En su mensaje de cuaresma, el papa Francisco nos advierte de que la indiferencia hacia el prójimo y hacia Dios es una tentación real también para los cristianos en un contexto de globalización de la indiferencia. La cuaresma nos pide la conversión a Dios en Jesucristo y a su Evangelio y, a la vez, al prójimo como paso necesario para un modo nuevo de ser y de vivir, que sea cristiano y, en consecuencia, humano.

Los medios que nos preparan para el encuentro con Dios son los descritos por Jesús en el evangelio: la oración, el ayuno y la limosna. Ese triple ejercicio, en la cuaresma, nos ayudará a que el paso de Dios por nuestras vidas no sea en vano.

La oración es, como la definió Santa Teresa de Jesús, como un “tratar de amistad estando muchas veces a solas con quien sabernos nos ama”; orar es dejarse amar y hablar por Dios; orar es abrir nuestro corazón a Dios dejándose interpelar por Él. Dios nos precede siempre. La oración es una práctica vital para nuestra vida espiritual. No en vano se la ha definido como la respiración del alma.

El ayuno es ascesis y renuncia a cosas superfluas, incluso a lo necesario, sobre todo si su fruto redunda en ayuda a los más necesitados. En un mundo atrapado por el tener y el consumir, que potencian el endurecimiento del corazón ante tanta pobreza y sufrimiento, necesitamos ayunar.

Junto a la oración y al ayuno, el Señor nos propone el ejercicio de la limosna. La obra clásica cuaresmal de la limosna es, ante todo, caridad, comprensión y amabilidad; y también limosna a los más necesitados de cerca o de lejos. Hemos de saber compartir nuestro dinero. Pero no sólo eso. También nuestras cosas, nuestro tiempo, nuestras capacidades y cualidades, nuestra persona entera. H

*Obispo de Segorbe-Castellón