonces cuando comenzaron a llegar la mayoría de esos 41 podios que acumuló en su carrera en las diferentes pruebas de la Copa del Mundo. Sus rivales advirtieron que aquella chica que solo tenía un buen día de vez en cuando ahora era una permanente aspirante a las victorias. Había en ella una combinación extraordinaria de fortaleza y determinación en todo lo que hacía. Los resultados conseguidos en el primer tramo de la temporada le permitieron llegar a Innsbruck, a los Juegos Olímpicos, cargada de optimismo. También en ella había cierta obsesión con esa cita porque el plan vital que existía en su cabeza solo le concedía una oportunidad ya que tenía pensado dejar la competición al final de esa temporada. Un secreto que cuando arrancaron los Juegos Olímpicos solo conocía ella.

“Quiero darme una oportunidad”, le dijo a sus padres en verano de 1975

El 8 de febrero de 1976 la competición de esquí alpino femenina se abría con la prueba de descenso, la especialidad que peor se le daba a Rossi Mittermaier ya que nunca había sido capaz de ganar un descenso de la Copa del Mundo. Pero aquel día dejó claro que iba a ser la reina de aquellos Juegos. Seguramente firmó allí la actuación de su vida y ganó el oro con una diferencia de medio segundo sobre la austríaca Brigitte Totschning que llevaba meses entrenando en esa pista para asegurarse el oro ante sus paisanos. Dieciséis años hacía que el esquí alemán no conseguía una medalla de oro en unos Juegos olímpicos, por lo que el triunfo de Mittermaier tuvo una enorme repercusión en el país. Pero la historia no terminó ahí. Tres días después ofreció un recital para llevarse el triunfo en el slalon por delante de la italiana Claudia Giordani. El festival estuvo a punto de ser completo. El 13 de febrero llegó el momento del slalon gigante en el que se le escapó el triplete por apenas una décima. Rossi Mittermaier finalizó segunda por detrás de la canadiense Kathy Kreiner.

Su actuación en los Juegos Olímpicos de Innsbruck le elevaron a un nivel superior. Su popularidad en Alemania se disparó por completo –comenzaron a conocerla en todo el país como Rossi Gold– y en su casa llegaron a recibirse cerca de 50.000 cartas de declarados fans que le trasladaban su felicitación y le mostraron al tiempo su agradecimiento por haber devuelto al primer lugar del esquí alpino. Rossi vivió todo aquel proceso con normalidad, fiel a los principios y al carácter que siempre dominó su vida. En el segundo tramo de la temporada, ajena a la posible resaca de su recital en Insbruck, se apuntó la general de la Copa del Mundo, la de slalon y la de la combinada. Era la dueña indiscutible del esquí alpino mundial y los analistas daban por seguro que aquello el comienzo de su era y que con seguridad repetiría en los Juegos de Lake Placid en 1980 los éxitos de Innsbruck. Pero ella tenía en mente otros planes y en cuanto cerró la temporada “casi perfecta” hizo el anuncio que nadie esperaba: retirarse. Se habían acabado los sacrificios para competir en la Copa del Mundo. Tenía 26 años y sentía que debía hacer otras cosas. Una de ellas era iniciar su vida en compañía de Christian Neureuther, esquiador como ella, vencedor en seis pruebas de la Copa del Mundo a lo largo de su carrera.

Le había conocido en aquella primera concentración con la selección alemana juvenil. Ella tenía quince años; él dieciséis. Rossi estaba viendo una competición de los chicos cuando Neureuther se cayó y deslizó hasta caer a sus pies. Se miraron, se rieron y decidieron que era un buen plan seguir riéndose juntos en el futuro. Pusieron en marcha negocios y sobre todo numerosas iniciativas solidarias en las que trataron de unir su preocupación por los menos favorecidos con el esquí. No era de extrañar que de esa unión saliese otro campeón, Félix Neureuther (tres medallas en Mundiales, doce triunfos en la Copa del Mundo). Félix ejercía de comentarista en una cadena alemana el pasado martes cuando le advirtieron que tenía que regresar pronto a casa. El estado de salud de su madre, que sufría un cáncer desde hace años, se había agravado. El miércoles Alemania perdió a una de sus grandes leyendas deportivas, una persona que decidió jugarse a una carta toda su carrera. Y ganó.

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