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Sobre váteres y tumbas

Jordi Sevilla opina que el cambio climático tiene un vínculo directo con la desigualdad: "suelen ser las élites ricas las principales emisoras de contaminación"

Activistas manifestándose a las puertas de la COP26. ROBERT PERRY

Resulta difícil ser optimista en la lucha contra el cambio climático, cuando escuchamos al Secretario General de Naciones Unidas exigir a los 200 países asistentes esta semana a la COP26 en Glasgow que: "Basta de tratar a la naturaleza como un váter. Estamos cavando nuestra propia tumba". Ya no se trata de un joven activista exaltado quien lo dice, sino el máximo representante de lo más parecido que existe a un Gobierno mundial. Y lo hace, treinta años después de que se adoptara la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, veinticuatro de que se aprobara el Protocolo de Kioto y seis de que se actualizaran los compromisos de reducción de gases de efecto invernadero, en el Acuerdo de París.

Pero no somos capaces, como sociedad global, de hacer lo que tenemos que hacer, no ya para evitar el calentamiento del planeta, cosa irreversible, sino para limitarlo a un máximo de 2ºC de aquí al 2050 que es lo que los expertos calculan que hará más tolerables las inevitables catástrofes ambientales que empezamos a sufrir. Con la excepción del año duro de pandemia, las emisiones siguen subiendo a pesar del voluntarismo expresado por unos Gobiernos a los que resulta más fácil asumir, de manera enfática, compromisos, que luego llevar adelante los cambios necesarios para cumplirlos. 

Ahora, el nuevo mantra es alcanzar, para 2050, "emisiones netas cero" (que se emita sólo aquello que pueda ser captado por los sumideros naturales o artificiales), con dos excepciones conocidas en esta Cumbre: China, que todo lo mide en términos de su acceso a la hegemonía mundial, lo hará en 2060 e India en 2070, noticias importantes si no fuera porque entre ambos países representan, casi, el 35% de las emisiones mundiales. Sin embargo, todavía no conocemos los planes concretos a que se comprometen todos los países para hacer creíble esta meta. Y la verdad, es que no andamos sobrados de credibilidad en este asunto, a pesar de estar hablando de algo generado por nosotros y que afecta de manera directa al modelo de vida que hemos implantado, como especie, en la nave espacial Tierra.

Cada vez más gente empieza a defender que, si queremos, de verdad, combatir el cambio climático provocado por la acción humana, tenemos que asumir la necesidad de un cambio radical en nuestra actual forma de vida. Que el efecto invernadero está provocado por un modelo de sociedad que hemos construido sobre tres pilares esenciales: tener cada vez más cosas materiales (crecer económicamente); conseguirlo utilizando como principal combustible energético productos con una elevada emisión de CO2 y otros gases de efecto invernadero (carbón, petróleo, gas) y dejar que ese crecimiento este guiado por la maximización del beneficio privado, como principal incentivo de progreso humano. Un triángulo que ha resultado insostenible, por depredador para la naturaleza en forma de calentamiento excesivo. Tomarse en serio la lucha contra el cambio climático exige revisar alguno, o los tres, puntos citados. Y ahí es donde los Gobiernos están mostrando su incapacidad para hacerlo al ritmo adecuado.

Algunos defienden la necesidad de un "decrecimiento" económico como única fórmula para evitar un colapso en el planeta causado por la especie humana. En el bien entendido de que no se trata de un "crecimiento negativo del PIB" sino de un crecimiento diferente que incluya el respeto a los equilibrios básicos del planeta entre sus premisas. Se retoma lo que el Club de Roma llamó "crecimiento cero" cuando a finales de los años 70 del siglo pasado empezó a hablar de los límites al modelo vigente de crecimiento económico. Se pone el foco, con ello, no sólo en el aspecto del cambio climático sino, en general, de todas las consecuencias derivadas de utilizar a la naturaleza "como váter": plásticos, deforestación, biodiversidad, contaminación etc. Este enfoque suele cuestionar, también, el modelo capitalista de búsqueda del beneficio privado, hasta el punto de plantear como excluyentes el capitalismo y la sostenibilidad medioambiental. Muchos de los activistas que se manifiestan a las puertas de la Cumbre, defienden estos planteamientos.

Otros, por su parte, creen que es suficiente con cambiar las fuentes generadoras de energía yendo hacia renovables no emisoras de CO2 y, junto a ello, mejorar la eficiencia y el ahorro energético. Y ambas cosas, respetando e, incluso, utilizando, los mecanismos del mercado privado. Aquí es donde se ubican los países de la COP26, con éxito insuficiente, hasta la fecha. Por ejemplo, España emitió a la atmósfera en 1990 (año de referencia) 290.000 toneladas de gases de efecto invernadero y treinta años después, en 2019, emitió 314.000, un 8,5% más, a pesar de los compromisos de reducción. Una situación similar a nivel global hace que los expertos digan que estamos muy lejos de alcanzar el objetivo, reiterado en el G-20, de limitar el calentamiento a "sólo" 1,5ºC. Y sabemos que, a mayor calentamiento, y la actual tendencia nos llevaría cerca de los 3ºC, peores serán los efectos en términos de sequías, tormentas, elevación del nivel del mar, expansión de enfermedades tropicales (malaria, dengue…), alteración del rendimiento de los cultivos esenciales, lo que puede producir más emigraciones por hambrunas etc.

El cambio climático tiene, además, un vínculo directo con la desigualdad ya que suelen ser las élites ricas las principales emisoras de contaminación, mientras que son los más vulnerables quienes sufren sus peores consecuencias. Esa es una de las razones por las que se habla de "transición justa" y por qué los Acuerdos de París incluyeron la obligación de transferir a los países más desfavorecidos 100.000 millones de dólares anuales entre 2020 y 2025 para ayudarles a su transición ecológica, sin que se haya cumplido, tampoco, este compromiso hasta la fecha.

Conocemos el problema, su gravedad, sabemos lo que hay que hacer y las consecuencias dramáticas de no hacer lo suficiente para acotar el desastre. La evidencia científica es abrumadora e, incluso, la inmensa mayoría de los ciudadanos en los países más avanzados, son conocedores de la problemática y, muchos, empiezan a alinear su conducta individual con las exigencias de la sostenibilidad. Entonces, ¿Por qué los Gobiernos fracasan, una y otra vez, a la hora de cumplir los compromisos de reducción que asumen? ¿Por qué siguen siendo mayores las inversiones mundiales en hidrocarburos y carbón, que en renovables? 

Los primeros acuerdos conocidos de la COP26 de Glasgow, siendo importantes, están muy lejos del reto que enfrentamos como especie, supuestamente inteligente. Sobre todo, cuando el principal problema es hacer lo que sabemos que tenemos que hacer, enfrentándonos al poderoso lobby del carbono y sabiendo gestionar los sacrificios sociales que, como en toda reconversión, deberán hacerse. De momento, con datos en la mano, la irresponsable levedad de nuestras élites nos conduce, de manera irremediable, a acabar enterrados, de forma prematura, en la m…

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